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Estanislao Zuleta y su pacto con la dificultad

Nos queda su legado de sabiduría, de amor y de fe en el género humano y en el futuro de la sociedad.

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El concepto de democracia en Estanislao Zuleta incluía el conflicto y la hostilidad como factores a los que consideraba constitutivos del vínculo social. “La noción de una sociedad armónica es una contradicción en los términos”, expresó en una conferencia sobre la democracia. Estimó no solo falsa sino peligrosa la concepción de convivencia, sin riesgos ni conflictos.
Por ello advirtió que no existe una doctrina inmune contra el riesgo de caer en la interpretación particular que le señala al discurso propio la categoría misma de realidad y al de los demás la de simple ceguera o mentira. Y exaltó esa diversidad nietzscheana en donde alternan, en debate y análisis permanente, todas las formas de pensamiento.
Esa praxis democrática no es fácil de asumir. Exige madurez personal y colectiva, pues siempre nos movemos entre la idealización y el escepticismo, dos extremos que combatió por considerar que lo primero conduce a acoger cualquier solución por la comodidad de no pensar críticamente; y, lo segundo, a la indiferencia. Este fue el compromiso que adquirió en esa pieza, breve pero fundamental en su obra, que fue ‘El elogio de la dificultad’, pronunciada en la Universidad del Valle en 1979, a propósito del doctorado Honoris Causa que le confirió ese centro docente superior.
A ese pacto con la dificultad fue fiel toda su vida, desde que en 1948, a los trece años, abandonó la educación académica al mediar el bachillerato para correr el riesgo de autoeducarse, de buscar tempranamente su propio camino, de construirse una forma propia de pensar.
Quienes ven en su formación autodidacta una limitación –tal vez por una gratuita hostilidad hacia su magisterio– olvidan las mayores limitaciones de la academia (como ahora ha empezado a debatirse) y parecen ignorar que el camino del conocimiento tiene muchas bifurcaciones. Y que, en últimas, solo quien aprende por sí mismo realmente conoce y, por tanto, puede enseñar. Su discurrir como maestro de sí mismo es no solo respetable sino irable.
Pero esa atención fue capturada principalmente, y ya desde muy joven, por la realidad nacional y desde entonces se hizo evidente su preocupación por estudiarla y por contribuir activamente a transformarla. Esa preocupación explica su tránsito por el Partido Comunista, y su vocación de librepensador explica también la fugacidad de ese tránsito. Fruto de esas inquietudes es la fundación de la revista Estrategia, en 1959, en compañía de Mario Arrubla, y la creación del Partido de la Revolución Socialista –PRS–, que derivó posteriormente en la Organización Marxista Colombiana, atalaya desde la cual aspiraba a empujar una concepción nueva de la izquierda, más democrática y sin dogmas, mezcla de liberalismo kantiano y socialismo marxista.
Con la desaparición de Estrategia, desapareció también la organización que originó, y desde entonces Estanislao Zuleta se convirtió en un solitario agitador de ideas en diversos campos: antropología, sociología, pedagogía, filosofía, arte y literatura, y en el marxismo y el psicoanálisis todas estas disciplinas investigadas y trabajadas con una profunda y extensa concepción democrática, como firme vocación que animaba el cuerpo de su ideario.
Allí relaciona democracia con lógica, y democracia con tragedia. En ese punto es donde Zuleta se aparta de los tópicos tan recurridos en el discurso tradicional sobre democracia. Es tragedia porque comporta la angustia “de tener que decidir por sí mismos, ya que se puede entrar en conflicto al escoger entre dos cosas deseadas e incompatibles”.
La tragedia ocurre cuando uno está ante dos situaciones que considera válidas, pero que resultan contradictorias. También es modestia: aceptación de que no se posee toda la verdad y de que esta se busca en la confrontación con opiniones contrarias que refutan o enriquecen la nuestra. Esa acción democrática no es fácil de practicar, pues siempre existe la tentación del dogma, que nos releva del compromiso de pensar y decidir por nosotros mismos. Por eso su ejercicio exige maduración en los pueblos, pues implica riesgos. Para predicarla, afirma, es necesario reconocer sus dificultades.
Aunque algo escribió, no siempre lo hizo con la disciplina y la corrección estilística necesarias para dejar una obra escrita, hilada y con intención vertebral. Esa recopilación y ordenación es un trabajo por hacer, y seguramente lo harán quienes tuvieron la oportunidad de seguir de cerca el desarrollo de su pensamiento.
Es comprensible que un guaquero de la lectura y la reflexión, rodeado de una soledad de minotauro, antes que ponerse a escribir –esa actividad contra natura de que hablara Carlos Fuentes–, saliera como Arquímedes a convocar la audiencia en su eureka, para hacerla partícipe de los preciosos hallazgos de su mente. Tal vez por eso mismo aceptó las consejerías –de Paz y Derechos Humanos– que le ofrecieron los gobiernos de Betancur y de Barco. Era preciso contar con una audiencia que además tuviera poder de decisión para “construir un espacio social y legal en el cual los conflictos puedan manifestarse y desarrollarse sin que la oposición del otro conduzca a la eliminación del oponente”.
Su presencia física no está más con nosotros, pero nos queda su invaluable legado de sabiduría, de amor y de fe en el género humano y en el futuro de la sociedad como tal. Mientras tanto, tal vez en el bar de Dionisio, si es que ha encontrado contertulios, esté ahora en una hermosa noche sin inoportunos amaneceres, dedicado a predicar el pluralismo y a cuestionar la autocracia (o la existencia) de Dios. O recreándolo.
Alpher Rojas Carvajal

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