“Concede, Señor, a mis sueños la realidad de la vida y a mi vida la belleza de los sueños”. Con este luminoso pensamiento de mi libro Cartas del camino emprendí el viaje al hato La Aurora, en Casanare. No era un paseo, sino un viaje a las honduras de mí mismo en el marco majestuoso de la soledad y del silencio de un rincón paradisíaco del Llano. Esta época del año y sus festividades invitan a una inmersión en las profundidades de la naturaleza y en el mundo olvidado de la propia conciencia.
En Yopal tomamos un vehículo que nos llevó, primero, por una carretera que avanza pegada a las estribaciones de la cordillera Oriental, para luego adentrarse en las inmensidades del Llano. Me acompañan la médica Alejandra Murcia, el cartógrafo Mauricio Soler y el educador Diego Castro. Nelson Barragán, poeta, cantor, pintor y llanero de pura cepa, hijo de Armando Barragán, el Blanco, como llaman a los patriarcas del Llano, nos recibió y atendió con bíblica hospitalidad.
Yo visité por primera vez el hato La Aurora en 1977, y desde entonces quedó impresa en el anca de mi alma, como queda la marca de fuego en las carnes del ganado, un estigma que me hace volver cada año. Como los seres humanos que expulsados del paraíso lo buscamos por todas partes, yo vuelvo ilusionado a La Aurora a la difícil tarea de enfrentarme a solas sin mentiras con mi yo profundo y huidizo.
Temprano al otro día salimos a recorrer las sabanas. Las manadas de chigüiros se desperezan al paso del vehículo. Los chigüiros son los roedores más grandes del mundo animal.
Llegamos a Mata de Palma. Al acercarnos a la ciénaga salen las babillas y los caimanes. En Colombia a los cocodrilos los llamamos caimanes. La Fundación Palmarito de Jorge Londoño se ha empeñado en salvar el caimán llanero y ha liberado ya centenares de juveniles que obtiene y cría de los padrotes que tiene en Wisirare, cerca de Orocué. Nuestro caimán llanero es el cocodrilo más grande del mundo. El sabio Humboldt midió uno de 6,40 metros. Más adelante nos topamos con una de las maravillas de la fauna de La Aurora, un enorme güío o anaconda, que es la boa acuática. El bello reptil podía medir 5 metros. Siguió su camino y nosotros el nuestro.
Una pareja de venados cola blanca nos miró por un rato y luego se perdió tras los árboles. Un chiriguare, especie de gavilán, montado sobre el lomo de un ternero le arrancaba las garrapatas. Un oso palmero casi se estrella con nosotros cuando lo sorprendimos detrás de un matorral.
El primer día terminó con una epifanía de colores: el garcero. Al atardecer fueron llegando de todos los ámbitos del cielo decenas de garzas blancas y de garzas rojas, que son las corocoras de largos picos. Embelesados mirábamos dos árboles que se asomaban a las orillas de un laguna y en ella reflejaban la maravilla de los centenares de copos alados de algodón blancos y rojos mientras el aire se llenaba con la algarabía de aves y pichones. Al regresar, varios animales se cruzaron en la oscuridad y las luces del vehículo los alumbraron, aguaitacaminos, zorros, un tigrillo y varios puercos salvajes. Esa noche en Juan Solito, que así se llama el hotel de La Aurora –sencillo, confortable y acogedor–, Nelson y su hermano Julio nos ofrecieron un concierto de música y poesía llanera. Las hábiles manos de Nelson recrean en el arpa fantásticas armonías de joropos y galerones.
El segundo día fue el de las aves. Los observadores de pájaros han contabilizado 350 especies en La Aurora. Nos sorprendimos con bandadas de patos migratorios de Canadá. Vimos un águila negra que había cazado una iguana, varias águilas coloradas, parejas de gansos del Orinoco que nadan en las ciénagas llevando la prole de cinco o seis paticos hermosos. A veces desaparece uno de los pequeñines, una babilla se lo ha tragado. Águilas pescadoras posadas en los árboles miran los espejos de agua para lanzarse tras su alimento. Por doquiera perchados en los árboles o volando sobre las sabanas vimos patos cuchara, caracaras, carpinteros, pavas, carriquíes, tautacos, chenchenas, paujiles, tarotaros, garzas morenas, garzas silbadoras, gabanes –que son garzas enormes que alcanzan un metro y medio de alzada–. Fotografiamos los alcaravanes, alados compañeros de los vaqueros en sus andanzas por el llano. Vimos arucos, que tienen espolones en las alas; fotografiamos los simpáticos buhitos que hacen sus nidos en tierra, y vimos los nidos de las oropéndolas, que miden más de un metro de longitud.
El tercer día decidimos vivirlo cada uno por su cuenta. Nos levantamos muy temprano para mirar el amanecer. “Y la aurora surgió ante nosotros”, así comienza la descripción que del amanecer hace La vorágine. Luego, cada uno se hundió en la inmensidad de las llanuras, solo, consigo mismo, con su cámara y con sus pensamientos, que en las soledades se alborotan. Nos unimos para extasiarnos ante el atardecer. Pinceladas de rojos, amarillos, lilas, negros y hasta verdes y azules llenaron el cielo y se reflejaron en el río Ariporo. El cielo, la selva y el río parecían ahogarse en un incendio de colores y dar paso a una noche estrellada. Amaneceres, atardeceres y noches millonarias de estrellas son recuerdos imborrables de La Aurora.
El cuarto día, el destino nos tenía reservada la fauna terrestre: vimos zorros, yaguarundis, tortugas, matos, iguanas y ositos meleros. Los dioses de las sabanas, como decía un llanero hablando de la buena suerte, nos hicieron el regalo supremo: vimos caída la tarde un puma y minutos después, una pareja de tigres (jaguares). Fue la felicidad suprema; estos animales, ubicados en la cima de la llamada cadena trófica, son muy difíciles de observar y verlos es comulgar con la fuerza salvaje de la naturaleza. A lo largo de los años han aparecido treinta jaguares que se desplazan por el hato y las fincas vecinas. Julio, otro de los hijos de don Armando, los distingue por las pintas y les tiene nombres según sus características.
El quinto día fue inolvidable para mí. Los vaqueros traían un hatajo de más de 200 reses y las acompañaban con gritos y silbidos. Mis compañeros no me vieron llorar de emoción; esos gritos han sido elevados por la Unesco a la categoría de patrimonio cultural e inmaterial de la humanidad, y yo asistía y oía el espectáculo preso de tremendas y telúricas emociones. Luego vino el trabajo de campo con decenas de potros salvajes a los que cortaban la cola y las crines. Enseguida, los rociaban con un líquido que los libraba de garrapatas y de otros bichos. En La Aurora se hace el trabajo de campo a la manera tradicional. Es un espectáculo hermoso, casi épico: enlazar y reducir las bestias para marcarlas y curarlas ayudándose del botalón.
El día del regreso de La Aurora nos dijimos con Carranza: “¡Ah, tristemente os aseguro, tanta belleza fue verdad!”. La Aurora es un sueño materializado en las sabanas de Casanare.
ANDRÉS HURTADO
PARA EL TIEMPO