Lo que más me llama la atención de los animales hoy es la forma en que miran. Te fijas bien en sus ojos y no te cabe duda de que tienen sentimientos y que, como dice una frase muy común, solo les falta hablar. Y suena obvio, casi tonto, pero es que yo solo lo noté hace pocos años porque antes era incapaz de mirar directamente a cualquiera, fuera humano o no.
Y no me refiero solo a las mascotas domésticas, que hasta los más rurales y salvajes expresan lo que sienten. El otro día vi un video de un tipo que da conciertos de piano para a elefantes en medio de la selva, y fue conmovedor verlos, quietos y atentos, reaccionar a la música moviendo la trompa, e incluso usarla para ‘abrazarse’ entre ellos. Al mismo tiempo, resulta sorprendente ver cómo se comportan las vacas cuando las liberan, parecen perros. Saltan, juegan y se echan al lado de un humano para que las consienta. Siglos viendo a unos y otras como proveedores de marfil, carne y leche que nos olvidamos que estaban tan vivos como nosotros.
El asunto es que estamos pasando de un extremo al otro, que es lo que solemos hacer los humanos, o unos salvajes o unos pendejos. Hablo concretamente de cómo estamos tratando a los perros y gatos, y no me refiero a situaciones excepcionales como que haya gente que los tatúa, los maquilla, los vuelve veganos o los alquila en la modalidad de leasing como si fueran un carro, sino al diario convivir con ellos.
No dudo que los dueños quieran mucho a sus mascotas, pero también es una forma de ejercer el amor de la forma en que más acostumbrados estamos: una relación desigual y sin oposición donde hay un dominador y un subordinado. Por eso queremos cada vez más a los animales y menos a las personas; porque con una persona no sabemos a qué atenernos, mientras que a un animal todavía podemos decirle qué hacer y cuándo hacerlo sin que él pueda protestar mucho.
No dudo que los dueños quieran mucho a sus mascotas, pero también es una forma de ejercer el amor de la forma en que más acostumbrados estamos: una relación desigual
No es ni de cerca una relación entre iguales, por mucho que nos esforcemos en hacerla parecer como tal. Y nunca falta el que dice que en realidad el animal es el que manda y que el dueño es el sirviente, afirmación tan mentirosa como condescendiente, similar al hombre que en tono jocoso afirma que la que manda en la casa es la mujer.
A nuestras mascotas las vestimos, les celebramos el cumpleaños con gorro y torta y les ponemos esos disfraces que de frente no parecen seres de cuatro patas sino de dos piernas y dos brazos, chistoso y perturbador al mismo tiempo.
Algunos dueños van más allá de tratarlos como un miembro de la familia y les dicen ‘hijo’, o peor, ‘perrhijo’, cuando un hijo tiene una gran ventaja: un día se volverá independiente y tomará sus propias decisiones; una mascota, en cambio, es un dependiente eterno. Esa humanización es como rara, por no decir enfermiza. Hay quien tiene la idea de que deberíamos darles nuestro apellido y sacarles cédula, al tiempo que hay dueños que se indignan si uno las toca sin su permiso, pero ¿cómo no acariciar un perro que se nos acerca en la calle, si son adorables?
Es que hasta a los gatos, reconocidos por ir muy a su bola, los estamos volviendo cada vez más dependientes, matándoles la esencia y convirtiéndolos en lo que nosotros queramos que sean.
Solemos derretirnos de amor cuando vemos la noticia de que un perro no se movió durante días de la tumba de su dueño, y sí, es desgarrador, pero eso no es amor, es codependencia malsana e, igual, nos encanta. Tanto que decimos que los animales son seres superiores y estamos haciendo todo lo posible por humanizarlos. Desde siempre, las personas creando deidades y sometiendo animales para celebrar nuestra supuesta grandeza. Cada vez los maltratamos menos, pero los estamos volviendo unos idiotas. Lo dicho, idénticos a nosotros.
ADOLFO ZABLEH DURÁN