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Luego de la tragedia

Las lluvias y fallas acumuladas en el uso del suelo confluyeron en lo vivido en la vía a La Calera.

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La cruda realidad de las consecuencias que traen los eventos extremos, resultado de la crisis climática, tocó a la capital de la república este puente festivo. Una serie de fuertes aguaceros que tuvieron lugar el sábado en la tarde generaron desbordamientos de quebradas y derrumbes de tierra en el sector montañoso de la localidad de Chapinero que limita con el municipio de La Calera. Se trata de los barrios San Luis, La Sureña y La Capilla. Las fuertes lluvias dejaron dos personas muertas, una desaparecida, 46 familias damnificadas y cuantiosos daños materiales.
Ante todo, hay que enviar un mensaje de solidaridad a las familias de Ángela Peñarete y Alejandro Rodríguez, las dos víctimas, y uno de apoyo a la de Javier Velilla, vigilante junto con Rodríguez de un conjunto residencial de la zona y de quien no se tenía información al escribirse estas líneas.
Ante la tragedia, procede también una reflexión sobre los factores que aquí confluyeron. Por un lado están las intensas precipitaciones con volúmenes de agua anormales a la luz de los registros históricos. Episodios que serán en adelante cada vez más frecuentes. Estas lluvias son consecuencia de la crisis climática, realidad cuyas causas comprometen a toda la humanidad. Lo que sí atañe a la esfera local es el grado de vulnerabilidad de las zonas que padecen estos eventos extremos. Y es aquí donde debe centrarse la discusión, pensando sobre todo en qué se puede hacer en clave de cumplimiento de las normas, mitigación y adaptación.
La nueva realidad climatológica obliga a revisar el uso del suelo y a que las normas ambientales se cumplan a rajatabla
Y para que la vulnerabilidad sea menor es fundamental una buena planeación urbana que tenga en cuenta los riesgos y las herramientas que la misma naturaleza ofrece para minimizarlos. En el borde nororiental de Bogotá se ha visto a lo largo de las décadas recientes un proceso de urbanización en el que familias en situación vulnerable que llegan a tierras –muchas veces controladas por inescrupulosos– para asentarse y luego acceder a títulos de propiedad y servicios públicos coinciden con proyectos urbanísticos de lujo varias veces cuestionados por la afectación ambiental que generan. Han sido varios los casos, incluso denunciados por este diario en su momento, de polémicos procesos de trámite de licencias ambientales ante la CAR. Todo esto ha llevado a una sensible pérdida de vegetación nativa en la zona, siendo más grave la que tiene lugar en las rondas de los afluentes. Es claro a estas alturas que aquí ya hay una afectación que en algunos aspectos es irreversible, por lo que no queda sino hacer lo que esté al alcance en materia de prevención, restauración de los ecosistemas y mitigación. Esto implica detener ya mismo cualquier urbanización sin los debidos permisos ambientales. También urge reubicar las viviendas construidas en zona de alto riesgo.
Tan necesaria como lo anterior es una revisión de las normas que rigen el uso del suelo en esta zona, tanto por parte de Bogotá como del municipio vecino de La Calera, a la luz de esta nueva realidad climatológica. Muchos sectores ya no pueden albergar viviendas. Esta revisión debe ir de la mano con un compromiso de la institucionalidad, incluida –y en especial– la ambiental, de cero corrupción. Más que un asunto moral, que también lo es, estamos ante una cuestión vital.
EDITORIAL

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