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El Aquidaban: un bote de madera al servicio de los pueblos de Paraguay

A bordo van misioneros mormones y granjeros menonitas, jefes indígenas y chefs japoneses.

NYT: El Aquidaban, un bote de madera de 40 metros, brinda servicio de ferry a pueblos remotos en el Río Paraguay.

NYT: El Aquidaban, un bote de madera de 40 metros, brinda servicio de ferry a pueblos remotos en el Río Paraguay. Foto: María Magdalena Arréllaga para The New York Times

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Subiendo por la rampa de madera en fila india, casi un pueblo indígena entero se apiñó en la cubierta delantera del Aquidaban. Los tomárahos habían tomado el bote río abajo para votar en las elecciones nacionales y luego habían dormido al aire libre durante cuatro días, esperando que el Aquidaban los llevara a casa.
Ahora, más de 200 de ellos estaban sentados en cuclillas, hacinados en hamacas y tirados en el suelo. Nadie estaba seguro de cuántos chalecos salvavidas había a bordo, pero casi todos estaban seguros de que los tomárahos los superaban en número.
“Desde que era niña, siempre existió el Aquidaban”, dijo Griselda Vera Velázquez, de 33 años, una artesana en la aldea tomáraho. Ella viaja regularmente en el barco para consultar a especialistas médicos, a 640 kilómetros de distancia, para su hija con síndrome de Down. “Estamos aislados”, dijo. “No tenemos otra manera”.
Cerca de allí, cuatro vaqueros bebían cerveza y arrojaban los envases vacíos al río, camino a un turno de un mes en los campos. Arriba, una joven pareja indígena sostenía en brazos a su hija de 17 días en el largo viaje a casa desde el hospital.
Durante 44 años, la blanca embarcación de madera de 40 metros ha sido el único servicio de ferry regular que llega hasta esta profundidad del Pantanal, una llanura aluvial más grande que Grecia, viajando 800 kilómetros en ambos sentidos del Río Paraguay de martes a domingo, entregando de todo, desde bicicletas todo terreno, hasta recién nacidos. Su nivel inferior es un supermercado flotante, con 10 vendedores que venden hortalizas, carne y dulces.
Tan vital como ha sido el Aquidaban para que los lugareños viajen más libremente por su hogar en el bosque, también es un crisol para la mezcolanza cultural que durante mucho tiempo ha sido una característica de Paraguay. Esta nación sin salida al mar de 7 millones de habitantes en Sudamérica tiene generaciones de atraer un desfile constante de fanáticos, idealistas, utópicos y marginados del extranjero. Y durante décadas, el barco era uno de los pocos lugares donde todos convivían.
A bordo van misioneros mormones y granjeros menonitas, jefes indígenas y chefs japoneses. Madres amamantan a niños pequeños en hamacas, campesinos atan pollos a los barandales de la cubierta y los cazadores venden capibaras sin cabeza. Pero ahora los recorridos del barco podrían estar llegando a su fin.
Paraguay ha estado construyendo nuevos caminos a través de su remoto norte, como parte de un proyecto para construir un corredor transcontinental, desde Brasil hasta Chile, para conectar los océanos Atlántico y Pacífico. Esos caminos y otros han afectado las ventas de carga del Aquidaban, y la familia detrás del barco dice que el negocio se está hundiendo.
“Este posiblemente es el último año”, dijo Alan Desvars, de 35 años y copropietario del barco, de pie en la cubierta delantera.
El Aquidaban es ruidoso e inmundo. La comida despierta sospechas. La tripulación es gruñona. Los mosquitos te comen vivo. Y para el cuarto día, el aire está denso con los olores de hortalizas en descomposición, ganado y trabajadores del rancho que regresan de pasar meses en el monte. Para los Desvars, una familia de constructores navales, es su orgullo.
Empezaron vendiendo canoas de madera por el río hace casi un siglo. Con el tiempo, la generación más joven se dio cuenta de que las comunidades ribereñas remotas necesitaban más que sólo canoas. Necesitaban de todo. Entonces construyeron una embarcación hecha de madera del árbol lapacho rosado y propulsada por un viejo motor de camión Mercedes, y la llamaron Aquidaban en honor a un afluente cercano.
Fue un éxito instantáneo. Después de su botadura, en 1979, la tripulación a veces tenía que bajar a gente en los puertos para evitar que se hundiera. Desde entonces, el Aquidaban y unos 10 de la tripulación y 10 vendedores han recorrido el río 51 semanas al año —algunos durante más de 25 años.
El cavernoso pozo bodega está repleto de cajas de leche, tanques de aceite y televisores. Los artículos de formas extrañas —motonetas, un armario con espejos, una cabra— van en la cubierta. En el interior, los tenderos venden plátanos, pollos congelados y desodorante. Los cuatro baños descargan directamente al río, mientras que las regaderas al lado bombean agua del río. Arriba, ocho camarotes con literas ofrecen privacidad para quienes pueden pagar. La tarifa es de 19 dólares por el viaje completo por el río; un camarote cuesta 14 dólares más. La mayoría de los pasajeros duerme en hamacas, bancas o en el piso.
Cuando el Aquidaban se detuvo en un pueblo un viernes por la noche, una multitud de jóvenes indígenas subió apresuradamente. Salieron del comedor al pasillo, bebiendo latas de cerveza brasileña de 69 centavos. En una aldea sin electricidad, era el bar del pueblo, dijeron —durante una parada de 45 minutos todos los viernes en la noche.
Los tomárahos eran seguidos. Nathan y Zach Seastrand iban camino a la aldea del grupo para filmar lo que llamaron la “danza de la lluvia” de los tomárahos.
“Parece sacado directamente de Indiana Jones”, dijo Nathan Seastrand, mientras comía el guisado de Humberto Panza, el chef. Los Seastrand llegaron a Latinoamérica desde Utah años antes —como misioneros mormones. Entonces, estaban bien rasurados y llevaban corbatas. Ahora eran influencers barbudos y de pelo largo en las redes sociales que habían atraído a cientos de miles de seguidores como dos “gringos” de habla hispana bebedores de cerveza que se aventuraban en la jungla.
Ahora estaban filmando un documental sobre grupos indígenas que planeaban someter a consideración del Festival de Cine de Sundance.
Néstor Rodríguez, el jefe tomáraho que bebía cerveza en la cubierta, dijo que eran el cuarto grupo de extranjeros en tomar el Aquidaban al pueblo en los últimos dos años. “Están haciendo un proyecto positivo para apoyar a la comunidad”, dijo.
Los Seastrand dijeron que entendían que tendrían que pagar por el .
Durante décadas, los misioneros han dependido del Aquidaban para llegar a las comunidades indígenas a lo largo del río. Su parada más al norte, Bahía Negra, alberga quizás la iglesia más remota de la fe mormona.
Cuando llegó el Aquidaban una mañana reciente, la gente del pueblo se concentró a la orilla del río, esperando la llegada semanal de su supermercado flotante. Entre ellos había dos jóvenes con corbata, los actuales misioneros mormones, colocados allí, dijeron, por intervención divina.
Calle abajo, un grupo de mujeres chamacoco tejían canastas en el patio trasero de su bungalow. “Antes de ellos, no había iglesia; sólo chamanes”, dijo Elizabeth Vera, de 64 años, sobre los mormones. “Luego llegaron los estadounidenses”. Señaló a uno de ellos, A. J. Carlson, de 18 años, de Texas, y dijo, “Es un mensajero de Cristo”.
Derlis Martínez lucía nervioso. El policía federal de 25 años transportaba a su primer prisionero en el bote lleno de gente. Esposado, Agustín Coronel, 
de 37 años, lucía relajado. “Él es mi guardaespaldas”, dijo. Los dos viajaban juntos desde Bahía Negra, donde Coronel había sido detenido tras golpear a su esposa. “Yo tuve la culpa”, itió.
Martínez tenía que llevarlo a una audiencia en el tribunal río abajo —un viaje de casi dos días.
“No puedo dormir”, dijo Martínez. “Tengo que custodiarlo”.
Coronel dijo que también se mantendría despierto para hacerle compañía.
Para en la mañana, estaban en el comedor y itieron que se habían quedado dormidos uno junto al otro. ¿Cómo estaban ahora?
“Espectacular”, respondió Coronel.
“Iniciamos una amistad”, confesó Martínez.
 JACK NICAS
The New York Times

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