Que vivimos días apocalípticos, como siempre, es innegable: guerras y pestes, autócratas que nos recuerdan o nos hacen añorar a Calígula y Nerón (no me resisto a citar aquí, una vez más, la frase lapidaria y reveladora de Louis Ferdinand Céline: “Felices los que fueron gobernados por el caballo de Calígula”), intrigas en el Vaticano, desastres ecológicos y financieros... Sí: estamos ya en una clásica película del fin de los tiempos.
Pero lo de esta semana en España y Portugal fue alucinante: a las 12:30 del lunes pasado, hora local, el mundo se apagó de golpe, como si todo se hubiera quedado en suspenso: los semáforos, los cajeros automáticos, los instrumentos médicos en los hospitales, los ascensores (por Dios, los ascensores), la vida entera mientras la gente se miraba desconcertada sin saber qué estaba pasando, hasta que las horas siguieron su curso y la luz nunca volvió.
Somos hijos de la electricidad (bueno, es un decir) y nos resulta muy difícil, casi imposible, yo creo, imaginarnos el mundo sin ella, por eso cuando ‘se va la luz’ el golpe psíquico es tan profundo, un regreso a la prehistoria, que hay una especie de conjuro mágico, al menos en Colombia, aunque valdría la pena averiguar cómo es en otras partes, que consiste en señalar lo evidente y decir a voz en cuello lo que todos están pensando: “¡Se fue la luz!”.
Si eso pasa de noche puede llegar a haber hasta gritos, y luego viene un sonido de verdadera compresión de la realidad, como si en serio el mundo fuera un motor que se apaga, se descarga y se ralentiza. Ahora hay plantas por todas partes y muy rápido empieza su rugido también, casi instantáneo, pero antes el silencio era absoluto y el ritual de buscar los fósforos y las velas, la lumbre, tenía un gran encanto, hasta que alguien gritaba: “¡Llegó la luz!”.
No quiero ni imaginarme lo que puede ser quedarse atrapado en un ascensor con unos desconocidos durante horas, porque además en el caso del apagón de España y Portugal fue un hecho masivo y desbordado, por eso los servicios de socorro ni siquiera pudieron reaccionar: muchos no lograron volver a sus casas y las estaciones de metro y de trenes se llenaron de inquilinos inesperados que tuvieron que pasar allí la noche entera con unas frazadas.
Aunque España tiene un resorte moral que quizás no tenga ningún otro pueblo de la Tierra, una reserva espiritual que a lo largo de la historia la ha salvado de sí misma y del desastre en sus más feroces e inquietantes versiones. Me refiero, por supuesto, a los bares, esa institución de la cultura allá como no hay otra, esa especie de diván colectivo que hizo que en ese país el psicoanálisis nunca arraigara de verdad.
Y es cierto: alguna vez, hace tantos años que ya nunca lo pude volver a encontrar, me leí una artículo extraordinario sobre el psicoanálisis en España en el que el autor señalaba la paradoja de que allí se habían traducido y leído muy rápido las obras de Freud, por ejemplo, pero en cambio la práctica psicoanalítica en todas sus vertientes y escuelas nunca tuvo el mismo éxito que en otros países y otros ámbitos.
La hipótesis era muy buena: la cultura del bar había librado a los españoles de cualquier otra terapia, porque el efecto al final era el mismo pero mucho más benéfico: un país de gente que entra a diario a su bar de toda la vida para hablar con Manolo, el barman, contarle sus problemas y sus cuitas, reírse a los gritos con tres desconocidos, tomarse dos cañas y comerse una tapa para luego salir de allí como si nada, un país así está a salvo de todo.
La prueba es un titular de ayer del ABC: “Atascos, supermercados llenos, tiendas cerradas y bares abiertos hasta fin de existencias...”.
Que se acabe el mundo pero que el bar siga abierto.
JUAN ESTEBAN CONTAÍN