Que la Ley 30 de 1995 haya sido y sea excelente instrumento para la educación superior en Colombia lo muestran sus alcances y sus logros: la fisonomía de la universidad pública y también de la privada, la autonomía universitaria y tanto académica como financiera, la libertad de los programas académicos y el supremo control y vigilancia, el nivel de aptitud de las personas y tanto de estudiantes como de profesores.
A partir de tales antecedentes, la reforma educativa es aquello que la palabra indica: conservación de la forma sustantiva de la ley y reforzamientos y reajustes exigidos por los nuevos tiempos, reclamos y propósitos para nuevos y mejores resultados: la oferta académica no limitada a las supuestas “personas aptas” sino como derecho fundamental ciudadano a la educación superior, el consiguiente financiamiento oficial en las universidades estatales, el aseguramiento del bienestar estudiantil, el sitial universitario para las carreras técnicas y tecnológicas, el cubrimiento universitario en las regiones.
Encontrar siempre nuevos caminos, metas y estrategias corresponde con la tradición educativa y con las nuevas exigencias y responsabilidades. Solo que reformar la ley quizás no basta, es necesario innovar no solo porque lo reclamen los nuevos tiempos y generaciones, sino porque se es consciente de que hacer siempre lo mismo produce siempre los mismos resultados y que educar para transformar exige, entonces, cambios sustantivos que se nombran con el inspirador y decisivo término innovar.
Innovar nuestras formas asociativas de directivos, profesores, istrativos y estudiantes para transformar nuestros planteles en cuna de nuestra democracia social. Innovar nuestras formas laborales para transformar la justicia distributiva. Innovar en escuelas, colegios y universidades los desequilibrados balances de ingresos y egresos para trasformar la siniestra práctica de la educación como negocio. Innovar los horarios escolares y de clases magistrales para transformar la libertad de ser, de vivir, de pensar y de actuar. Innovar las aulas para transformar el movimiento, la participación y la interacción. Innovar la tecnología, amiga y compañera, para trasformar la apasionante tarea de hacer nuestro el saber, la ciencia y la técnica misma. Innovar los currículos para transformar nuestra débil manera de acercarnos a la realidad multiforme y al pensamiento complejo. Innovar los principios internos sobre los que descansa la educación misma para hacer de ella instrumental de grandeza humana intelectual, moral, cívica, amorosa, trascendente, a la medida de la vocación humana personal y social. Innovar la educación para transformar la patria.
Reformar la ley quizás no basta, es necesario innovar no solo porque lo reclamen los nuevos tiempos, sino porque se es consciente de que hacer siempre lo mismo produce siempre los mismos resultados
Todo ello se nombra y se cobija en el propósito de reformar la ley en el Capitolio y de innovar la práctica educativa en la Academia de las Ciencias, como la llamó Platón; en la Escuela, como la llamaron los medievales por la convergencia de las preguntas y de las respuestas; en el Colegio, que es convergencia amiga de alumnos y de profesores; en la Universidad, como llamamos todos a la casa de la ciencia y al templo de la sabiduría. En esos espacios amados se aprende a ser y a pensar, a investigar y a trasformar, a decir y a hacer; a convivir en igualdad y diferencia; a cultivar las técnicas de última generación y el trabajo artesanal de generaciones ancestrales; a posibilitar el presente y a entrever las orillas de nuestro destino creído, esperado y amado.
El futuro de la educación reformada e innovada pasa por los siete saberes indispensables para la educación del futuro, en el diseño amigo de Edgar Morin. Pasa también por el trazado lúcido del papa Francisco ‘Pacto educativo global’, que convoca a unir esfuerzos para realizar una transformación cultural profunda, integral y de largo plazo a través de la educación: “La educación es siempre un acto de esperanza que, desde el presente, mira al futuro”.
ALBERTO PARRA, S. J.