La muerte de la cantante irlandesa Sinéad O’Connor, en estas semanas en las que se han ido talentos icónicos como el intérprete Tony Bennett, la actriz Jane Birkin o el comediante Paul Reubens, ha sido especialmente dura entre los artistas, los periodistas especializados y los aficionados a la música popular. Decenas de estrellas populares siguen haciendo homenajes reflexivos, devastados, en sus redes. El músico Bob Geldof la despidió comparándola con los mensajes de texto que ella le enviaba: “Algunos eran desesperados y otros eran extáticamente felices”, declaró. Morrisey, próximo a cantar en Colombia, lamentó que todos los que lloraron su muerte en público no hayan tenido el coraje de recibirla en vida.
¿Por qué la muerte de Sinéad O’Connor ha obligado a tantos artistas a emitir comunicados dolidos? Porque su vida dura, valiente, fue un pulso en vivo y en directo con las enfermedades mentales: la depresión, la bipolaridad, la agorafobia, el estrés postraumático, la fibromialgia. Pero, además, como insinuó Morrisey y repitieron numerosas voces de las redes, porque se ha vuelto frecuente encogerse de hombros ante el sufrimiento de ciertas cantantes llenas de espíritu –por estos días se han recordado los dramas evidentes de Tina Turner, Whitney Houston, Amy Winehouse, Janis Joplin– y luego declararse destrozado por la noticia de sus muertes solitarias.
O’Connor nació en Dublín (Irlanda) en diciembre de 1966. A los 24 años, cuando sacó su segundo álbum y su versión de la canción Nothing Compares 2 U fue número uno en el mundo entero, se convirtió en un ícono de finales de siglo. Su música siempre encontró un público. Su activismo vehemente contra el abuso infantil, el racismo y el maltrato a la mujer la hizo todavía más visible. Pero su vida llena de dolores –hace poco enfrentó el suicidio de uno de sus hijos– solo encontró el mismo reconocimiento en la noticia de su muerte.
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