La Cumbre Regional Antidrogas que tuvo lugar en Cali el fin de semana pasado, con la presencia del presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, fue el escenario para la presentación en sociedad de la política antidrogas del gobierno de Gustavo Petro. Coincidió el evento con la publicación del informe anual del sistema de monitoreo de cultivos ilícitos Simci de las Naciones Unidas, el cual arrojó una cifra récord de 230.000 hectáreas de coca en el territorio nacional. Un dato que debe encender todas las alarmas.
Esta cifra hace más urgente el reto de este Gobierno de darle al eterno problema del narcotráfico un tratamiento innovador, pero que no olvide las lecciones del pasado, efectivo, pues la situación es crítica en términos de proliferación de plantaciones y de la violencia que despliega el crimen organizado que prolifera en los enclaves cocaleros, y articulado con los países de la región, lo que incluye necesariamente a Estados Unidos, histórico aliado de Colombia en esta causa.
El documento presentado por el Ministerio de Justicia dibuja un panorama crudo pero real del impacto que tiene el narcotráfico en el tejido social, el ambiente y la economía, por solo mencionar tres. Deja claro que “el fenómeno de la coca en Colombia tiene dos características principales: está concentrado y es persistente”. Y, entre otros, muestra cómo el 49 % de los cultivos se ubica en zonas de manejo especial (comunidades negras, resguardos, parques y reservas forestales).
Cualquier estrategia no puede olvidar las lecciones del pasado y el aumento de cultivos de coca. Debe reconocer que la situación es crítica.
Después pasa a las propuestas. Se destaca por su abordaje integral, que incluye todas las aristas: producción, consumo, diversos actores que tienen que ver con el problema, capitales involucrados. Plantea una estrategia que combina la asfixia de los eslabones más altos de la cadena, los capitales del crimen organizado –tarea en la que nadie va a empezar de cero– y nuevas aproximaciones. Esto es, legalizar algunos usos hoy prohibidos de las sustancias ilícitas y así afectar las rentas de las mafias. Igualmente responde a la necesidad de que la presencia estatal en las zonas donde proliferan los cultivos no se limite a lo militar. Por último, toma el camino también recomendado por expertos, de la prevención, el tratamiento y la reducción de daños en lo que respecta a los consumidores.
Sobre el papel, estamos ante una hoja de ruta ambiciosa. Deberá ser llevada a la práctica en un contexto de auge de cultivos y de violencias asociadas al mercado de la coca que a diario padecen los civiles que viven en estas zonas sin presencia estatal y bajo el control de los armados. No se puede pasar por alto la complejidad de la política interna estadounidense, aliado primordial que, quiérase o no, hay que tener siempre presente. El Gobierno lo sabe, de ahí el viaje de la delegación encabezada por el ministro de Justicia, Néstor Osuna, esta semana a Washington. Y tampoco se pueden descuidar los riesgos sombríos del aumento sin control de los cultivos de coca. Hay que encararlos. Sería un error imperdonable olvidar lo que este fenómeno ha representado en la cadena de violencias del narcotráfico. Replantear es muy importante, pero a sabiendas de que la seguridad y el imperio de la ley son urgentes.
EDITORIAL