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Sobre las ciclorrutas

Crear infraestructura para la bici lleva a mejor sostenibilidad, pero toca hacerlo con legitimidad.

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Cambiar hábitos no es fácil. Menos cuando se trata del espacio público del que se goza, llámese plazoleta, vía, andén o parque. Intervenirlo puede ser la diferencia entre tener o no calidad de vida, reducir desigualdades o generar apropiación de la gente por su ciudad. Y la verdad es que cada vez hay menos espacio disponible para desarrollar programas de movilidad que acierten a la hora de mejorar la convivencia entre sus habitantes. Eso es lo que han pretendido desde sus inicios las ciclorrutas: convertirse en el motor que impulse una nueva concepción del hábitat urbano.
Bogotá ha hecho esa apuesta en grande, al punto de que su red de ciclorrutas supera los 500 kilómetros. Los últimos 100 –o un poco más– han corrido por cuenta de la actual istración, que encontró en la pandemia la excusa para acelerar la implementación de varias de ellas: la de la carrera 7.ª, la de la 9.ª, la de la calle 13, una más en el corredor de Suba y nuevos tramos en localidades como Teusaquillo, Fontibón y Engativá.
Y la ciudadanía ha respondido positivamente. De hecho, las encuestas de cultura ciudadana muestran que un 60 % de la población estaría dispuesta a utilizar la bicicleta como medio para sus desplazamientos en las actuales circunstancias. Siendo así, es obvio que se requiere la infraestructura necesaria no solo con nuevos bicicarriles, sino mejorando los existentes y garantizando su conectividad. Es lo que el secretario del ramo, Nicolás Estupiñán, denomina la “nueva movilidad”.
La solución no está solo en redistribuir a la fuerza el poco espacio público existente, también hay que empezar a crearlo.
Ahora bien, más y mejor infraestructura no tiene por qué reñir con la planeación. Qué duda cabe de que los tramos nuevos a los que aludimos fueron concebidos más como respuesta al covid-19 que al juicioso análisis de su efectividad. La propia alcaldesa Claudia López ha reconocido que en otras circunstancias, una ciclorruta en la 7.ª le habría tomado más tiempo y generado mayores obstáculos, empezando por los vecinos, los mismos que tampoco quisieron TransMilenio por la 7.ª.
Algo similar sucedió en la calle 13. Nadie duda de la necesidad de un bicicarril en ese sector, ¿pero así?, ¿en un corredor saturado y esencialmente para transporte de carga?, ¿con una ciclorruta que no está bien conectada? Bogotá adolece de falta de espacio público, y la solución no está solo en redistribuir a la fuerza el poco existente, sino en empezar a crearlo; para bicicletas, pero también para peatones y transporte público. La pandemia es una oportunidad para diseñarlo de la mejor manera posible.
De lo contrario, sus efectos pueden ser los no deseables. En la 7.ª difícilmente alguien se baja del carro para tomar la bici, pero sí se están bajando del bus, lo que ahonda la crisis del transporte público. Y en la 13, si bien se beneficia a muchos ciclistas, pierden los miles de ciudadanos que van en buses y busetas. En este corredor la velocidad bajó a la mitad.
El reto está no solo en seguir promoviendo la bici y las ciclorrutas, sino en procurar más espacio para el bienestar de todos. La adjudicación de la Cicloalameda del Medio Milenio es buen ejemplo de ello. La mala implementación, por el contrario, puede hacerle perder legitimidad a la ciclorruta y generar conflictos entre s de un mismo espacio.
EDITORIAL

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