Tengo el inmenso honor de ser profesor invitado a dar una cátedra sobre paz en una importante universidad. Mis méritos académicos no son especialmente sobresalientes, pero entiendo el privilegio de que se me invite producto de haber estado en muchas guerras (Colombia, Nicaragua, El Salvador), pero sobre todo, en muchas paces, como la del M-19.
Justo antes del inicio de los diálogos con el Eln se me pidió de los estudiantes una opinión sobre lo que pensaba de la llamada Paz Total, y no se me ocurrió otra cosa que decir que era una apuesta audaz y arriesgadísima del gobierno de Gustavo Petro, pero que entendía que no había otro camino para poder dar cierre, por fin, al ciclo de violencias que en Colombia hemos llamado conflicto armado.
Pero anoté también que, en la medida en que ese esfuerzo involucra tantas y muy delicadas variables (a un mismo tiempo), toda esa tarea tenía tantas posibilidades de salir bien como muy mal, pero insistí argumentando que no había otro camino siendo que pese a tantos logros de paz antecedentes, el llamado posconflicto aun nos resulta esquivo. Y lancé una pregunta provocadora: ¿y entonces... que hemos estado haciendo mal?
Hay una frase que postula que “no hay nada peor que una guerra que una paz mal hecha”. Entiendo el punto, pero no concuerdo: aun la paz más precaria es mejor que cualquier guerra, pero convengamos con las justificadas preocupaciones sobre si una paz se establece de manera equivocada.
El lugar común de un plan B es retomar o profundizar la ofensiva militar, para lo cual se requieren una renovada voluntad política.
Me cuento entre quienes no han estado especialmente inquietos por la circunstancia de si esta inédita aspiración de construir la Paz Total no sale bien, es decir, digámoslo sin eufemismos, sale mal, incluso terriblemente mal, algo que objetivamente no es posible descartar, no obstante los buenos deseos, la voluntad política y que recién comienza.
Aun en los asuntos más banales, los seres humanos tenemos siempre una segunda opción, eso que de forma más sofisticada llamamos plan B. Preguntado por los estudiantes por este escenario, pensé en las opciones. Recuerdo ahora un momento decisivo de la guerra en El Salvador, cuando el FMLN decidió la llamada Ofensiva Final (finales de 1989). Claramente, el objetivo de esa última campaña militar era la toma del poder. A ese tipo de victoria invitábamos entusiastamente a todos nuestros combatientes, pero en otros niveles superiores ya se había considerado un plan alternativo, que no era otro que una negociación política de paz, si las cosas no salían bien, como efectivamente ocurrió.
En la coyuntura actual de Colombia, la decisión estratégica es a la inversa: una apuesta por el término de la violencia en una mezcla de esfuerzos políticos y jurídicos, por sobre la opción del uso legítimo de la fuerza.
Yo creo firmemente en el propósito de la paz total. Con todo y lo arriesgado de esta, va en la dirección correcta, entendiendo, por supuesto, que la paz no se puede lograr de cualquier manera ni a cualquier costo. Tampoco sirven la debilidad, ser ilusos o incluso ingenuos.
El comienzo de la negociación con el Eln ha sido auspicioso, no obstante tratarse de una paz difícil, pero no imposible. Pero esta es una de las dimensiones de la paz total, no obstante, quizás la más decisiva. Y aun suponiendo que esta salga bien, muchos otros de los esfuerzos puede que no, en cuyo caso surge de nuevo la pregunta: ¿qué sigue?
El lugar común de un plan B es retomar o profundizar la ofensiva militar, para lo cual se requieren una renovada voluntad política, capacidades plenas y apoyo público, pero esto no será suficiente...
DIEGO ARIAS TORRES