En octubre de 2017, cuando salieron a la luz las acusaciones de abuso sexual contra el productor de cine Harvey Weinstein, el ‘hashtag’ #MeToo o #YoTambién –basado en una frase creada en MySpace, hacia 2006, por la activista Tarana Burke– se convirtió en un movimiento incontenible para poner en evidencia la normalización del comportamiento misógino.
Fue la actriz Alyssa Milano quien, al conocer las agresiones de Weinstein, popularizó el numeral desde su cuenta de Twitter. “Si todas las mujeres que han sido acosadas o abusadas sexualmente escribieran ‘yo también’ como un estatus, la gente podría hacerse una idea de la magnitud del problema”, escribió.
Pronto, millones de mujeres, de todas las culturas y las suertes y las profesiones, contaron en las redes sus terribles experiencias. Quedaron expuestos siglos y siglos de violencia machista e impune. Fue claro que se estaba denunciando a los patriarcados por el hábito de subyugar a las ciudadanas, pero también, sobre todo, que se estaba haciendo un llamado al equilibrio y la igualdad entre hombres y mujeres que se espera de las democracias.
Y, a pesar del aumento de los feminicidios en los años de pandemia, y no obstante la sensación creciente de que ha bajado la marea, podría decirse que se convirtió en un verdadero fenómeno cultural en el mundo occidental: cuesta creer que, luego de las denuncias y las caídas del #YoTambién, un hombre se permita a sí mismo abusar de una mujer.
Se le ha criticado al movimiento la falta de verificación de ciertos testimonios que pueden hacer pagar a justos por pecadores. Se ha pedido, desde la intelectualidad, no permitir que en el empeño de reivindicación se confunda el deseo con la violencia.
Pero lo usual ha sido, en estos cinco años, un cambio profundo en la manera como son presentadas las mujeres desde los medios de comunicación, que las redujeron a misterioso objeto de deseo y las cosificaron, y una transformación en la forma como son tratadas en ámbitos laborales y académicos. Hay que celebrarlo.
EDITORIAL