El caso del hijo del presidente, Nicolás Petro, puede analizarse en el corto plazo. Sus efectos sobre el actual gobierno eventualmente podrían llegar a ser críticos si se comprueba que los recursos que recibió de personajes cuestionables están relacionados con la financiación de la campaña presidencial. No hay que ser muy suspicaz para preguntarse si los 15.000 millones de los que habló Benedetti están relacionados con el mismo origen de ese dinero.
No obstante, el caso también merece un análisis de largo plazo, más allá de la actual coyuntura política. Lo ocurrido son síntomas de una permanente tensión que existe en la política colombiana que tiene graves efectos en la calidad de la democracia.
Por un lado, está el hecho de que la corrupción no es un problema tan simple como que una gran cantidad de políticos y contratistas corruptos aprovechen el al poder para enriquecerse. El problema es más complejo: se ha llegado a un punto en que para poder participar en las elecciones con probabilidades de éxito es necesario recurrir al apoyo de una clase política muy comprometida con la corrupción y a la financiación de contratistas que aspiran a pasar la cuenta de cobro si el candidato es elegido.
En Colombia existe toda una economía basada en la distribución de los recursos del Estado a cambio de respaldo político.
Salvo algunos pocos líderes que logran romper los votos cautivos de las maquinarias, el resto de la clase política apela en menor o mayor grado a un sistema fundado en arreglos económicos con los recursos del Estado. En Colombia existe toda una economía basada en la distribución de los recursos del Estado a cambio de respaldo político y, a la vez, en la protección que políticos corruptos les venden a los organizadores de economías subterráneas (contratistas, lavadores, contrabandistas, narcotraficantes, evasores, etc.). La corrupción como práctica masiva es, en gran parte, una expresión de la defensa de esta economía paralela desde las instituciones del Estado.
Por otro lado, está el hecho que la justicia en muchas ocasiones se politiza, es selectiva para castigar o absolver. Prácticas que son de uso corriente en la política son investigadas y juzgadas por motivos políticos. Antes que hacer justicia, así en la mayoría de los casos se trate efectivamente de figuras involucradas en una práctica ilegal, lo que se busca es perjudicar a políticos, partidos o movimientos en sus aspiraciones al poder.
Ni la de Samper fue la única campaña en recibir dineros del narcotráfico, ni la de Zuluaga fue la única beneficiaria de Odebrecht ni Uribe fue el único que ofreció participación en cargos para incidir en las votaciones del Congreso, por solo poner tres de los ejemplos más conocidos de justicia selectiva. Es de sobra conocido que políticos de distintas vertientes, quienes en su momento los acusaron, estaban tan o más envueltos en prácticas similares. El propio Samper trina hoy lecciones de moral contra la corrupción como si el proceso 8.000 hubiera sido una fantasía.
La detención de Nicolás Petro contiene estos dos elementos. Los dineros por los que lo acusa la Fiscalía son típicos en la financiación de las campañas políticas, al tiempo que su detención, innecesaria según varios juristas y artículos de prensa, es más un acto político de la justicia en contra del gobierno Petro que una decisión basada en estricto derecho. Las pruebas en su contra son muy delicadas, pero el hijo del Presidente no pareciera ser un potencial prófugo.
¿En qué se afecta la calidad de la democracia? En que: 1) no existe la mínima conciencia entre la clase política y la dirigencia del país de atacar el problema de corrupción masiva que financia las campañas y tergiversa los resultados electorales, y 2) la incidencia en la Rama Judicial y en organismos de control, como la Contraloría y la Procuraduría, se convirtió en un arma potente para neutralizar a los rivales políticos.
GUSTAVO DUNCAN