Esta semana se cumplieron dos años desde que la Alcaldía de Bogotá puso fin a la temible olla del ‘Bronx’. Razón tenía el alcalde Enrique Peñalosa cuando aseguraba que la falta de acción había convertido este lugar, más que en una zona de concentración de adictos a las drogas, en un antro en el que por muchos años lo que campeó fue el crimen organizado, mafias que convirtieron a personas atrapadas por el vicio en despojos humanos; que asesinaron y desaparecieron a decenas de seres; que prostituyeron y comercializaron con niñas y niños, y habían transformado estas calles en una marca deshonrosa para la ciudad, con fosas comunes incluidas.
Dos años después, aún se aprecian las cicatrices de semejante tragedia. Sus antiguos moradores –víctimas en realidad– consiguieron refugio en los planes asistenciales del Distrito. Por fortuna, muchos de ellos han podido, por ahora, escapar de ese recuerdo, de la calle y la adicción. No ha sido fácil, seguramente, pero ahí siguen. Varias personas y entidades les tendieron una mano, y eso ayudó bastante. Algunos hasta pudieron conocer al Papa en su periplo por Bogotá.
Otros abandonaron la causa y se refugiaron de nuevo en el asfalto. Expuestos a ser presa de los criminales que andan en búsqueda de nuevos ‘Bronx’ y nuevas víctimas. El rescate del lugar sigue, y el sueño de comerciantes y vecinos se mantiene. Quieren trabajar en paz, vivir tranquilos, ver prosperar sus negocios al lado de este emblemático lugar y evitar a toda costa que las mafias se vuelvan a instalar en él. Este año no ha habido homicidios y solo se han dado dos casos por hurto.
Pero la pesadilla solo pasará cuando la intervención anunciada por el Gobierno –de convertir el sector en un complejo para el arte y la innovación, para que allí florezca una industria naranja, con vivienda, espacios verdes y sedes istrativas– se haga realidad. Solo entonces se habrá pasado la página.