Le podemos llamar así por su expresión más reciente. Pero el síndrome podría recibir otros nombres. El de Chávez, por ejemplo; o el de Orbán. Por el momento retengamos el de Recep Tayyip Erdogan, quien ha gobernado Turquía por dos décadas, con posibilidades de ser reelegido nuevamente al pasar a segunda vuelta tras elecciones en días pasados.
Me refiero al fenómeno de quienes se apegan al poder hasta la eternidad, y Erdogan sirve apenas para ilustrarlo: primer ministro de Turquía entre 2003 y 2017, cuando orquestó el cambio de régimen parlamentario a presidencialista para ser entonces elegido presidente hasta nuestros días –con deseos de permanecer allí después de las elecciones del 28 de mayo.–
Orbán ha sido Primer Ministro en Hungría desde 2010 –reelegido en tres ocasiones–. Chávez presidió los destinos de Venezuela entre 1999 y 2013, y dejó como sucesor a Maduro, quien todavía reina en el país hermano.
Clasificar la naturaleza de estos regímenes es tarea ardua. Los cientistas sociales han desarrollado sofisticadas mediciones para identificar tipologías (regímenes “híbridos”: “semiautoritarios”, “semidemocráticos”, “autocracias electorales”).
Es claro que las dictaduras modernas se han caracterizado por la prolongada permanencia en el poder de sus mandones. La lista en Latinoamérica es larga. Registremos algunos de los más connotados: Rosas en Argentina (1829-52), Porfirio Díaz en México (1876-1910), Juan Vicente Gómez en Venezuela (1908-35), Rafael Trujillo en República Dominicana (1930-61), Augusto Pinochet en Chile (1973-90).
Sin embargo, sería un error creer que la permanencia prolongada en el poder es una característica de las dictaduras o de los regímenes “híbridos” –Erdogan, Chávez, Orbán–, típicamente ubicados en el mundo llamado “no Occidental”.
Es claro que las dictaduras modernas se han caracterizado por la prolongada permanencia en el poder de sus mandones.
El problema ha sido muy visible en las democracias europeas –piénsese en los gobiernos de Margaret Thatcher en el Reino Unido (1979-90), Felipe González en España (1982-96), Helmut Kohl en Alemania (1982-98)–. Macron aspira a estar al mando de Francia por diez años al final de su segundo período. La permanencia de Trump en el escenario norteamericano señala muy bien que el problema está presente en el paradigma de las democracias occidentales.
Ha sido así en casi toda su historia. Ignorado como tal por buena parte de los teóricos de la democracia. Como esta ha sido a veces examinada desde la perspectiva parlamentaria, y los parlamentos han sido considerados cuerpos donde reposa la soberanía popular, sus teóricos no han solido ver la reelección de los primeros ministros como un problema.
A ratos pareciera que la “reelección” es un rompezabezas exclusivo para la democracia en los sistemas presidencialistas. Algunos, además, no la ven como obstáculo. No lo vio así Juan Linz, quien en su famoso artículo sobre los peligros del presidencialismo vio un problema en la prohibición entonces de las reelecciones consecutivas.
Hoy debería ser claro que las reelecciones no son buena noticia para las democracias, y no lo son ciertamente cuando sirven para eternizar a ciertas figuras en el poder. Bien temprano en la república, el constitucionalismo latinoamericano fue bastante innovador al prohibir las reelecciones consecutivas –la Nueva Granada supo aprender de la experiencia bolivariana que desembocó en dictadura–.
La complacencia de las democracias “occidentales” se ha reflejado muy bien en la forma como la abordaron históricamente sus teóricos que la convirtieron en “modelo”. Hoy, cuando el modelo está en crisis, tendrían que revisar sus componentes, comenzando por aquellos tan elementales como la “reelección”, para prevenir más “síndromes de Erdogan”.
EDUARDO POSADA CARBÓ