No son muy frecuentes, por desgracia, las buenas noticias en el frente ambiental. De ahí la necesidad de destacar novedades positivas como la registrada a comienzos de esta semana, cuando se reveló la cifra de deforestación del país correspondiente al año pasado, la cual mostró una histórica reducción del 36 por ciento. Se pasó de 123.517 hectáreas taladas en 2022 a 79.256.
Es, sin duda, un logro notable del actual gobierno, que en la campaña enarboló fuertemente la bandera ambiental. Y entre 2021 y 2022 ya se había registrado también una disminución del 29,1 por ciento. Mejor noticia es que esta merma se concentra en una región crítica para Colombia y para todo el mundo: la Amazonia. En esta parte del país, donde está el bosque del que depende en buena medida que el impacto de la crisis climática sobre el planeta pueda mitigarse, la cantidad de hectáreas devastadas fue la menor de los últimos 23 años. Se pasó de 71.185 en el período anterior a 44.2274, lo que implica una reducción del 38 %. Esto significa, además, que entre 2021 y 2023 se configuró una reducción acumulada del 61 %.
Detrás de este suceso hay varios factores que deben mirarse con detenimiento. Por un lado, están aquellos que hacen parte de un abordaje del problema que le resta peso a lo policivo y militar –sin abandonarlo del todo– y se concentra en el trabajo con comunidades. Esa ha sido la apuesta del gobierno de Gustavo Petro. Se han logrado acuerdos sociales para el manejo del territorio con las comunidades, permitiendo la participación de quienes viven en estos lugares y derivan su sustento del aprovechamiento de estos territorios y sus recursos. Las cifras demuestran que es acertada esta manera de actuar frente a una tala indiscriminada que, entre otros, en caso de la Amazonia, amenaza seriamente con alterar –más– el ciclo de lluvias del país, causando graves sequías, peores que las ya vividas.
El enfoque de este gobierno ha dado resultados y hay que aplaudirlos: los pactos con las comunidades han permitido salvaguardar el bosque.
Pero hay otro aspecto también decisivo y que merece atención especial: el incluir lo ambiental en las agendas de diálogos con los grupos armados. Esta apuesta fue clave en el logro, toda vez que el año pasado agrupaciones como el llamado ‘Estado Mayor Central’ accedieron a detener la tala en los territorios en donde ejercen fuerte presencia y control. Esto es positivo siempre y cuando el Gobierno no ceda más de la cuenta y el objetivo de avanzar hacia la meta de cero deforestación neta para 2030 termine quedando a merced de estas organizaciones. Prueba de lo anterior es lo ocurrido en el primer semestre de este año, en el que los vaivenes de la ‘paz total’ hicieron que el Emc variara, para mal, su postura frente a los delitos ambientales en sus zonas y las alertas por deforestación se dispararan.
Es aquí donde surge la verdadera prueba de fuego para el Gobierno. Las noticias sobre restricciones impuestas por estos ilegales a los encargados de adelantar los pactos con las comunidades para conservar demuestran la necesidad de que esta nueva política vaya de la mano con un control territorial efectivo y permanente por parte del Estado y, sobre todo, independiente de lo que ocurra en las negociaciones. Detrás de la deforestación hay poderosas estructuras multicrimen. Para que esta buena noticia no sea un respiro pasajero, es a ellas a las que hay que apuntarles.