Ahora que, por primera vez en tres décadas, nos gobierna una istración que busca aumentar agresivamente la participación del Estado en múltiples sectores –salud, educación, pensiones, comunicaciones, minería, energía, etc.– es urgente recordar que, en un país como el nuestro, quien plantea estatizar algo no está enfrentado a una tarea, sino a dos. Y esa duplicidad, que el estatizador usualmente ignora, implica que el proyecto es al menos el doble de grande de lo que este imagina. Lo cual explica por qué nuestro estatizador está abocado al fracaso.
La primera tarea es la obvia, la nominal: expandir el rol del Estado en alguna actividad que hoy está en manos privadas, total o parcialmente. Esto puede ocurrir en cualquiera de las áreas enumeradas arriba –salud, educación, etc.– u otras. Y no necesariamente el Estado tiene que ser el propietario de las entidades o activos implicados en esas actividades (las universidades, los hospitales, las ‘caterpillars’, etc.). Muchas veces basta con imponer tributos, normas laborales o camisas de fuerza regulatorias para controlar de facto el sector que se desea estatizar.
Pero solo un villano de cómic, un Guasón o un Lex Luthor, querría poner más funciones críticas para la sociedad en manos de un Estado tan corrupto e ineficiente como el nuestro. Solo alguien a quien le importe una higa el bienestar de sus conciudadanos querría aumentar las responsabilidades de este Estado sin una mejora concurrente de sus capacidades. No creo que ni nuestros gobernantes más cínicos tengan esa intención.
Ahí aparece, entonces, la segunda tarea, que el estatizador no ite ni reconoce, a pesar de ser más grande y compleja que la primera. Se trata, ni más ni menos, del aumento de la capacidad de ejecución del Estado y de la disminución de sus niveles de corrupción. Menuda cosa. Pero sin eso, la estatización no puede sino fracasar, pues sería entregarle aún más obligaciones a una institución ya sobrecargada, corrupta e ineficaz.
Solo un villano de cómic, un Guasón o un Lex Luthor, querría poner más funciones críticas para la sociedad en manos de un Estado tan corrupto e ineficiente como el nuestro
El estatizador, sin embargo, no menciona esa parte. Da por hecho que los problemas del Estado se solucionarán por arte de magia o que otros se encargarán de eso. Algunos, los buenistas, piensan que la institución del Estado tiende naturalmente hacia su perfeccionamiento, como si la realidad no diera ejemplos permanentes de que no suele ser así. Otros, los irresponsables, simplemente se lavan las manos de las consecuencias de sus actos. Cuando lleguen las consecuencias, ya ellos estarán en otro cargo público, alejados del desmadre al que contribuyeron. Tanto los unos como los otros se desentienden de la segunda tarea, la más indispensable y difícil.
Como un estafador que vende una casa atractiva, pero con los cimientos podridos, o que vende un carro cosméticamente aceptable, pero con el motor dañado, el estatizador muestra solo la parte bonita de su proyecto. La nación –dice–, ese ente magnánimo, se encargará de tal o cual cosa, de garantizar tal o cual derecho, por el bien de todos, por el bien del pueblo. Pero no menciona la parte sumergida del iceberg: que el Estado al que se le va a encargar esa tarea no tiene las cualidades morales ni ejecutivas para realizarla bien. Y como nuestro estatizador ni siquiera ite ese problema, mucho menos propone cómo solucionarlo. De eso que se encarguen otros. Por ejemplo, el incauto comprador.
Y cualquiera que se haya encartado con una casa ruinosa o un carro ‘limón’ sabe a lo que se enfrenta el dueño de un bien en esas condiciones: no hará sino gastar más dinero, contratar reparaciones, enfrentar pleitos y, finalmente, deglutir aspirinas para aguantarse los dolores de cabeza que le producirá su envenenada adquisición.
Esto es, siempre y cuando la estatización de la salud no nos deje sin aspirinas.
THIERRY WAYS