Ante la insostenible escalada de inseguridad ciudadana, comerciantes y ciudadanos han comenzado a pedir la militarización de las ciudades. Esta semana, el ministro Diego Molano anunció que la policía militar apoyará las actividades de patrullaje en la capital. La solución genera todo tipo de polémicas.
Las imágenes que circulan por las redes sociales a diario son aterradoras. Atracos a mano armada a plena luz del día en restaurantes; pandillas de 10 motociclistas rodeando a un ciudadano para robarle su carro; ladrones disparando a quemarropa por un celular sin que medie resistencia alguna de la víctima. Es difícil encontrar a alguien que por estos días no haya padecido en carne propia la inseguridad ciudadana.
Ante el insuficiente pie de fuerza para controlar la oleada de crimen que padecen los bogotanos, Molano ordenó reforzar las labores de vigilancia con el apoyo de la policía militar. El objetivo sería incrementar los puntos de control de armas y recorrer las zonas más afectadas por la delincuencia. La medida, aplaudida por muchos, no debe ser entendida como una solución de largo plazo, y mucho menos suficiente o definitiva.
En este mismo espacio ya se había llamado la atención sobre la necesidad de implementar desde lo local una política de seguridad ciudadana integral y coordinada con el Gobierno Nacional. Además del aumento del pie de fuerza en la capital para suplir el histórico déficit de policías, urge que se realicen las inversiones necesarias en materia de justicia e investigación, así como la inclusión de nuevas tecnologías; por ejemplo, cámaras de reconocimiento biométrico y procedimientos predictivos mediante inteligencia artificial. A eso se le tiene que sumar una reforma de la Policía y la puesta en marcha de una sólida política social para generar condiciones que limiten la capacidad expansiva de la delincuencia.
Dado que ninguna de las anteriores propuestas genera los resultados inmediatos que clama una ciudadanía aterrorizada, la idea de militarizar las capitales resulta cada vez más atractiva. Sin embargo, es preciso tener en cuenta que diferentes estudios demuestran que la utilización de las fuerzas militares para garantizar la seguridad no es tan efectiva como se piensa.
El profesor de la Universidad de los Andes Michael Weintraub publicó recientemente en sus redes sociales el resultado de una investigación sobre los efectos de la colaboración del Ejército con la Alcaldía de Cali en 2019. En esa oportunidad, se implementaron pruebas aleatorias controladas para aislar el efecto causal de las patrullas militares y medir su impacto en el control del crimen. Se seleccionaron las comunas 18 y 20, consideradas por las autoridades como los puntos más calientes. Durante una semana, los militares patrullaron de manera intensiva durante las noches en las cuadras objeto de análisis. Posteriormente, se procedió a contrastar los resultados obtenidos en dichos segmentos con las otras manzanas que no tuvieron tales medidas de patrullaje.
El ejercicio arrojó una serie de conclusiones que deberían ser tenidas en cuenta. El crimen no desapareció. Se desplazó a las zonas que no estaban siendo patrulladas. Pero, adicionalmente, en las manzanas donde, en cambio, sí hubo presencia militar, el delito volvió y regresó con una mayor intensidad una vez se retiraron los del Ejército. En algunos casos, el patrullaje también conllevó un aumento en la violación de los derechos humanos. En términos generales, según el estudio, este tipo de medidas no son efectivas para combatir los fenómenos de inseguridad ciudadana y, por el contrario, pueden implicar costos muy altos para la ciudadanía. Estas conclusiones, que por lo demás son comunes en variados estudios, no son sino la confirmación de que militarizar las ciudades puede generar un alivio momentáneo en términos de percepción, pero que a la hora de la verdad no resuelve el problema de fondo.
Nos encontramos entonces ante una verdadera encrucijada. Por un lado, a la istración local y nacional se les agotan las respuestas para controlar la inseguridad ciudadana, así como se agota también la paciencia de la ciudadanía que exige poder salir a la calle sin miedo. Por el otro, medidas como la militarización, la prohibición del parrillero o, incluso, el toque de queda en algunas zonas, si bien no son efectivas y encarnan enormes costos sociales, están a portada de mano y podrían representar un respiro para las autoridades y los ciudadanos.
Cualquiera hubiera sido la solución adoptada, el sacrificio político es muy alto. Sin embargo, decretarle un paréntesis al Estado de derecho y abrirles la puerta a medidas de emergencia cuestionables bajo una óptica constitucional significa inevitablemente reconocer que ha primado el instinto de ceder lo que sea necesario para mitigar el miedo que produce la inseguridad. Y esa es justamente la moneda de cambio más peligrosa en una democracia. Por eso estas medidas no pueden ser sino transitorias y, por supuesto, en el horizonte de una robusta política de seguridad que tome en cuenta tanto los aspectos cuantitativos como cualitativos y que junto con los demás poderes del Estado sea idónea para hacer respetar los derechos fundamentales de la población.
Ñapa: es irónico que en medio de una crisis económica como la que vivimos, el presidente de la “austeridad” decida invertir recursos públicos en una moneda conmemorativa de bronce con borde de oro.
GABRIEL CIFUENTES GHIDINI