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Colombia tiene que ser y contar, adentro y afuera, un Estado contra el olvido.

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Debe ser una comparación manoseada, empleada hasta el sinsentido, pero nombrar a un inepto en un cargo diplomático suena tan peligroso como nombrarlo en una sala de urgencias. Por ejemplo, nombrar a aquel embajador en Nicaragua que no solo se lanzó a las calles a celebrar la dictadura de Ortega, sino que luego nos dijo –como guiñándonos el ojo– que semejante desliz era parte de una estrategia diplomática. Nuestra política exterior ha tratado de ser seria: Colombia ha sido Colombia, mitad indignada, mitad indigna, más allá de sus presidentes. Sí, ciertas embajadas han sido refugios de lagartos. Y sí: este país se plegó a los Estados Unidos con la disciplina con la que se plegó al Vaticano, fue infame con los exiliados de la Segunda Guerra y apoyó la invasión a Irak. Pero un descache como el del señor Muñoz, nuestro hombre en Nicaragua, sigue siendo una excepción a la regla.
(También le puede interesar: Semidiablos)
Colombia ha dado tumbos de principiante en su política exterior, en este siglo XXI de las democracias descosidas, porque le ha tenido pavor de nación traumatizada a perder áreas marinas con Nicaragua –y ese pulso, que recuerda aquella disputa entre Chocó y Antioquia por cuál departamento abandonaría a Belén de Bajirá, lo ha llevado a desconocer fallos de La Haya, a desaparecer en los pasillos de la OEA a la hora de reprobar a Ortega y a sacar barcos de guerra como mostrando los dientes en nuestros mares–, pero sobre todo ha dado bandazos porque ha tenido jefes de Estado que se roban los créditos e intervienen en los dramas vecinos como si este país no les bastara: “Sea varón”, “a la dictadura de Venezuela le quedan muy pocas horas”, “revivió Pinochet”, se ha dicho en un vaivén del trumpismo al bidenismo, del bolsonarismo al lulismo.
Este gobierno, que sigue siendo un tiempo para acuerdos e inclusiones, tiene la oportunidad de narrar allá afuera un país en busca de su paz. Ha legado a nuestra historia los tuits presidenciales en falso, los diagnósticos brillantes con prescripciones confusas, los lamentos barrocos sobre la caída peruana de Castillo, los audios maniacos del embajador en Venezuela, los tartamudeos a la hora de condenar ciertos regímenes autocráticos, las excusas descabelladas de aquel embajador orteguista, y las promesas cumplidas a sus devotos e incumplidas a los diplomáticos de carrera. Y, sin embargo, gracias a la seriedad de funcionarios como Francisco Coy, Elizabeth Taylor y Luis Gilberto Murillo, ha recordado a tiempo la importancia de portarse como un Estado: solo Colombia puede cobrarse el triunfo de Colombia ayer en La Haya.
Este gobierno, que sigue siendo un tiempo para acuerdos e inclusiones, tiene la oportunidad de narrar allá afuera un país en busca de su paz.
Y solo líderes de verdad, que no confundan gobierno con país, pueden contarle a la especie la fábula ejemplar de la “potencia mundial de la vida”.
No se trata de promover exotismos ni de descrestar extranjeros. Se trata de reconocer en voz alta, en la plaza del mundo, que Colombia sigue siendo esta celebración de la vida en medio de la guerra: esta tierra llena de viceversas que dio lugar a la OEA en pleno Bogotazo. Si no hemos querido ser un relato de reconciliación, como la Sudáfrica de Invictus, es porque esta sociedad rebarajada por el negocio de las drogas –que lo empobrece todo– nos ha educado para quedarnos varados en la idea de que esto no es una nación, sino un emprendimiento: nos ha hecho olvidar que un gobierno de sobrevivientes de la barbarie, de defensores de la tierra, de reparadores de la selva amazónica, de críticos del prohibicionismo, habla bien de esta cultura.
Dice el escritor checo Milan Kundera que “cuando un poder enorme trata de privar a un pequeño país de su conciencia como nación, organiza e impone la desmemoria”. Pues bien: Colombia tiene que ser y contar, adentro y afuera, un Estado contra el olvido.
RICARDO SILVA ROMERO

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