Al cumplirse cien días del regreso al poder de Donald Trump, el saldo no podría ser más negativo. Si se tratara de repasar en detalle lo que ha ocurrido en estas catorce semanas, tocaría hacer un inventario de los exabruptos, torpezas y abusos cometidos a la luz de un mal planteado y peor ejecutado plan de recuperación de la grandeza americana, pero no vale la pena.
Sin embargo, creo que sí es necesario analizar el daño que el siniestro Donald Trump le está infligiendo a la democracia, en una maniobra que ejecuta a plena luz del día, a la vista de todo el mundo y sin que nadie parezca capaz de impedir.
Lo que se ha visto en este nueva istración es la implantación de un régimen destructivo, que no se detiene ante nada ni ante nadie
Este es un tema que me venía dando vueltas en la cabeza, no solo desde el pasado 20 de enero, sino desde el mismo día que Trump derrotó a Kamala Harris, en un triunfo sin atenuantes, y en el que su partido, para colmo de males, recuperó también el control del Congreso. Y aunque la contundente –y no del todo entendible– victoria de los republicanos hacía presagiar la implementación de una agenda retrógrada en muchos aspectos, la cosa resultó mucho más radical y acelerada de lo que se podría esperar, pues lo que se ha visto en esta nueva istración es el establecimiento de un régimen destructivo y avasallador, con una agenda ultraconservadora, en un gobierno que no se detiene ante nada ni ante nadie, y para el que ni siquiera la Constitución es intocable.
Por eso, no es de extrañar que los desacatos a los fallos judiciales, los ultrajes a los jueces y los atropellos a la prensa –con insultos, descalificaciones y demandas de por medio– se hayan convertido en paisaje. Y si a esto le sumamos el desdén por el multilateralismo y la diplomacia, las provocaciones y amenazas a otros países, el autoritarismo, el negacionismo climático, el desprecio hacia todo lo que suene a derechos humanos, la injerencia en las universidades, la persecución de organizaciones e individuos catalogados como enemigos del gobierno y la proscripción de libertades, el panorama se vuelve poco menos que desolador.
De hecho, en una entrevista publicada en el diario polaco Gazeta Wyborcza, el antiguo editor de The Washington Post, Marty Baron, hace un preocupante diagnóstico de la situación. “La destrucción es fácil y rápida. La democracia, incluso en sus cimientos, ha demostrado ser más frágil de lo que pensábamos. Estamos presenciando un desmantelamiento, ladrillo por ladrillo. Y si no somos cuidadosos, el edificio desaparecerá”, dice el curtido periodista, antes de rematar con una sentencia contundente: “Hoy, nuestra democracia parece una zona de demolición”.
Antes de llegar a esta conclusión, Baron hace referencia a los factores que en el pasado contribuyeron a superar otras crisis; en concreto, al papel de la prensa y del Congreso en el escándalo de Watergate, que precipitó la renuncia de Richard Nixon en 1974. Según él, “los periodistas fueron clave para destapar la historia del espionaje ilegal, pero la destitución de Nixon fue obra del Congreso. Los legisladores hicieron su propia investigación. La verdad completa salió a la luz gracias al Congreso. Así que el problema no está tanto en la fortaleza del periodismo actual, sino en que el Congreso ya no quiere hacer su trabajo”. Y razón no le falta.
Así las cosas, con un Congreso en manos de los republicanos, plegado a los caprichos del presidente, la única carta que queda para salvaguardar la democracia es la Corte Suprema de Justicia, a pesar de que la mayoría de sus integrantes es de tendencia conservadora. Si esos magistrados no dan la talla, el famoso sistema de pesos y contrapesos habrá colapsado, y ahí sí, apaga y vámonos.
Sombrío balance, pues, en este primer corte de cuentas del presidente republicano. Y lo más grave de todo es que le quedan 1.360 días; si bien nos va...
VLADDO