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'Mis superioras me agredieron sexualmente': la denuncia contra un convento en Antioquia

‘Mis superioras me agredieron sexualmente’

José Alberto Mojica

Editor de Reportajes Multimedia

La consejera ‒la mujer encargada de acompañar su camino espiritual como religiosa‒ la invitaba insistentemente a sus aposentos. “Ven a la habitación. Ven. Ven”. Y ella no quería. Tendría unos 27 años ‒no recuerda las fechas con exactitud, pues su mente bloqueó ese sentimiento tan doloroso como un mecanismo de defensa, según le ha explicado su psiquiatra‒ y era una aprendiz de monja. Vestida con un hábito negro que forraba un cuerpo delgado, de pies a cabeza, temblaba del miedo mientras aplazaba ‒por unos segundos‒ una orden impostergable.

La consejera era la colombiana Claudia Marcela Duque, una de las principales autoridades de las Siervas del Plan de Dios en Colombia, puntualmente, en el hogar Santa María, propiedad de la Universidad Católica de Oriente, donde acogían a jóvenes de poblaciones vulnerables. Queda en la vereda Aguas Claras, en el Carmen de Viboral, y ellas la istraban.

Uno de sus roles era acompañar la formación religiosa de varias de las novicias, siguiendo al pie de la letra las rigurosas normas de una congregación cuya consigna principal ha sido: “Nuestra voz es la voz de Dios. Y quien obedece nunca se equivoca. Una sierva siempre obedece y no cuestiona”. Pero con ella, su trato era especial.

“Claudia empezó a acercarse más a mí, me llamaba casi todas las noches a su cuarto para pasar tiempo con ella. Me decía: ‘anda, ponte el pijama y vienes’, después de que todas las hermanas ya se habían acostado. Como la casa era muy pequeña, era evidente que yo estaba con ella porque en mi cuarto dormía con otras dos compañeras y a veces se levantaban en la madrugada al baño y veían que no estaba en la cama mientras que el cuarto de Claudia tenía la luz prendida”.

Así está plasmado en la denuncia que una joven de un país suramericano instauró el 21 de julio del 2022 ante el despacho de monseñor Fidel Cadavid León, obispo de la Diócesis de Sonsón-Rionegro, en Antioquia. Fue allí donde, según ella, sufrió todo un sistema de abusos, que trascendió al sexual.

El mismo documento también lo radicó en la sede principal de las Siervas del Plan de Dios, en Lima, ciudad donde nació esta congregación en el año de 1998, como la versión femenina del Sodalicio de Vida Cristiana: comunidad de monjes fundada en 1971 por Luis Fernando Figari, un hombre que huye de la justicia peruana debido a múltiples acusaciones de abuso en su contra, entre ellas, tres de connotación sexual.

La mujer que accedió a contar su testimonio, con la condición de no revelar su identidad, llegó a las Siervas del Plan de Dios siendo una adolescente que participaba en las actividades sociales y pastorales de la parroquia. Y a los pocos días, sin siquiera pensarlo, ya se estaba formando como una de ellas. Estando adentro, como todas, empezó a someterse a estrictas normas, como levantarse a nadar en las madrugadas limeñas en una piscina de aguas heladas ‒ella y muchas de las monjas escasamente podían chapalear, pero no tenían más opción que aventarse‒ y a obedecer sin derecho a alzar la voz. “Recuerdo que una chica de El Carmen de Viboral se estaba ahogando y tuvieron que rescatarla”. Y el o con sus seres queridos era limitado: una llamada cada dos o tres semanas, siempre acompañadas de una compañera, que debía informarles a las superioras sobre los temas de conversación.

Se acostumbró fácilmente a ese estilo de vida, pues siempre fue una niña tranquila y disciplinada que soñaba con un esposo y unos hijos. Pero hoy, a sus 37 años y tras haber salido hace cinco de la comunidad, se reconoce como una mujer tremendamente insegura, perdida en un mundo que la aterra, sin vínculos emocionales con su padre y demás familiares. Un cáncer devorador se llevó a su madre. Cuando estaba enferma, le permitían ir a verla con cierta frecuencia ‒entre dos y cuatro horas al día‒, pues en ese entonces su familia y el convento quedaban en la misma ciudad. El abuelo y demás seres queridos no le hablaron durante un buen tiempo; le recriminaban por no estar más pendiente de la salud de su madre y por no ayudar a cuidarla durante su enfermedad.

“Se reía y no se salía de encima de mí. Fue horrible sentir sus pechos encima. Traté de pararme y nuevamente me cogió los brazos y empezó a saltar y se volvió a tirar encima de mí y hacía que se reía y que por eso no se podía parar”.

Sus únicos amigos, unos pocos, son de la infancia. Amigos de verdad que le han dado la mano de manera generosa a una de las suyas que un día, cuando salieron del colegio, se fue a perseguir su sueño de convertirse en monja y regresó siendo una total y lamentable desconocida.

Y claro que la humillaban, la gritaban y la maltrataban, pero lo que pasó en la habitación de Claudia Duque ‒y más adelante con la superiora general, la argentinoperuana Andrea García‒ no tiene perdón de Dios.

La antioqueña Claudia Duque dejó de ser su formadora. Decidió ser solo eso: una autoridad a la que había que obedecer y venerar. Nombró en su reemplazo a la peruana Carmen Reyes, que vivía al otro lado del mundo, en Filipinas, y quien durante largas conversaciones telefónicas escuchó los tormentos de la monjita, acompañados siempre de un llanto desbocado. Sentía que algo extraño pasaba con Claudia. Era una amistad rara. Y no sabía cómo expresarle lo que había vivido y que, en ese entonces, estaba lejos de considerarlo como un abuso. Y en lugar de abrazarla y solidarizarse con ella, le respondía con generalidades ‒seguro estás confundida, Dios te aclarará las cosas‒ en las que no le reconocía su sufrimiento como víctima. Y con sutil indiferencia guardó un profundo silencio que no deja de dolerle.

Intentaron seducirla

Claudia le dijo, y se lo repitió varias veces, que decidió dejar de ser su consejera porque quería que fueran mejores amigas: toda una extravagancia dentro de un convento donde la amistad estaba prohibida y más, con la reverencia de realeza que ostentaban las superioras. “Claudia empezó a darme regalos especiales: golosinas, colores que me dejaba en mi escritorio o notitas con mensajes especiales. Me mandaba mensajes de texto al celular de la comunidad y correos electrónicos con imágenes y mensajes especiales. Algo no común en las siervas, pues teníamos prohibido tener amistades muy cercanas ni intimistas”, sigue en su relato. Y lamenta haber tenido que hacer caso, como una mula de carga a la que le tapan los ojos para que siga hacia adelante y no pueda mirar hacia los lados. Pero era lo único que podía hacer, pues le enseñaron, a rejo, que a la autoridad se le obedece y se le honra.

“Al principio no lo vi mal porque se supone que debía confiar. Era mi autoridad. Y fue mi formadora, pero había algo que no me dejaba tranquila y que me producía ansiedad. Ahora que estoy fuera de la comunidad entiendo que ella me trataba como te trata un enamorado”, sigue. Cada vez que la quería en su habitación, encontraba una excusa. Por ejemplo, para cortarle el pelo. “Solo tú me puedes cortar el pelo, solo tú. Qué voy a hacer cuando te vayas, quién va a ser mi amiga”, recuerda que le decía. Se sentía invadida. “Le respondía, recordándole que había más hermanas, pero ella me decía que no, que yo era su amiga especial”. Esas situaciones se las comentaba a su consejera Carmen Reyes, a quien llamaba a cualquier hora del día o de la noche, no importaba la diferencia horaria entre Colombia y Filipinas. Sentía que esa relación no era saludable. Sentía que la del problema era ella, un pensamiento que normalmente tienen las personas abusadas.

“Carmen Reyes me respondía siempre: ‘no digas eso’, porque ella había vivido conmigo y sabía que yo no era conflictiva con las autoridades. Le lloraba, no sabía cómo explicarle que me sentía mal. Es más, no terminaba de darme cuenta porque pensar en un abuso sexual era inconcebible, menos de la autoridad. Y ella no hizo nada. Quiero pensar que ella no es cómplice y que tampoco se daba cuenta”.

Pero Claudia Duque no siempre la invitaba a su habitación. De hecho, la primera experiencia ocurrió en una sala de la casa. Recuerda que la cogió de los brazos y empezó a saltar. “Se tiró encima de mí en un mueble. Me sentía incómoda al sentir su cuerpo encima, pero no me atreví a decirle nada, solo hice el ademán de que no había pasado nada. Se reía y no se salía de encima de mí. Fue horrible sentir sus pechos encima. Traté de pararme y nuevamente me cogió los brazos y empezó a saltar y se volvió a tirar encima de mí y hacía que se reía y que por eso no se podía parar. Ahora que estoy afuera de la comunidad, me doy cuenta de que eso no pasa en la vida real: eso pasa en las películas románticas”.

Años más tarde, la misma escena se repitió. Pero Claudia Duque no estaba sola: la acompañaba la que fue la primera superiora general, la argentinoperuana Andrea García, que vivía en el centro de formación de la comunidad en Chosica, población ubicada a 18 kilómetros de Lima. Una santa a la que había que prenderle veladoras, la misma que la convenció de entrar a la congregación cuando era una adolescente que ayudaba al cura de la parroquia.

Andrea García ‒según su denuncia‒ estaba de visita en la casa de El Carmen de Viboral y se quedó a dormir con Claudia Duque. Una noche, Andrea empezó a llamarla. “Ayúdame, ayúdame, ven, Claudia me está molestando”. La misma escena se repitió: no quería entrar a esa habitación, temblaba de miedo, pero no tuvo otra opción que hacer caso. “Andrea estaba acostada con pijama y sin brasier y me jaló del brazo y me hizo sentar a la altura de su cadera. Puso mi cachete en su pecho y me abrazó, diciéndome: ‘tengo miedo, ayúdame, Claudia me está molestando’, mientras me apachurraba y se movía de un lado a otro, como cuando meces a un bebe. No me gustaba sentir su cuerpo, su parte íntima, y lo único que atiné a decir fue: ‘Claudia: ya no molestes a Andrea’ ”. Y aunque nuevamente entró en pánico y quiso escupirles que eran unas viejas ridículas de más de 40 años y que no entendía por qué la querían involucrar en esos juegos, se resignó, diciéndole una y otra vez a Claudia: “ya no molestes a Andrea” a ver si así la dejaban en paz.

Esta es la casa principal de las Siervas del Plan de Dios en Marinilla, Antioquia. Reporteros de EL TIEMPO estuvieron allí, pero no lograron que les dieran una entrevista.
Foto: Jaiver Nieto. EL TIEMPO

Le permitieron irse como a los 15 minutos. Salió del cuarto, confundida, sin asimilar lo que había pasado, y al poco tiempo bloqueó ese episodio de su cabeza. Así lo cuenta en su denuncia, que se sumaría a muchas más en las que afirmaron que ese era el modus operandi de Claudia Duque y Andrea García cuando estaban juntas: invitar a una de las religiosas a su habitación con la excusa de que la otra la estaba molestando, y ahí ‒afirman‒ aprovechaban para manosearlas y abusar sexualmente de ellas. Y hay testimonios de exreligiosas que señalan que, tras entrar a sus aposentos, era normal que Andrea García saliera desnuda de la ducha: toda una abominación. De hecho, se cree que las dos mujeres tenían una relación sentimental, pues siempre se mandaban regalos ‒Andrea vivía en Perú y Claudia, en Colombia‒ y en algunas oportunidades dormían juntas a la vista de todas. A la vista de Dios y de la santísima Virgen María.

Los comentarios sobre los casos de abuso empezaron a recorrer los pasillos de los conventos de las Siervas del Plan de Dios en América, Europa, Asia, Oceanía y África, en Antioquia. Y poco a poco, los sumisos corderitos empezaron a abandonar el redil, cansados de tanto maltrato, aunque faltaría mucho tiempo para que empezaran a reconocerse como víctimas. Eso lo cuenta Camila Bustamante, una periodista chilena que perteneció a esa comunidad, que viajó a Perú con el fin de colgarse los hábitos y que, un mes más tarde, fue initida. Le dijeron que Dios la tenía destinada para el matrimonio.

Tras convertirse en periodista, empezó a investigar sobre los casos de abuso en dicha congregación. Producto de cinco años de rigurosa investigación, publicó el libro Siervas, con testimonios de exreligiosas de distintos países y que incluye esta historia, ocurrida en territorio colombiano. La más grave de todas las conocidas hasta ahora, valga decirlo. Pero Camilia sabe que no es la única y que poco a poco se irán conociendo.

‘Amaba a las Siervas’

Mucho tiempo después de retirarse de la comunidad, la protagonista de esta historia seguía siendo amiga de sus superioras y consejeras. “Salí amando a Claudia, a Andrea, a todas. Tenía una muy buena relación con ellas”, ite, y lamenta.

Tuvieron que pasar varios años para que comprendiera que la habían abusado sexualmente. Ya fuera de la comunidad a la que perteneció durante 14 años, conoció a un joven que la invitó a salir. Se gustaron. Y ella, una mujer de más de 30 años que estaba acostumbrada a taparse los ojos cuando veía un beso en una película o a una pareja en la calle de la mano ‒esa era la orden en la comunidad cuando se enfrentaban con esas situaciones‒ le apostó a una relación amorosa.

El muchacho le regalaba chocolates, le escribía notas de amor y empezó a presionarla para que tuvieran intimidad. Y ella se negaba. Ya estaba bastante atormentada, intentando rehacer su vida después de tantos años de encierro, de maltratos y abusos, como para pensar en sexo. “Me decía que si no me acostaba con él, se iba a enfermar. Y yo entraba en crisis porque eso es lo que sucede en las Siervas: te manipulan la mente, te hacen sentir culpable por cosas que no has hecho. Hasta que me agredió sexualmente”, cuenta.
Un segundo
Dos segundos
Tres segundos
Cuatro segundos
Cinco segundos
Seis segundos
Siete segundos.
Una respiración profunda.
Se queda callada y no da más detalles sobre ese nuevo abuso sexual. Pero más allá de odiar a ese hombre, le agradece, pues se le abrieron los ojos y empezó a conectar esta situación con la que había vivido con Claudia y Andrea, y que había bloqueado de su mente. “Es que fue básicamente igual: Claudia me escribía cartas y me regalaba chocolates y dulces, intentando seducirme, y lo mismo hacía este chico. Y después me abusó sexualmente, como lo hicieron ellas”, dice al comentar que su psiquiatra le ha explicado que si no hubiera ocurrido ese episodio con ese hombre, el abuso que padeció por parte de sus superioras seguiría perdido en sus memorias.

Cuando ese hombre la agredió sexualmente, en el 2020, todavía era muy amiga de Andrea García. Y buscando consuelo, la ó. Hablaron a través de una videollamada en la que ella le dijo, entre risas: “Es que tú siempre has sido muy cuadriculada. Si tu novio quiere, pues experimenta. Yo estoy experimentando”, le respondió y descalificó compromisos sagrados para ella, como el celibato. “Me dijo que yo era muy pegada a la letra. Le colgué y fue como si se me cayera el velo de los ojos y recordé, por fin, que tenía al frente a una de las dos mujeres que abusaron de mí”. Y evoca que, en esas videollamadas, Andrea se echaba a la cama con una blusa escotada, con los botones desabrochados, mientras se movía sugestivamente. “Yo puedo ver a una amiga o a una chica con escote y eso es normal. Pero ella, que había sido mi formadora y la madre superiora, se movía de tal manera para que yo la mirara. Era raro e incómodo”.

Ha querido desistir, guardar silencio, enterrar tanto dolor. Echarle tierra. Pero entendió que su testimonio puede motivar a otras exsiervas a alzar la voz y que ponerle nombre a esa experiencia tan dolorosa la puede ayudar a sanar.

Comenzar de nuevo

Del Carmen de Viboral volvió a su ciudad de origen con una mano adelante y otra atrás: sin un peso, sin seguridad social y, por supuesto, sin haber cotizado a una pensión. Y como sentía que se estaba enloqueciendo tras las experiencias vividas, pasó por las manos de varios expertos y encontró a la psiquiatra que la ha venido acompañando en su proceso de recuperación mental y emocional. A ella le ha pagado con el apoyo económico de su familia y algunos amigos y con lo poco que se gana vendiendo productos por catálogo y para el hogar, entre otras cosas

Lamenta que al volver a ese mundo que le arrebataron, tuvo que conseguir trabajo como licenciada en filosofía y educación religiosa en un colegio, carrera que le permitieron estudiar aunque a ella no le gustaba. Al contrario, le decían que debía sentirse agradecida, pues a muy pocas monjas les permitían ir a la universidad. Esos estudios, valga decirlo, los pagó su familia.

Fue una decisión contraproducente, pues terminó echándole sal a la herida. “Tuve que retirarme de ese trabajo. Me era imposible enseñar sobre una religión en la que ya no creo, sobre una institución donde han ocurrido tantos crímenes. Porque mucho se ha hablado sobre los curas que violan niños, pero muy poco, o nada, de los abusos en las monjas. Creo que ha habido discriminación de género en el cubrimiento de esos temas por parte de los medios de comunicación”, se queja.

Pasaron algunos años y conoció a otro muchacho a través de una página de internet. Empezaron a salir, se enamoraron y hace más de un año viven juntos. “No es creyente. Es muy bueno. Pero no las quiere ni ver, como muchos novios o esposos de amigas que pasaron por las Siervas”, dice sobre ese buen hombre, quien le ha ayudado a romper muchas ideas y muchos prejuicios que, dice, la Iglesia le metió y que ha entendido que no son verdad. Por ejemplo, que convivir con su pareja sin haberse casado no es un pecado.

Tuvo que pensarlo mucho a la hora de dar esta entrevista. Y al día siguiente de la conversación, que duró varias horas, le escribió al autor de este reportaje pidiéndole que evitara volver a arla. Hablar sobre su pasado le generó una profunda crisis de ansiedad y estrés postraumático.

Ha querido desistir, guardar silencio, enterrar tanto dolor. Echarle tierra. Pero entendió que su testimonio puede motivar a otras exsiervas a alzar la voz y que ponerle nombre a esa experiencia tan dolorosa la puede ayudar a sanar. “Mi psiquiatra me habla de la necesidad de una indemnización. No quiero nada de ellas, pero me dice que no piense que es solo plata. Me insiste en que es lo mínimo que me merezco porque gasto mucho dinero en terapias y medicamentos, y que no se sabe cuánto tiempo más voy a estar así”.

También le recuerda que ese reclamo es necesario para que sienta, en su corazón, que por fin se hizo justicia. “Es como el caso de las indemnizaciones a los deudos del terrorismo: aunque ese dinero no les reviva al muerto, psicológicamente sienten que les reconocieron su dolor. Y eso es sanador”, sigue. ‒¿Qué espera de las Siervas?
‒Que itan su pecado de manera pública, que nos pidan perdón, que reconozcan que han tenido información y la han negado. Dicen que no sabían nada y eso no es verdad, pues toda esta información se las comuniqué desde el 2018.
‒¿Ha vuelto a misa?
‒No. Pero a veces me entra la culpa porque ya no voy. Un sacerdote amigo me ha recomendado que esté tranquila, que no vaya. Pero sigo pensando en que si me pasa algo malo es porque estoy lejos de Dios. Y luego entiendo que estoy mejor sin ir a misa. Me da mucha angustia. Entrar a una iglesia me hace revivir ese dolor del pasado‒.

Reconoce que ha recibido algunos recursos económicos por parte de las Siervas, pero realmente ha sido muy poco. Una cantidad irrisoria, para decirlo mejor. Y recuerda que un día le pidieron que firmara un documento en el que itía que estaba recibiendo una donación. Una amiga abogada le recomendó no hacerlo. “No es una donación, es lo mínimo que te pueden dar. Tú estás en un tratamiento por causa de ellas”, cuenta al recordar ese buen consejo.

El pasado mes de abril viajó a Colombia, puntualmente, al municipio antioqueño de Rionegro. Indignada, llegó al despacho de monseñor Fidel León Cadavid Marín, obispo en esa región, se paró en la entrada y, visiblemente ofuscada, exigió verlo. La secretaria le dijo que no estaba. Volvió varias veces y no logró que Cadavid León le diera la cara.

EL TIEMPO lo buscó, pidiendo una entrevista para hablar sobre este caso. Pero el obispo antioqueño delegó al sacerdote Gabriel Alonso Aristizábal ‒encargado del Despacho de Cultura del Cuidado‒ para que le respondiera a este diario. “Es necesario aclarar que, aunque esa comunidad ha hecho presencia en nuestra diócesis, pertenece al Arzobispado de Lima. Así que no es competencia nuestra hacer algún tipo de intervención”, expresó el padre Gabriel, y aclaró que había remitido la denuncia a la curia limeña.
‒¿Qué piensa sobre la respuesta de monseñor Cadavid?
‒Él siempre se escuda en que no era su responsabilidad e insiste en que las Siervas son de Perú y que por eso no tiene que responder. Como si los abusos que sufrí no hubieran ocurrido dentro de su diócesis.
‒¿Y cómo está su relación con Dios?

‒Es buena. Siento que lo utilizaron, se valieron de nuestra fe. Quiero creer todavía en Dios.‒