Igual que en la gastada metáfora que asimila ciertas características de dejadez de los centros urbanos de un país y su espacio público con la superficie lunar, las aceras de la capital colombiana presentan una deplorable situación de ruina y abandono por su histórico y, al tiempo, avanzado deterioro.
No se trata solo de su impacto visual negativo en la estética urbana, sino –también– del peligro que representa su estado físico colmado de cicatrices y troneras (chambas de aguas putrefactas empozadas) como causadas por los estragos de una guerra nuclear, cables eléctricos sueltos que asoman peligrosamente sus puntas chispeantes en cortocircuito permanente, tanto como su mensaje de decrepitud imparable, con los huecos que dejan los cacos de alcantarillas y tapas del acueducto en desmedro de la calidad de vida de los asociados. En especial para ancianos, niños y toda clase de personas en condición de discapacidad, por mínima que sea su lesión o invalidez.
No puede olvidarse que la mayor parte de ese deterioro físico y ese afeamiento estético han sido causados por las empresas de servicios públicos: Acueducto, Alcantarillado, Energía, teléfonos y el IDU, con la complicidad de constructores que dejan las sobras de mezclas endureciéndose sobre esos espacios.
Estudios de campo realizados por investigadores del prestigioso Instituto de estudios urbanos de la Universidad Nacional de Colombia señalan que al menos el 70 % de las aceras de las principales localidades del Distrito Capital (Chapinero, Suba, Usaquén, 20 de Julio y Kennedy –no se diga de los sectores marginales donde habitan los más pobres, el centro de la ciudad y los ejes viales aledaños–) se encuentran en progresivo y creciente deterioro y representan un peligro para la salud de la comunidad transeúnte. Esa estructura –una de las principales para garantizar la movilidad humana desmotorizada y la conectividad ecológica– esta hoy, puede afirmarse sin llegar a los extremos de la exageración hiperbólica, completamente desarticulada.
Se ha dicho en las últimas bienales de arquitectura urbana –consultadas por este columnista– en las que el análisis crítico y creativo sobre el paisaje y la estética urbana de las grandes capitales del hemisferio latinoamericano ocupa un principalísimo lugar, que el estado de los andenes o “aceras” de una ciudad, reflejan la situación social de su comunidad, la calidad istrativa y el interés sociopolítico de sus dirigentes por el hábitat comunitario.
El POT o plan de ordenamiento territorial es un instrumento de planificación participativa del territorio urbano diseñado para construir la hoja de ruta del desarrollo de las ciudades y determinar cuáles proyectos estructurales deberán ser diseñados para lograr su transformación y mejorar la calidad de vida de sus asociados, a través del uso social del espacio público y el uso racional del suelo, plataforma dispuesta desde la teoría para ‘liberar’ una suerte de atractiva mezcla entre estética, libertad, arte y cultura.
En tal sentido, el nuevo POT deberá ser constituido y concertado colectivamente con procesos de participación incidente; producto de un proceso de construcción de ciudad pensado para asegurar la estabilidad, el bienestar, la seguridad y la calidad de vida de todos, de forma que esté en capacidad de definir acciones para garantizar la conectividad ecológica, la adaptación al cambio climático, así como para atender las necesidades de reducción de suelos de expansión urbana. En Bogotá reverdece POT 2021, se reforma y define como conjunto de elementos bióticos que dan sustento a los procesos ecológicos esenciales.
No en vano el primer objetivo de ese instrumento advierte la necesidad de proteger la estructura ecológica principal y los paisajes bogotanos para generar las condiciones de una relación más armoniosa y sostenible de la ciudad con su entorno.
El cumplimiento de estos objetivos y políticas –claro está– va necesariamente ligado a la fortaleza de otros componentes territoriales y de eficaces instrumentos de gestión para asegurar su concreción y su viabilidad práctica, empezando por la reconstrucción de los andenes, lo cual deberá ocurrir por cuenta de los causantes del deterioro y no de los propietarios del inmueble, como intenta imponerlo una nueva norma del POT.
ALPHER ROJAS CARVAJAL