“Felicitaciones a @darcyquinnr porque logra el difícil balance entre la rapidez en la información y la responsabilidad de verificar hechos y fuentes. Ese es buen periodismo. Sin concesiones a nadie, sin miedo y sin caer en falsas noticias ni difamación por afán de titulares”, trinó la vicepresidenta Marta Lucía Ramírez, y su juicio de valor no solo suscitó burlas y reacciones indignadas, sino que le colgó un estigma a la periodista. Ser la favorita de un alto mando no parece un logro deseable en un ámbito profesional que se sostiene –al menos en teoría– sobre la independencia frente a cualquier tipo de poder.
El respeto por la autonomía periodística, que debería ser una norma incuestionable para la segunda autoridad del Gobierno, justamente porque los periodistas examinan asuntos públicos relacionados con su gestión (y, en el caso de Ramírez, también con otras gestiones familiares que han sido objeto de escrutinio), es suficiente para llevarla a abstenerse de expresar sus preferencias informativas. Guardadas las proporciones, está tan inhabilitada como un artista que felicita a un crítico de arte por comentar exposiciones donde hay obras suyas, pero con el agravante, en este caso, de que se trata de asuntos públicos que conciernen a los ciudadanos de todo el país. Sus indirectas sobre el manejo de las fuentes, “sin caer en falsas noticias ni difamación”, dejan flotando la pregunta sobre otros profesionales a quienes quizás ella no considere así de “buenos”. Y, para una democracia que está fundada en la libertad de prensa, este pronunciamiento no es la opinión personal de una ciudadana, sino una forma de censura.
Hubo también, y no sorprende, otras reacciones periodísticas que le hicieron eco a la felicitación vicepresidencial. “Las noticias como son”, respondió obsecuente Luis Carlos Vélez, el director de noticias de La FM. ¿Qué quiso decir con esa frase de cajón? ¿Acaso se contagió de la supuesta ingenuidad de Ramírez y cree –o quiere hacernos creer que cree– que las noticias simplemente “son como son”? ¿Ignora, acaso, que hay manos invisibles y grupos e intereses haciéndolas hablar y “ser” (o silenciándolas), y que el poder de elegir qué va en primera plana y qué no va, y cómo titular y cuáles son las fuentes confiables y las vetadas y las invisibles –y que “no existe” por no ser nombrado y no tener cabida–, es una “construcción” hecha, en mayor o menor grado, por sujetos o por grupos con distintos intereses y niveles de responsabilidad?
Precisamente, alrededor de esa reflexión sobre cómo se construyen las noticias (y sobre si hay que salir a interrogar la realidad, o simplemente esperar a que “lleguen”) hay preguntas de fondo acerca de la calidad del periodismo colombiano, pero se trata de un criterio de calidad bien diferente al expresado por Ramírez. Más allá de sus frases de Twitter, lo que debería ser objeto de examen riguroso es la relación entre la calidad del periodismo que se está permitiendo (o no) hacer en los medios del país y las presiones cada vez menos sutiles desde las altas esferas del poder político y económico.
La sucesión de notas y reportajes oficiales –o publirreportajes, para ser más sinceros–, por lo general suministrados por las oficinas de prensa de las dependencias del Gobierno, que dejan tan complacidos a los funcionarios, han alejado cada vez más a los ciudadanos de los informativos tradicionales, y ahí hay otra pregunta sobre a quiénes se debe el periodismo. Elegir hacia dónde dirigir los reflectores y desde dónde esperar las congratulaciones tiene que ver, en primer lugar, con el tipo de audiencia que se busca, pero en última instancia –y eso es lo grave– con la calidad de nuestra cada vez más frágil democracia.
YOLANDA REYES