A mitad de gobierno son usuales los cambios en el gabinete. La necesidad de dar un viraje o de inyectarle oxígeno al Ejecutivo puede justificar un relevo de ministros. Aun así, su impacto y relevancia no deben ser subestimados. La decisión del Presidente marcará el éxito o el fracaso de su istración, de su relación con el Congreso y de su legado.
En Colombia no siempre hubo ministros. Fue la Constitución de 1886 la que remplazó las secretarías presidenciales por las carteras como las conocemos actualmente. En ese momento solo había siete; hoy son 19. Su aumento en número no es fortuito. Los ministerios cumplen un rol fundamental más allá del direccionamiento de los programas y presupuestos a su cargo. Son la estampa política del Gobierno y de ellos depende la posibilidad de cumplir con su mandato. Son los jefes de la istración en sus respectivas dependencias y, en relación con el Congreso, los voceros del Ejecutivo.
En un estudio sobre el impacto de los gabinetes ministeriales y las reformas estructurales en Latinoamérica, David Altman y Rossana Castiglioni demostraron cómo estos contribuyen a concentrar o desconcentrar el poder. Pueden operar como plataformas para la ejecución de proyectos unilaterales que difícilmente logran avanzar en transformaciones sustanciales o, por el contrario, articular espacios de coalición que aporten consensos instrumentales al proyecto de gobierno y paralelamente contribuyan a diluir las responsabilidades políticas entre los diferentes partidos. Este último modelo se asocia al concepto que mejor describe a los denominados “estadistas”.
Maquiavelo tenía una lectura diferente frente a la función de los ministros del “príncipe”. Lejos de los tecnócratas o políticos abiertos a tender puentes, estos deben ser fieles al gobernante. Priman la lealtad y el indeclinable compromiso con el proyecto del príncipe. Sus alfiles están llamados a sobreponerse a los obstáculos de la burocracia y asumir los riesgos correspondientes para convertirse en eslabones necesarios dentro del monolítico proyecto político de su líder.
El dilema hoy se torna evidente. La decisión radica en escoger un camino de pluralidad y de consensos o, por el contrario, cerrar filas e imponer una postura rígida, ideologizada y poco propensa a la negociación. Más aún, se deberá optar entre la posibilidad de avanzar en reformas estructurales –únicamente posibles con el acopio de las mayorías– o decantarse por la narrativa “victimizante” y acusadora que busca culpables ante la incapacidad de materializar transformaciones de fondo.
El 7 de agosto se inicia el segundo tiempo del Gobierno. Para muchos significa el enorme reto de mantener un proyecto que tardó décadas en llegar al vértice del poder público. Para lograrlo, el Presidente deberá decidir si se convierte en un estadista que, a través de un gabinete técnico y representativo, sea capaz de impulsar una agenda progresista dispuesta a ceder ante su propio dogmatismo para demostrar con frutos tangibles que una istración de izquierda es viable, o si por el contrario preferirá afirmarse como “príncipe”. Si escoge esto último, su voz será incuestionable, pero así mismo, reducirá su poder de convocatoria tan solo a quienes hablen su idioma, alejando indefectiblemente las posibilidades de representar al constituyente primario. El gabinete será inane y quedará sometido a su exclusiva y caprichosa voluntad.
El Presidente, con su nuevo gabinete, demostrará si su talla es la de un estadista que sirva de bisagra para la transformación real de Colombia, o la de un efímero príncipe que usa el limitado tiempo a disposición para imponer, a cualquier precio y con escasos resultados, una omnímoda visión de Estado que por carecer de plausibilidad se agota a sí misma sin dejar huella de ningún legado para el futuro.
GABRIEL CIFUENTES GHIDINI