
Seis meses de la explosión de covid-19 en el Amazonas
El virus llegó hasta las entrañas de la selva para causar una mortalidad sin precedentes en un departamento que aún no termina de reponerse. EL TIEMPO reconstruye esta tragedia.
UNIDAD DE SALUD
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Un monumento a la pandemia se levanta en Leticia y está repleto de cuerpos sin vida. Nadie lo quiso. Nadie lo planeó. Son las bóvedas que tuvieron que construirse contra el reloj en el cementerio de la capital amazónica colombiana para alojar a los muertos de covid-19, que hace seis meses se contaban por decenas cada semana y que, a falta de un horno crematorio, descansarán allí para la eternidad.
El monumento es un edificio blanco, entre tumbas vetustas y la maleza del camposanto, que sobresale por sus casi 5 metros de alto, 18 de ancho y dos metros de profundidad. Tiene capacidad para 105 difuntos, distribuidos en cinco pisos y 21 columnas.
“Y seguramente nos vamos a quedar cortos”, dice John David Ordóñez sobre este lugar, que es la huella misma de la pandemia en esta región, una de las más impactadas del país. Ordóñez, quien es el sepulturero que, literalmente, se echó al hombro casi toda la mortalidad que causó el coronavirus, cuenta que hoy más de 70 cadáveres del covid-19 reposan en esta estructura. Padres, abuelos e hijos.
El resto de fallecidos está en tumbas que fueron exhumadas en el propio cementerio; hay algunos en Puerto Nariño –el segundo municipio de este departamento– y otros tantos alcanzaron a ser evacuados de la selva, pero murieron en Bogotá. El covid-19 causó 121 muertes de manera oficial en el Amazonas y otros 29 decesos están bajo sospecha, según estadísticas de mortalidad del Dane.

El médico Roberto de los Ángeles Sandoval Fontalvo intentaba coordinar el caos. Daba instrucciones con sus más de 180 centímetros de estatura, dirigía con sus manos gigantescas, se multiplicaba, pasaba de una cama a otra llevando esperanza, haciendo lo imposible por aquellas personas a las que les faltaba el aire un poco más cada segundo.
Roberto, el doctor Roberto, los atendía sin protección alguna. Quizás no se preocupaba lo suficiente por sí mismo en un ambiente en el que otras vidas estaban en riesgo. “Los primeros 30 pacientes los ventilé sin guantes, sin tapabocas, sin un gorro, sin una bata. Sentía impotencia porque la parte istrativa no me daba los elementos necesarios para atenderlos. Y me sentí solo y abandonado”, recuerda.
Roberto, el doctor Roberto, tiene apenas 26 años el principal de la región. Se rehúsa a decir su edad de entrada porque quizás teme sentirse muy joven para todo lo que tuvo que afrontar, aunque muchas de sus actitudes lo delatan: la precipitación al hablar, la expresividad de sus ojos y, esencialmente, ese rostro al que no le han pasado los años y la sonrisa que deja ver –con brackets incluidos– cuando se quita el tapabocas.
Es soledeño, del barrio Juan Domínguez Romero de este municipio del Atlántico, ubicado a 1.765 kilómetros. Aunque para aquel 7 de mayo llevaba menos de un año en Leticia, sostiene que volvería a exponerse como lo hizo porque lo educaron para servir, “porque lo prometí desde el comienzo y la medicina es lo único que me ha hecho feliz”. Saca pecho y abre aún más esos ojos cuando resalta que ninguna de las ocho pruebas que le hicieron dio positivo y atribuye ese milagro a su dios.
A partir de ese momento aumentó la frecuencia: dos, tres, cuatro, siete, diez pacientes graves cada día. “Mis jornadas eran imposibles. Trabajaba 24 horas diarias en turnos de 300 horas. Sin descansar. Dormía en el hospital. Vivía aquí. No había más médicos que pudieran estar al frente de la unidad, salvo mi persona y el médico internista”, relata.
“Muchas veces tuve que elegir quién vivía y quién moría, a quién asignar un ventilador y a quién no, analizando criterios clínicos y antecedentes. Eso me pasó al menos 10 veces porque no había capacidad. Era complejo decirle a la familia que no podía dársele soporte a su ser querido”, continúa.
–¿En qué condición llegaban los pacientes?
–La mayoría tenían comorbilidades como hipertensión, diabetes, enfermedades renales y hepáticas. Ingresaban por dificultad respiratoria abrupta.
–¿Cuántos pacientes murieron en este hospital por covid-19?
–Alrededor de 90 o 100.
–¿Cuántas vidas se hubiesen podido salvar con una unidad de cuidados intensivos?
–Con una UCI o al menos una unidad de cuidados intermedios como la que tenemos hoy se hubiesen podido salvar más del 80 por ciento.
–¿Cuántos de los que llegaron ese 7 de mayo fallecieron?
–Todos.
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Es claro que Leticia aún no se repone de la embestida del covid-19. Andar por sus calles es sentir el impacto económico en el casco urbano. Y cada habitante es una historia propia de la pandemia… un amigo, un tío, un conocido, Fulanito de tal y el señor de la esquina. O él mismo. El nuevo coronavirus se paseó a sus anchas en esta tierra cálida y amable. De hecho, al menos tres de cada cinco leticianos (59 por ciento) ya se infectaron con el Sars-CoV-2, según encontró el estudio de seroprevalencia realizado por el Instituto Nacional de Salud.
Lo que no está claro es cómo se coló. Muchos atribuyen su llegada a Brasil, donde el Amazonas de ese país sintió con igual rigor el virus. Difícilmente se sabrá porque en esta área las fronteras son políticas y al final Leticia, Tabatinga y Santa Rosa (Perú) son pueblos hermanos.
Y si se habla de país, lo que pasó en Leticia entre abril y junio puede verse como un abrebocas de los estragos que se siguen viendo a nivel nacional por cuenta de un primer pico que no termina de caer. La diferencia es que en esta región la ola arremetió de un solo golpe y no de a pocos.
Gori es un líder indígena de la comunidad muinane-bora, donde habitan 38 familias. Está situada en el llamado kilómetro 17 de la vía de pavimento y a casi dos horas caminando selva adentro, aunque, claro, el tiempo depende del caminante. Él lo hace más rápido y guía con paciencia al grupo de forasteros citadinos que lo bombardean con preguntas. Lo acompaña su hijo Jefferson Mauricio Negedeka Ruiz, un niño de 12 años tan intrépido para andar entre el monte como para identificar aves y animales. Asombra la tranquilidad que transmiten, tan lejana al ritmo de la urbe.
Gori trabaja con turismo y es reconocido por los premios que ha ganado como observador de aves. Y ahora con la pandemia y en un pueblo chico también es conocido por la tragedia que vivió su familia. La enfermedad en menos de 15 días se llevó a sus parientes, “tres de nuestros grandes sabedores”, afirma intentando dimensionar que la pérdida supera su persona y golpea el conocimiento ancestral.
“El nombre de ese virus nos asustó cuando lo escuchamos por primera vez. Mi papá decía que el mismo nombre nos podía matar. Oíamos que estaba lejos y él nos decía que aquí iba a llegar. En lengua (indígena) me decía que era algo que iba apretando despacito, que llegaba porque llegaba”, dice acerca de lo que se comentaba en esta comunidad antes de ver el virus cerca.
Gori no sabe con exactitud cómo el coronavirus se infiltró en sus tierras. Sospecha que los contagiaron varios conocidos que de buena fe fueron a llevarles mercados y ayudas en el momento más apremiante de la cuarentena nacional, cuando las carencias asfixiaban. “Todos tuvimos eso. Caía el uno, caía el otro, hasta que le tocó a mi papá, Aniceto Negedeka”, lamenta.
“Él nos decía que estuviéramos fuertes porque el virus no solamente nos podía afectar en lo físico, sino en lo psicológico. Sentía que la energía negativa nos iba a presionar y hasta el último momento quiso transmitirnos sus conocimientos”, detalla sobre la agonía de su padre, quien partió el 8 de junio a los 75 años.
Célimo Negedeka, hermano de Gori, se hizo cargo de los cuidados del hombre mayor en sus últimos días. “Yo tuve mucho contagio y la secuela que me dejó es que quedé sensible al humo y al calor. En la noche comienzo a sentir asfixia y el corazón me palpita fuertemente. Tengo muy delicados todavía los pulmones”, expresa.
En los siguientes días fallecieron la madre de Gori y su tío, quienes seguramente se infectaron cuando fueron a despedirse de don Aniceto. Fueron muertes repentinas que llenaron de impotencia a esta comunidad. El virus que veían en noticias ya se había llevado a tres.
Henry Negedeka, otro de los hermanos de Gori, le pide al equipo de este diario que se quite los tapabocas. Para ellos, este elemento, que es la viva imagen de la pandemia, es también el recuerdo de los que ya no están. “Para nosotros puede significar un impacto de todo lo que ha pasado en medio de este caos mundial que tenemos por el covid-19. En el caso nuestro nos ha generado temor en el interior de cada uno, inseguridad y desconfianza”, sostiene.

La señora falleció en su casa, según su registro de defunción, tal como ocurrió con una de cada cuatro muertes de la pandemia en esta región, si se tiene en cuenta información del Dane. Una proporción muy alta al detallar que en Colombia eso ocurre en uno de cada 20 fallecimientos.
Esta mujer abrió una racha de luto inédita en un departamento donde pocos mueren: el 30 de abril eran 17 los fallecidos por covid-19; 9 días después, 39; al finalizar mayo, 77; y se alcanzaron 100 en los primeros días de julio.



Antonio Mallama Riascos, enterrado el 23 de abril, es la primera tumba propia del covid-19 que se divisa en este lugar. Le siguen por fecha Luis Fidencio Murayari Amia, Liborio Sánchez Basto, José Josías Mendoza, Nelson Caldas Oliveira y Hugo Mosquera; de aquel fatídico jueves 7 de mayo en el Hospital San Rafael están Carmelita Vicharra, Raimundo Ferreira, Olinda Bautista y Máximo Vela; de junio están don Aniceto Negedeka, Gabriela Baos, Jazmín Piña, María Sofía Almeida Gaita y Alba Tamaní.

John David en principio es chocante. Parece el capataz de un terreno que nadie quisiera poseer. Ordena, corta las conversaciones. Pero una vez hay permiso oficial para hablar con él, se desborda en la cordialidad tan propia de los santandereanos. Y cuenta algo de su historia y de cómo resultó con el peso de los muertos a sus espaldas. Tiene 41 años y vive hace una década en el Amazonas. Confiesa que aceptó esta profesión justo en este momento de la historia más por necesidad que por voluntad con un “hay que llevar comida a la casa”.
John David, que no explica el origen de su acento paisa, tiene su oficina entre las tumbas. De una de ellas saca un cuaderno en el que ha anotado los nombres y otros datos de los fallecidos que ha recibido este año. Y en ese pasar de páginas va haciendo memoria. “Abril y mayo fue una cadena muy brava. De a 12 por semana, de a tres o cuatro por día. En un día llegaron nueve muertes por covid-19. Y siguen cayendo. No como antes, pero sí tres a la semana”.
Y si bien acepta sentir temor por el riesgo de infección que implica su trabajo, se muestra orgulloso: “Todos los muertos que ve acá han pasado por estas manitas. Vienen debidamente empacados desde la funeraria. Acá les damos debida sepultura, aunque es doloroso no dejar entrar a los familiares y verlos llorar a la distancia”.
Y a la vez guarda desconfianza. Es quien mejor puede saber que la pandemia no se ha acabado. A la zona covid-19, que es el mismo monumento, la llama los apartamentos y asume que no le van a alcanzar “porque cada día van cayendo personas”.
Cuenta que hubo tanto trabajo que incluso el celador de la funeraria tuvo que ser ascendido, que por sus manos pasaron igualmente todos los fallecidos en Leticia, que no había visto algo igual en 20 años trabajando con muertos y que uno de los peores días fue cuando tuvo que llegar hasta una comunidad indígena (la de Gori) con los trajes de bioprotección a retirar el cuerpo de un fallecido (don Aniceto) y cargarlo al hombro entre caminos enfangados.
El Amazonas tuvo que enfrentar una pandemia en unas condiciones sanitarias precarias, como en muchas partes del país. Sin UCI, sin un hospital de alto nivel y sin suficientes profesionales de la salud especializados para atender esta contingencia. Incluso sin horno crematorio.
A pesar de las advertencias y de algunos avances, la presión que causó el covid-19 fue tanta y tan rápida que sobre la marcha tuvo que adaptarse toda la infraestructura, empezando por las unidades de cuidados intermedios, que en la medida en que llegaron equipos como respiradores y monitores empezaron a trabajar como UCI y en parte atenuaron una demanda sin precedentes.
Con una curva pandémica acelerada que alcanzó su pico en un corto tiempo, el coronavirus dejó a su paso un número de enfermos nunca antes visto y, lamentablemente, una cifra de fallecidos que hoy permanece como la tasa de mortalidad más alta del país.
“Parecía un cataclismo que no iba a terminar nunca, y nos llegaban las imágenes de ciudades como Guayaquil o Manaos con los muertos en las calles y el pánico crecía. La pregunta no era si nos íbamos a infectar, sino cuándo, en una incertidumbre que se prolongó varios meses”, asevera el periodista Harrison Calderón.
Leticia y el Amazonas fueron entre abril y julio el mayor ejemplo de lo que era capaz el coronavirus, tal como afirma el alcalde de Leticia, José Huber Araujo Nieto, pues en poco tiempo cambió completamente la vida de muchas personas y la dinámica de una población.