“Yo venía envuelto con el manto de Iris, desde donde paga su tributo el caudaloso Orinoco al dios de las aguas. Había visitado las encantadas fuentes amazónicas y quise subir a la atalaya del universo. Busqué las huellas de La Condamine y de Humboldt; seguílas audaz, nada me detuvo; llegué a la región glacial; el éter sofocaba mi aliento. Ninguna planta humana había hollado la corona diamantina que puso la mano de la eternidad en las sienes excelsas del dominador de los Andes. (...) ¿y yo no podré trepar sobre los cabellos canosos del gigante de la tierra? Sí podré, y arrebatado por la violencia de un espíritu desconocido para mí, que me parecía divino, pasé sobre los pies de Humboldt empañando aún los cristales eternos que circuyen al Chimborazo. Llego como impulsado por el genio que me animaba y desfallezco al tocar con mi cabeza la copa del firmamento y con mis pies los umbrales del abismo. Un delirio febril embarga toda mi mente; me siento como encendido por un fuego extraño y superior. Era el Dios de Colombia que me poseía”.
Con este texto poético titulado ‘Mi delirio sobre el Chimborazo’, que muchos consideran apócrifo, Simón Bolívar se encumbró a sí mismo para la posteridad en 1822, apenas tres años después de su triunfo en Boyacá. Pero para coronar una cumbre hay que subir paso a paso (a pie o a caballo), como lo había hecho el Libertador en el páramo de Pisba, en los primeros días del mes de julio de 1819 con el ejército patriota. No volando en sueños: no hay evidencia alguna de que la cumbre del Chimborazo hubiera estado alguna vez a los pies del caraqueño, más allá de la latitud y longitud de su relato onírico.
Lo más importante a resaltar hoy de su significado, es lo inapropiada que resulta la pretensión de caminar siempre al frente de la sociedad después de bajarse del caballo de las campañas políticas
Una carta excepcional, dirigida al propio Bolívar el 15 de noviembre de 1825 por el presidente de la Corte Suprema de Justicia del Perú, Manuel Lorenzo de Vidaurre y Encalada, da fe de este delirio literario. En ella, el magistrado elogió el contenido de la última misiva que había recibido del Libertador, exaltando sus alegorías, su estilo y su entusiasmo, y sugiriéndole que estos se podían “agregar a los delirios del Chimborazo”. Y el estadista peruano fue más allá, como muchos de sus contemporáneos –y como muchos de los nuestros–, nutriendo la vanidad del gran hombre y exagerando su relevancia: “Dios quiso manifestar su poder en la formación de un hombre, y crió a V[uestra] E[xcelencia]”. De acuerdo con esta referencia epistolar adornada con el empalagoso comentario, el delirio de Bolívar sería auténtico.
Una vez aclarado este punto, la figura metafórica llama a una nueva interpretación del episodio en nuestros días: se puede proponer que los delirios de los gobernantes, usuales y tal vez necesarios en su ascenso, deben moderarse y tratarse con desconfianza cuando se tornan permanentes, como le sucedió a Bolívar en los años 20 del siglo XIX, y como le está sucediendo hoy a gobernantes y exgobernantes en Colombia. En efecto, lo más importante a resaltar hoy de su significado, en medio de las celebraciones del bicentenario de la gesta patriota, es lo inapropiada que resulta la pretensión de caminar siempre al frente de la sociedad después de bajarse del caballo de las campañas políticas. Un líder debe saber posicionarse debidamente en el anonimato que han aconsejado, de manera explícita e implícita, los pensadores más trascendentes de la cultura universal. Un buen ejemplo de esta actitud fue sintetizado por Leonard Cohen en una bella línea de su canción Teachers (1967): “Sígueme, dijo el hombre sabio, y caminó detrás”.
A la fecha, se han reportado varias copias manuscritas del texto primario de Bolívar sobre su delirio, entre las que se incluye un documento fechado en octubre 13 de 1822, hallado hace algunos años por el historiador Armando Martínez Garnica en la población de Málaga en el departamento de Santander. En este se puede leer otro aparte de interés que servirá de base al cierre de esta columna:
“Sobrecogido de un sagrado terror, ¿cómo ¡oh tiempo!, respondí, no ha de desvanecerse el mísero mortal que ha subido tan alto? Yo he pasado todos los hombres en fortuna porque me he elevado sobre la cabeza de todos. Yo domino el universo con mis plantas; toco al Eterno con mis manos; siento las prisiones infernales bullir bajo mis pasos; estoy mirando de una guiñada los rutilantes astros; los soles infinitos; he visto sin asombro el espacio que encierra la materia y en tu rostro leo la historia de lo pasado y los libros del destino. Observa, me dijo, aprende, conserva en tu mente lo que has visto; dibuja a los ojos de tus semejantes el cuadro del universo físico, del universo moral; no escondas los secretos que el cielo te ha revelado; di la verdad a los hombres… La fantasma desapareció”.
¿Cómo hacer para que regrese hoy “la fantasma” e induzca a nuestros gobernantes a moderarse en sus maneras, a expresar públicamente sus secretos y a decir la verdad para bajar su fiebre delirante?
Este raro texto bolivariano debería servir para promover a la vez una reflexión personal y una reflexión histórica colectiva, como la que lideran en esta columna bicentenaria los profesores Daniel Gutiérrez y Franz Hensel muy discretamente, caminando detrás.
Alberto Gómez Gutiérrez. Profesor titular del Instituto de Genética Humana de la Pontificia Universidad Javeriana.
*La columna bicentenaria es un proyecto colectivo coordinado por los profesores Daniel Gutiérrez (Universidad Externado) y Franz Hensel (Universidad del Rosario), en el que científicos sociales buscan dar perspectiva al bicentenario que se celebrará con motivo de la batalla de Boyacá y la creación de la República de Colombia.