Tengo amigos que se niegan a creer, con razón, que todo pasa por algo y para algo. Pero yo, que sí lo creo, he estado buscándole el sentido a una estupenda entrevista –de finales de 1982– con la que me tropecé de tanto dar vueltas por las redes. El comandante del M-19 Jaime Bateman está sentado como un niño revolucionario, entre los pastizales, contestándole al popular reportero Juan Guillermo Ríos una serie de preguntas agudas, relevantes, cuerdas. Poco a poco, a regañadientes, Bateman va reconociendo que su organización vive de “retenciones”. “¿Cuál es la diferencia con el secuestro?”, le pregunta Ríos. “El secuestro es un delito común: nosotros no cometemos delitos comunes”, explica el fanatizado Bateman, “la retención es un impuesto que la oligarquía tiene que pagar a la fuerza por todo lo que le ha robado al pueblo”.
No creo que haya sido coincidencia que al día siguiente haya vuelto a ver ‘La soga’ de Alfred Hitchcock: “El bien y el mal fueron inventados por gentes corrientes”, explica el psicopático Brandon, luego de estrangular a un amigo por ser “un hombre inferior”, convencido de estar poniendo en práctica la teoría de que hay figuras y hay causas por encima de la moral, y entonces me parece increíble que a punta de troles, a punta de caudillos que ofrecían lo contrario, bolivarianos a estas alturas del fiasco, sigamos padeciendo la lógica del extremismo. Ha vuelto a ser común la doble moral del “revolucionario” entrecomillado, la deshonestidad intelectual del fundamentalismo: el fin justifica la posverdad y la lapidación. Tarde o temprano, si estamos estorbándole, si “toca”, alguien que nos conoce nos desconoce para aniquilarnos.
He escrito novelas enteras para agradecerles a mis papás y a sus amigos más cercanos esta educación que nos libró del fanatismo: escucharon la voz del cura Torres, notaron a tiempo cómo los extremismos de la época de la Violencia iban volviéndose los extremismos del Frente Nacional, protestaron por las penumbrosas elecciones de 1970, lidiaron las barbaries de los tiempos del Estatuto de Seguridad, mantuvieron la serenidad en las peores noches de la guerra de los narcos, y entregaron sus vidas a la revolución de los ciudadanos que se niegan a tomar partido por violencias; la revolución de los funcionarios que sirven a la justicia social; la revolución de los buenos padres, presentes, diarios, que son poco narrados, poco exhibidos en museos, y entonces, de paso, nos libraron de este fundamentalismo.
Ha vuelto a ser común la doble moral del “revolucionario” entrecomillado, la deshonestidad intelectual del fundamentalismo: el fin justifica la posverdad y la lapidación
Vi belleza, vi simbolismo, vi reivindicación, vi, sobre todo, vocación al cierre, en el piano de Teresita Gómez, el juramento de Francia Márquez y la aparición de la espada de Bolívar en la posesión del domingo 7 de agosto de 2022. Veintiocho meses después, enterado de que en la Casa de Nariño, o sea en la casa del verdadero prócer que tuvimos, se ha montado una exposición que banaliza los martirios de nuestro sanguinario siglo XX, he empezado a dudar de qué tanto conocen nuestra historia –qué tan en diagonal han leído nuestras guerras civiles y nuestros pactos de paz– los extraviados líderes de estos días. Qué capacidad para devaluarlo todo. Qué desdén por las víctimas de los héroes de unos cuantos. Qué oportunidad perdida para reconocer el valor de tantos colombianos justos, presentes, diarios.
Todo pasa por algo y para algo. Estamos viviendo estos días psicopáticos para desconocer menos, para dudar más, para pensarse dos veces lo que pensamos, para pasar de la diatriba de la desigualdad a la construcción de la equidad, para comprender por fin –desde la izquierda, el liberalismo, el centro, el conservadurismo y la derecha– que la historia de Colombia ha sido una larga e insuficiente lucha contra el fanatismo.
RICARDO SILVA ROMERO
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