Para los colombianos, desafortunadamente, hace años se volvió un lugar común escuchar de corrupción en la justicia.
La desconfianza de los ciudadanos en la Rama, expresada en la imagen negativa de las altas cortes por encima del 70 por ciento, según las encuestas de los últimos años, es un buen medidor de cómo el país se acostumbró a ver a dignatarios de la justicia envueltos en escándalos y mezquindades –el “chiquitaje”, que, en su reciente visita al país, el papa Francisco nos invitó a superar– que antes parecían reservados a de la clase política.
Pero, a pesar de todo eso, pocos colombianos podrían decir que no quedaron atónitos con los alcances de lo revelado en la audiencia que llevó a prisión al otrora poderoso expresidente de la Corte Suprema Francisco Javier Ricaurte.
Al peor estilo de las organizaciones criminales, según la juiciosa investigación adelantada por la Fiscalía de Néstor Humberto Martínez, el exmagistrado Ricaurte y su colega Leonidas Bustos encabezaron una organización criminal que entre el 2013 y el 2017 se especializó en “utilizar información privilegiada, manipular testigos para cambiar versiones, instrumentalizar a los medios de comunicación para restar credibilidad a testigos, desaparecer o alterar evidencias y obtener decisiones con apariencia de legalidad”. Todo esto, a cambio de millonarias sumas que, dice el ente investigador, también llegaron a manos de Gustavo Malo Fernández, actual magistrado de la Corte Suprema y quien se empeña en mantener una investidura que, según las pruebas en su contra que se acumulan día a día, no parece merecer. Una frase del fiscal del caso resume bien el expediente: “Nunca antes, a tan alto nivel, se habían prostituido la profesión de abogado y el ejercicio de la magistratura”. La desoladora afirmación no es, para nada, exagerada.
La bola de nieve que empezó a rodar al descubrirse la extorsión del exfiscal Luis Gustavo Moreno –hoy testigo de cargo contra sus antiguos padrinos– tiene a Bustos y a Ricaurte, los dos hombres más poderosos de la Rama Judicial en la última década, en la mira de la justicia. La misma que juraron defender en su condición de abogados y magistrados y, todo indica, terminó instrumentalizada en aras de sus pingües ambiciones.
Y hay mucho más: ya son cinco los procesos, empezando por el del confeso Musa Besaile, en los que hubo pagos o exigencias extorsivas para torcer procesos penales en manos de la Sala Penal de la Corte. Y esa lista va a seguir creciendo, de la mano del ‘ventilador’ que varios de los salpicados por el escándalo han prendido para obtener beneficios.
Lo que se ha conocido en este expediente, pues, indigna con razón a los colombianos. Pero esta desafortunada situación no puede dar pie a saltos al vacío como los propuestos desde varios sectores que pretenden, bajo la mampara del escándalo, poner en tela de juicio todas las actuaciones de la Corte Suprema, o los que llaman a una renuncia colectiva de las altas cortes y a la convocatoria de una constituyente.
Siendo esto así, es también inocultable que la reforma de la justicia es una necesidad inaplazable y que, de manera consensuada con la Rama Judicial y tras un acuerdo entre las fuerzas políticas, deberían darse pasos para avanzar de nuevo en esa vía.
El rápido avance del proceso en la Fiscalía contra Ricaurte, que fue posible porque al menos uno de los casos, el de Musa Besaile, ocurrió cuando ya no era magistrado, deja en claro que se necesita un mecanismo eficiente y transparente para juzgar a los magistrados en ejercicio y las actuaciones de los que ejercieron esas altas dignidades, y que a pesar de severos cuestionamientos en su contra siguen beneficiándose de la inoperancia de la Comisión de Investigación y Acusación de la Cámara.
Ese mecanismo se logró en el 2015 con la malhadada reforma del equilibrio de poderes, pero se hundió por la oposición de las altas cortes –liderada por el polémico Leonidas Bustos y el exfiscal Eduardo Montealegre–, que encontró eco en un cuestionado fallo de la Corte Constitucional. Esa mala experiencia, sin embargo, no tiene por qué repetirse. Menos ahora, cuando en los altos tribunales parece clara la conciencia de que se necesita un acto de contrición en esa materia, que en la práctica lo que hace es blindar de impunidad a los que deshonran la toga de la justicia.
La tarea es de todos. En el ínterin, la Comisión de Acusación debe volver a romper con su historia y, como sucedió en el caso del polémico Jorge Pretelt, actuar con rapidez para que, con semejantes evidencias, el proceso contra Bustos y el magistrado Gustavo Malo llegue a su escenario natural: la Sala Penal de la Corte. Como sea, la imagen que se necesita es la de que aún existe justicia y esta, en sus distintas instancias, busca volver por sus fueros. Que estos destapes tienen de positivo apurar la cura del mal.