Los nadaístas establecimos desde el principio una relación más o menos discreta con la literatura contemporánea de Venezuela, a través de un cuento con grillo de Edmundo Aray, del grupo de “El techo de la ballena”, que fue el nombre que adoptó allí la postura anárquica en las crisis de los años sesenta latinoamericanos.
Pero también nos tratamos con poetas más compuestos, como Juan Liscano, que a veces hacía comentar nuestros libros en su revista ‘Zona Franca’. Lamento mucho la pérdida del número donde el poeta ecuatoriano César Dávila Andrade celebra la aparición de mi primera colección de poemas, publicada a los veinte años con el patrocinio de Manuel Mejía Vallejo. Dávila vivió en Caracas largo tiempo. Era un hombre triste como deja ver su oscura poesía, y allá se pegó un tiro un dos de mayo.
Recuerdo que todos mencionaban a Rafael Cadenas con iración y afecto. No sé si estuvo una vez en Bogotá en los tiempos del Café de los Poetas de la carrera quinta. Cadenas era todavía comunista pero, como yo, estaba en el proceso de descubrir que el comunismo no es más que una secta atea, una religión sin misterios. Una noche en un homenaje que le hicimos en el Café al poeta Luis Vidales, preso entonces en las caballerizas de Usaquén, alguien dijo que Cadenas estaría presente. No sé si llegó.
Las relaciones literarias de Colombia y Venezuela son antiguas, desde cuando Vargas Tejada se ahogó en la frontera tratando de llegar a Caracas para evitar el fusilamiento merecido por su participación en la famosa conjura de septiembre contra Bolívar; Vargas Vila se exiló en San Cristóbal huyendo de Núñez al final del siglo XIX; y es posible que a Silva se le alborotara el antioqueño mientras trabajaba en el consulado de Caracas, precisamente, donde tuvo la idea de fundar en Bogotá una fábrica de baldosas a ver si la Atenas Suramericana superaba los pisos de tablas con esteras que la habían convertido en un fértil pulguero. La democracia se reducía entonces al derecho de todos a llevar sus piojos sin ser molestados. Y a rascarse las pulgas que fomentaban la igualdad de clases mezclando las sangres en sus vientres sin distinción de patrimonios.
Fernando González también se enamoró de Venezuela, por sus inclinaciones bolivarianas, y a la sombra bruja de un tirano en quien vio la esperanza de una manifestación auténticamente suramericana de la personalidad, oyó hablar de Blacamán cuando fue a escribir su perfil de Juan Vicente Gómez. El mismo Blacamán, un hipnotizador de gallinas, que García Márquez convirtió después en ‘alter ego’ en un cuento lleno de cinismo y verdad. García Márquez llamó a Caracas inolvidable.
Una vez en los años sesenta apareció en Bogotá un joven venezolano buscando a los nadaístas. Nos traía un libro de regalo, ‘El orgasmo de Dios’, que el mismo autor calificaba de caótico y salvaje. Andrés Boulton dijo que se llamaba. Y no habló más. Hasta una mañana cuando nos dijo que había perdido la memoria mientras practicaba un asana de cabeza. Y desapareció. Una vez en Caracas estuve preguntando por él, y el poeta Juan Calzadilla me dijo que Boulton había cambiado el vuelo de la poesía por la levitación mecánica en la empresa aérea de su familia y que era inconseguible.
Pero el poeta venezolano más raro que conocí, de oídas, fue Rafael José Muñoz. Más que un poeta parecía un maestro de artes marciales en plan de estrangular el lenguaje haciéndole traquear los huesos a la sintaxis y exprimiéndole la pulpa a la semántica. Entre los escritores de la vanguardia latinoamericana fue el primero que vomitó conejitos antes de Julio Cortázar. Si este no hizo una metáfora del hipo nada más.
El Premio Cervantes a Rafael Cadenas honra una generación desencantada. Si no nos vimos en Bogotá, y si fue una pérdida para ambos, no importa. Los dos sabemos que todo está perdido desde el día de nacer y que vivir es siempre un viaje de regreso por laberintos de espejos.
EDUARDO ESCOBAR