Por momentos da la impresión de que mientras se debate sobre si existe o no presencia del Tren de Aragua en Bogotá, los tentáculos de esta organización siguen creciendo en la capital.
El trabajo periodístico de Jonathan Toro, publicado a comienzos de esta semana en este diario, deja pocas dudas respecto a la relación que existe entre varios y escabrosos crímenes recientes cometidos en la ciudad y los cabecillas de esta estructura del crimen transnacional.
Por fortuna, mientras avanza la discusión entre expertos, la Policía ha hecho la tarea. La operación San Martín permitió, a partir de un juicioso trabajo de inteligencia, conocer con bastante detalle el modus operandi de la banda y quiénes son sus cabecillas. Además de confirmar que el Tren está detrás de algunos de los asesinatos con descuartizamientos, en especial los ocurridos hace unos meses en un inmueble de Chapinero, se supo que a sus líderes no hace falta capturarlos, pues ya están tras las rejas. Se trata de alias Niño Guerrero, alias Osmer y alias Brayan, recluidos en las cárceles de Tocorón (Venezuela) –un verdadero hotel tipo resort cinco estrellas con toda clase de lujos y comodidades–, La Picota y el Bosque de Barranquilla, respectivamente.
Tal hallazgo paradójicamente confirma que si bien es necesario, no es suficiente con poner a buen recaudo los cabecillas de estas poderosas y sanguinarias organizaciones. Una vez más se evidencia la necesidad de aislar verdaderamente a los privados de la libertad y de contar con la colaboración eficaz de los gobiernos de los países del área. En cualquier caso, no se puede bajar la guardia.
El lado B de la globalización es este, el de los mercados ilegales que se integran en emporios transnacionales, lo que obliga a mantenerlos a raya con esfuerzos igualmente transnacionales. Aquí hay que atacar, como se viene haciendo, a los que están en las calles, pero también hay que ir a lo más alto de la pirámide y rastrear los capitales manchados con sangre.
EDITORIAL