En días pasados, el padre Francisco de Roux, junto con dos comisionados más, sostuvieron una conversación pública con Álvaro Uribe. El acto generó polémica y ácidas críticas. En medio de un burdo monólogo con algunos contrapunteos, no solo quedó en evidencia la falta de compromiso del expresidente con la institucionalidad de paz, también se ventiló la inconveniente propuesta de promover un marco amplio de amnistías generalizadas.
Resulta extraño que el mismo que se ha dedicado a criticar a ultranza los acuerdos de La Habana, acusándolos de promover impunidad, hoy esté sugiriendo la necesidad de que el Estado renuncie por completo a la persecución penal de los responsables de delitos atroces. Quedarían sin investigación y sanción hechos como las ejecuciones extrajudiciales, las desapariciones, el secuestro, el desplazamiento y el reclutamiento de niños y niñas, entre otras graves violaciones a los derechos humanos e infracciones graves al derecho internacional humanitario, los cuales, además, constituyen delitos internacionales. Una paradoja que difícilmente se puede explicar salvo que se comprenda que detrás se esconde una inmensa dosis de oportunismo político o, tal vez, un profundo miedo frente a los innegables avances de la justicia transicional.
Más allá de las razones que puedan motivar al exmandatario, a todas luces su propuesta es inconveniente social y políticamente, así como jurídicamente inviable. Para el caso de los delitos cometidos en el marco de las confrontaciones armadas, promover un borrón y cuenta nueva significaría desconocer el legítimo derecho que tienen las víctimas, al igual que la sociedad en su conjunto, de conocer la verdad sobre lo ocurrido. Es un exabrupto pretender sepultarla y negar la posibilidad de reconstruir una narrativa histórica y judicial que asuma con altura y responsabilidad los abusos del pasado y que, por esa misma vía, nos permita colectivamente avizorar un futuro sin repetir los horrores de una guerra de más de 60 años. Esa amnesia autoinducida no le favorece sino a los que más responsabilidad cargan y va en directo detrimento de quienes han soportado el mayor peso del conflicto armado.
Además de constituirse como una solución infame de cara a las víctimas y a la sociedad, la inconveniente propuesta es un imposible jurídico. Una fórmula parecida la habrían pactado regímenes como el de Augusto Pinochet o la junta militar de Videla. Ambos, a la postre, investigados justamente porque dichos acuerdos, que no buscaban nada más sino blindarlos jurídica y moralmente por las violaciones y abusos cometidos durante su gobierno, resultaban contrarios a la Constitución y al derecho internacional.
Algunos podrán decir que las amnistías han marcado nuestra historia republicana, o incluso que la normativa internacional no las prohíbe de tajo. Sin embargo, a estas alturas del siglo XXI, el margen de discreción del Estado colombiano para diseñar y poner en acto la amnistía general que se propone es absolutamente inexistente. Para las más graves atrocidades cometidas en el marco del conflicto, esa es una puerta clausurada definitivamente por la Constitución y el derecho internacional. Esas mismas fronteras legales quedaron consignadas en la Ley 1820 de 2016, la cual rige el actual modelo acotado de amnistías en Colombia.
Además de las limitaciones de tipo legal y constitucional, la jurisprudencia doméstica e internacional ha sido diáfana en establecer que las amnistías de punto final o en blanco son contrarias a los derechos de las víctimas. Decisiones emblemáticas, como la de El Mozote contra El Salvador de la Corte Interamericana, se suman a decisiones de trascendental importancia como las sentencias C-370 de 2006 o la C-579 de 2013 proferidas por la Corte Constitucional. Estas coinciden en negar de plano la legitimidad de medidas que desatiendan las obligaciones del Estado de investigar, juzgar y sancionar las graves violaciones a los derechos humanos y las graves infracciones al DIH.
Como si no bastara lo anterior, los riesgos a los que se exponen los supuestos beneficiarios de dichas amnistías son enormes. Dar un paso en la dirección que propone el expresidente Uribe significaría la segura activación de la competencia de la Corte Penal Internacional, que ya desde 2009 viene observando el desarrollo de los procesos e investigaciones relacionados con los delitos cometidos durante el conflicto. Esos cantos de sirena que buscan endulzar los más profundos sueños de impunidad de los responsables de atrocidades en nuestro país son, por el contrario, una soga al cuello.
Ya son muchos los intentos del sector político que lidera Uribe por hacer trizas la paz. Están incluso dispuestos a exponer la seguridad jurídica de los mismos a quienes defienden y, en este punto, sin vergüenza se disponen a promover un marco de completa impunidad, con tal de destruir un modelo que está dando resultados. Se carece de conciencia humanitaria cuando se invita a liquidar el pasado de crímenes de guerra y delitos de lesa humanidad apelando a una amnistía general como si se tratara de un episodio de impuestos no pagados. Se acaba por arrojar toneladas de sal sobre las heridas abiertas de millones de víctimas que esperan del Estado verdad, justicia y reparación por las atrocidades cometidas en su contra.
Ñapa: comparar la situación de Afganistán con la de Colombia es una triste muestra de ignorancia, simplismo y oportunismo.
GABRIEL CIFUENTES GHIDINI