Entre imponentes bosques de pinos, el camino hacia el Lago Baikal en el sur de Siberia serpentea entre cementerios donde brillantes flores de plástico marcan las tumbas de rusos muertos en Ucrania. Lejos del paraíso Potemkin de Moscú, la guerra siempre está visible.
En la orilla este del lago, Yulia Rolikova, de 35 años, opera una posada. Ella está a unos 5 mil 600 kilómetros del frente, pero la guerra resuena en su familia. “Mi ex esposo quería ir a pelear —afirmó que era su deber”, dijo. “Le dije, ‘No, tienes una hija de 8 años y es un deber mucho más importante ser padre para ella’.
“La gente está muriendo allí en Ucrania por nada”, dijo.
Él finalmente entendió y se quedó, me dijo, con una mirada que decía: La mía es sólo otra vida rusa común y corriente más. Es decir, la vida de una madre soltera en un país con una de las tasas de divorcio más altas del mundo, una nación sumida en una guerra inextricable, peleando contra un Estado vecino que el Presidente Vladimir V. Putin estimó que era una ficción, donde millones de rusos, como ella, tienen lazos de familia, cultura e historia.
Pasé un mes en Rusia buscando pistas que pudieran explicar su lanzamiento nacionalista a una guerra no provocada, un conflicto concebido como un relámpago, sólo para convertirse en una pesadilla persistente. La guerra, que ha transformado al mundo tan radicalmente como lo hicieron los ataques del 11 de septiembre, ahora ha cobrado 200 mil vidas desde el 24 de febrero del 2022, divididas aproximadamente entre los dos bandos, estiman diplomáticos estadounidenses en Moscú.
Mientras viajaba de Siberia a Belgorod, en la frontera occidental de Rusia con Ucrania, encontré un país incierto sobre su dirección o significado, dividido entre los gloriosos mitos que ha cultivado Putin y la lucha cotidiana.
En el camino me encontré con miedo y una ferviente belicosidad, así como con una obstinada paciencia para resistir una larga guerra. Descubrí que el Homo sovieticus, lejos de desaparecer, ha sobrevivido en forma modificada, junto con hábitos de sumisión.
Pero también escuché voces ambivalentes como la de Rolikova, junto con algunas expresando disidencia total.
Fue esta inquietud, esta impaciencia con la aparente incoherencia de la guerra y con la despreocupación de los privilegiados en Moscú y San Petersburgo, lo que formó el telón de fondo de la revuelta de corta duración encabezada por Yevgeny Prigozhin, el fundador del Grupo Wagner. a fines de junio. No en vano llamó a su levantamiento la “marcha por la justicia”.
“Que Prigozhin se rebelara fue un síntoma de muchos problemas sociales, pero la forma en que avanzó hacia Moscú sin obstáculos también demostró nerviosismo acerca de si todas las unidades del Ejército pelearían”, dijo Alexander Baunov, investigador senior en el Carnegie Russia Eurasia Center. “Putin claramente no quería dar una orden de disparar que no estaba seguro se implementaría”.
Sin embargo, después de 23 años al frente de Rusia, el control del poder de Putin, de 70 años, sigue siendo firme a medida que se intensifican los combates en el sur y el este de Ucrania. Aprendió hace mucho tiempo que, como lo expresó el autor Masha Gessen, “las guerras eran casi tan buenas como las represiones porque desacreditaban a cualquiera que quisiera complicar las cosas”.
Siempre ha usado la guerra —en Chechenia, Georgia y Ucrania— para unir a los rusos en los mitos simplistas del nacionalismo y llevarlos a la conclusión simplista de que su Gobierno cada vez más represivo es tan esencial que debe ser eterno.
En Moscú, a un mundo de distancia de Ulan-Ude, las sanciones occidentales parecen haber tenido poco efecto más allá de tiendas como Dior, que tienen letreros que rezan “Cerrado por razones técnicas”.
El metro está impecable; restaurantes que ofrecen la popular cocina fusión japonesa-rusa están a reventar; la gente realiza pagos sin o para la mayoría de las cosas usando sus teléfonos; hay una ridícula concentración de autos de lujo; la Internet funciona impecablemente, como lo hace en toda Rusia.
El Gobierno de Putin tiene que ver con la reconstitución de este mundo ruso imaginario, o “Russkiy mir”, un mito revanchista erigido en torno a la idea de una esfera cultural e imperial rusa eterna de la que Ucrania —a la que nunca se le perdonó su decisión de convertirse en un Estado independiente— es parte integral.
La imagen de Putin rara vez es vista en Moscú o en cualquier otro lugar, salvo en la televisión. Gobierna desde las sombras, a diferencia de Josef Stalin, cuyo retrato estaba por todas partes. No existe un culto al líder del tipo que favorecen los sistemas fascistas. Sin embargo, el misterio tiene su propio magnetismo. El alcance del poder de Putin toca a todos.
‘Deber a la patria’
A cinco husos horarios de Moscú, una deteriorada central eléctrica a base de carbón de la era soviética arroja humo sobre los techos de acero corrugado de modestas casas de madera en Ulan-Ude.
Ahora, esta tranquila capital de la República de Buriatia de Rusia, de 400 mil habitantes y un centro de producción de aviones y helicópteros que estuvo cerrada a los extranjeros durante la Guerra Fría, se halla inmersa en otra guerra contra Occidente, cuyas raíces se encuentran en la desintegración de la Unión Soviética de Lenin.
Alexander Vasilyev, un economista de 59 años, estaba a punto de regresar por segunda vez al frente distante. “Lucho por deber a la patria”, dijo. “Nuestros abuelos viajaron hasta Berlín en 1945 para asegurarse de que no tuviéramos un País enemigo al lado. No permitiremos que Estados Unidos instale eso”.
El 30 de mayo se celebró el centenario de la República de Buriatia en el ornamentado teatro de la ópera de Ulan-Ude bajo un techo con frescos de aviones soviéticos con estrellas rojas y una bandera soviética adornada con la imagen de Lenin. El Gobernador Alexey Tsydenov habló durante media hora, elogiando a los 39 mil buriatos que murieron en la Segunda Guerra Mundial. Luego honró a ocho soldados locales de la guerra actual ya elevados al estatus de “Héroe de Rusia”. Todo el teatro se puso de pie para aplaudir la colocación de medallas en las solapas de tres de estos héroes, así como en las solapas de varios veteranos de la Gran Guerra Patriótica de 1941-45.
Fue una imagen perfecta de la fusión inverosímil de las dos guerras que Putin ha tratado de elaborar.
“Hoy, una nueva generación vuelve a desempeñar el papel de conquistadores del nazismo”, declaró Tsydenov. “Nuestro Ejército ganará. Durante todas las etapas de la historia hubo quienes nos desearon mal. Pero superamos todos los obstáculos”.
‘Torre de silencio’
Para llegar a la oficina en Moscú de Dmitry Muratov, el editor ganador del Premio Nobel del clausurado periódico independiente Novaya Gazeta, hay que pasar ante la oficina de Anna Politkovskaya, asesinada por el régimen de Putin en el 2006 por sus reportajes sobre los abusos rusos contra los derechos humanos en Chechenia.
Su máquina de escribir se encuentra en su escritorio, junto con sus anteojos y apuntes y un libro con un título que resume la impunidad de la era Putin: “Historia de una Investigación Inconclusa”.
Muratov, de 61 años, ocupa una oficina con una fotografía de Mikhail Gorbachev, el líder ahora vilipendiado por muchos rusos, que rechazó el comunismo a favor de la libertad de expresión, la libre empresa y las fronteras abiertas.
Los últimos 17 meses han parecido una marcha fúnebre. El Gobierno cerró Novaya, junto con la mayoría de los medios independientes, poco después de que comenzara la guerra. Una sucursal del periódico, Novaya Gazeta Europe, ahora se publica en Riga, Letonia. Muratov se quedó en Rusia, un País “donde la verdad ahora es un crimen”, como él lo expresó.
Los que hablan la verdad están en prisión.
“Somos la sociedad asfixiada”, dijo Muratov. “Rusia se ha convertido en una torre de silencio”.
Le pregunté a Muratov qué llevó a Putin a su imprudente invasión de Ucrania.
“Desarrolló un absoluto desprecio por Occidente”, dijo Muratov. “Todos estos líderes y políticos venían a Moscú e iban a la tumba de Politkovskaya por la mañana, y hablaban sobre derechos humanos con representantes de la sociedad civil, y luego iban a ver a Putin y firmaban acuerdos por petróleo y gas.
“Después de que dejaban, Putin los compraba —el ex Canciller alemán Gerhard Schröder, el ex Primer Ministro francés François Fillon— todos estaban felices de aceptar el dinero de Putin. Así que concluyó que toda esta charla occidental sobre los valores era basura”.
En opinión de Muratov, Putin también llegó a otra conclusión: las potencias occidentales se habían aprovechado de un periodo de debilidad rusa postsoviética para socavar la gloria del Ejército Rojo que se había abierto camino hasta el Berlín de Adolfo Hitler en 1945. En efecto, Occidente había insultado a los 27 millones de soviéticos perdidos en la guerra, entre ellos el hermano mayor de Putin. Su padre resultó gravemente herido.
Occidente lo hizo al expandir la OTAN al este hacia las fronteras de Rusia, una promesa rota en opinión de Putin.
“Así que Putin decidió ganar la Segunda Guerra Mundial ya concluida”, dijo Muratov. “Resolvió proteger el resultado de esa guerra. Por eso se nos dice que estamos luchando contra los nazis y los fascistas”.
Nueva ideología estatal
Para Putin, la guerra se ha expandido en carácter, convirtiéndose en la culminación de una guerra de civilizaciones contra Occidente. Podrá desarrollarse en Ucrania, pero los enemigos de Moscú se encuentran más allá.
Estados Unidos, Europa y la OTAN ahora son identificados consistentemente como fuentes de “satanismo absoluto”, en palabras recientes de Sergei Naryshkin, director del servicio de inteligencia exterior de Rusia.
Siendo ideológica, la guerra es doblemente inextricable. “Actualmente no hay bases para un acuerdo”, me dijo Dmitry Peskov, portavoz del Kremlin. “Continuaremos la operación en el futuro previsible”.
La diatriba antioccidental ha alcanzado proporciones fantasmagóricas y la Rusia de Putin se precipita hacia una nueva ideología oficial de valores conservadores.
Esta ideología antioccidental se basa en la Iglesia ortodoxa, la patria, la familia y la “prioridad de lo espiritual sobre lo material”, como se establece en el decreto de Putin sobre valores espirituales y morales emitido en noviembre.
El enemigo, proclama, es Estados Unidos y “otros Estados extranjeros hostiles”, empeñados en cultivar “el egoísmo, la permisividad, la inmoralidad, la negación de los ideales del patriotismo” y la “destrucción de la familia tradicional a través de la promoción de relaciones sexuales no tradicionales”.
Si Occidente fue retratado durante la Guerra Fría como el hogar aterrador del capitalismo despiadado, ahora es, tal como lo ve Rusia, el hogar de los cambios de sexo, los alborotos de las drag queens, bárbaros debates de género y una toma de poder LGBTQ+.
Al insistir, contra toda evidencia, en que Ucrania es una nación gobernada por fascistas y nazis, y al sugerir que Occidente quiere que Ucrania sea otro hogar de decadencia moral de transición de género, Putin ha convertido con éxito una guerra de agresión en una guerra defensiva, esencial para salvar a Rusia de quienes intentan hacer trizas su tejido físico y moral.
Justo antes de la muerte de Gorbachov, el 30 de agosto del 2022, Muratov visitó a su amigo mientras yacía en un hospital de Moscú. El estado del líder soviético que decidió liberar a los rusos era grave. Había un gran televisor en su habitación. Una y otra vez se reproducían imágenes de bombardeos en Ucrania. Cuando Muratov salió de la habitación, escuchó a Gorbachov decir: “¿Quién podría estar feliz por esto?”.
ROGER COHEN
The New York Times
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