En los últimos años el discurso político en Colombia se viene construyendo a partir del negacionismo. Ya es hábito desafiar hechos y datos empíricos inconcusos que nadie podría negar sin arriesgar su completa descalificación mental y moral. Valiéndose de toda suerte de artificios, se busca sembrar dudas sobre lo que es manifiestamente verdadero o lo que es absolutamente falso. El designio es manipular y fidelizar la base electoral o una parte de esta cueste lo que cueste. Sin el contrapeso de una ciudadanía crítica y pluralista, que sea capaz de oponerse a la circulación desenfrenada y a la victoria de falsedades que erosionan la vida pública, la suerte de la democracia está en serio peligro.
Qué autoridad puede tener quien aspira a gobernar cuando niega, por ejemplo, la tragedia de los 'falsos positivos', o la espuria relación del paramilitarismo con los estamentos políticos y sociales. Qué autoridad puede tener un liderazgo político que agita la bandera del cambio cuando para llegar y mantenerse domicilia en el centro del poder a una persona como Benedetti, o que niega su responsabilidad ante la gravedad de la corrupción cuando esta se enquista en la istración.
En un abrir y cerrar de ojos se borran las fronteras de la ética, la moral y la verdad objetiva y pública, y se comprimen casi hasta el punto de su extinción. Fácilmente se les hace un esguince endulzando las bochornosas desviaciones como "decisiones pragmáticas", o apelando al turbio pasado de prácticas políticas semejantes como justificación de los propios yerros. El negacionismo, conveniente y acomodaticio, ayuda a justificar lo injustificable.
El negacionismo de ambos extremos no necesita sujetarse a un tribunal de verdad. Ambos compiten por aunar a su causa el mayor número posible de mercenarios políticos.
Lo llamativo es que esos extremos negacionistas que a diario pretenden anularse mutuamente comparten idéntica fisiología y modus operandi. Al colocarse en los dos extremos del espectro político se expanden en la medida en que generan la mayor crispación y polarización sobre un apreciable segmento del electorado que se matricula y termina capturado por las consignas negacionistas. Lo que resta ya es poco. El negacionismo de ambos extremos no necesita sujetarse a un tribunal de verdad. Ambos compiten por aunar a su causa el mayor número posible de mercenarios políticos que habitan en el Congreso o en las regiones y que se venden al mejor postor, garantizando el triunfo electoral y luego una apacible "gobernabilidad" mientras desangran el erario con su insaciable clientelismo. Ese uso indiscriminado de la politiquería, por supuesto, también es negado y cínicamente atribuido al otro.
Por fuera de los extremos y por debajo de los mercaderes de votos, ya no se encuentra el "centro", erróneamente entendido como la equidistancia entre los polos opuestos, o el adjetivo para describir por descarte a quien no hace parte de ellos. En ese centro se encuentran millones de ciudadanos hastiados de la política y huérfanos de liderazgo. Ahí caben también aquellos políticos que conciben la política como travesía ética y que todavía consideran que las formas son tan importantes como el fondo.
Habrá esperanza cuando la única polarización que exista, entonces, se dé, por un lado, entre esa ciudadanía insatisfecha, crítica, creativa, rebelde y genuinamente alternativa –tanto en su forma como en su fondo– y que apela al debate pluralista, a la concertación y a la no manipulación del electorado como punto de partida de un proyecto político que busque llevar la verdad al poder, y por el otro, los extremos negacionistas que apelan a la anulación del que piensa distinto para imponer su relato. Uno que se nutre de la deliberada desfiguración de la realidad. Esto supone defenestrar el negacionismo y el clientelismo juntos. Este es el verdadero tamaño de la esperanza.