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Retrato de la nueva guerra que afronta Nueva York
La factura del covid-19 está siendo demasiado pesada para miles en el plano mental y económico.
Tiroteo en Nueva York. Foto: David Dee Delgado. AFP
“La gente cree que para enloquecer se debe haber afrontado la peor guerra armada. Pero yo puedo decir que el covid-19 ha sido una de las peores guerras”. Estas palabras cobran todo el sentido cuando se recorren algunas calles de Harlem, el Bronx o se cruza a primeras horas del día por Times Square, en Nueva York. Se pasa de lo irreal que puede parecer a primera vista el video que circula en redes sociales de las calles de Kensington (Filadelfia), llenas de adictos, a la más tenebrosa confirmación de la realidad.
Un video subido a Youtube muestra a drogadictos en Filadelfia, EE. UU. Foto:kimgary en Youtube
En Estados Unidos hay hoy miles de hombres y mujeres a los que la depresión y la crisis económica derivadas de la pandemia arrojaron literalmente al despojo material y humano. La drogadicción, su salvavidas. Una ‘cura’ que ha robustecido la demanda de alcaloides y, por ende, las finanzas de los carteles de la droga. A lo que se suma un dramático aumento de la violencia en las calles.
Marissa Vargas vive en el Bronxy es quien equipara el covid con una guerra. En 1996 llegó a Nueva York, tras su compañero sentimental. Él salió de Santo Domingo (R. Dominicana) dos años antes y consiguió muy pronto trabajo como conductor de una empresa de comida congelada, en la central de abasto del Bronx.
Ella se ubicó limpiando casas y luego ‘ascendió’ a camarera, en un hotel de Manhattan. Ya llevaba con ella tres hijas y en Estados Unidos nació el cuarto, Joseph. Una familia más de latinos que logró ubicarse con esfuerzo.
“Estamos tan ocupados de las vacunas, la situación de Afganistán o la recuperación económica que no hemos visto el apocalipsis que se nos vino encima con el consumo de drogas. Siempre ha estado, pero hoy es el refugio número uno para todo lo que está pasando”, señala Marissa.
Ella se refiere a ese colapso de la salud mental de miles y miles de personas por causa de los efectos de la pandemia. El encierro, el miedo a morir, la ruina y el hambre han hecho mella. Para Marissa, el asunto es directo y lo resume con crudeza: “Ya sabíamos que la cocaína, la heroína o el cristal (metanfetamina) no son benevolentes con nadie... Y ahora no lo son con mi propia familia”.
Marissa y su esposo lograron después de varios años hacerse con una hipoteca para un pequeño apartamento en Hunts Point, en la parte sur del Bronx. Allí crecieron sus hijas, que solo terminaron la secundaria y luego encontraron sus parejas sentimentales –Marissa tiene siete nietos–. Por eso, Joseph se convirtió en el orgullo y la esperanza de la familia. En la escuela fue visto por un cazatalentos que lo fichó para jugar baloncesto. Ese era el sueño colectivo.
Pero llegó el 10 de marzo de 2020 y el piso empezó a resquebrajarse bajo sus pies –“en cámara lenta”, dice–.
Su esposo dio positivo por covid. Estuvo 20 días en la unidad de cuidados intensivos de un hospital de Nueva York; el martes 31 de marzo murió. Y ella también murió un poco.
Una semana después, el esposo de su hija mayor también murió en una UCI. En total fueron seis familiares los que no resistieron la embestida del virus, como tampoco su sustento: el 75 por ciento de los empleos de la familia cesó. Y su hotel, en el que trabajó por más de dos décadas, ya no tuvo huéspedes. Esa era su mayor fuente de ingresos. El bono de ayuda del Gobierno sirvió de algo, pero las deudas corrían y tuvieron que acomodarse todos en el apartamento, con niños estudiando desde casa. Un caos.
No hemos visto el apocalipsis que se nos vino encima con el consumo de drogas
El vacío que dejó su marido, esa tristeza, se fue convirtiendo en una rabia colectiva que la llevó inevitablemente a la depresión, que también fue colectiva y que cada quién la vivió a su modo. Como Joseph, que recibió ‘consuelo’ de los ‘amigos equivocados’.
En el distrito del Bronx, los grupos que habían quedado prácticamente neutralizados tras las operaciones de la Policía y la DEA contra varios jefes de los principales grupos de traficantes de drogas –hoy tras las rejas– se reactivaron.
Empezaron a reclutar a los desempleados y a los ‘tristes’ y les financiaron su tratamiento de consuelo; más bien, era parte del pago. Ahí cayó Joseph.
Es la misma foto de diferentes esquinas de Estados Unidos, y lo evidencian las cifras: los crímenes por disputas entre bandas, por el control del negocio del narcotráfico, aumentaron un 35 por ciento, en comparación con los del 2020. Y los homicidios, en general, un 29,4 por ciento: el mayor aumento en los últimos 25 años.
Precisamente, el momento crítico que vivió el país el fin de semana del 4 de julio, cuando 230 personas fueron asesinadas en medio de balaceras, llevó a lanzar planes de emergencia que, sin embargo, no han logrado contener la violencia.
Una de estas acciones la lideró el gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, quien declaró la emergencia por armas de fuego. Su plan, invertir 138 millones de dólares en programas de apoyo y empleo para los jóvenes con el único objetivo de sacarlos de las calles. Anunció que para este verano que está terminando habría cerca de 21.000 puestos de trabajo para ellos.
Tras la reapertura de la ciudad y entrada la primavera, la calle se convirtió para decenas de personas en el nuevo espacio para pasar la noche porque los efectos de la droga no les permiten encontrar el camino de regreso, o simplemente ya no hay a dónde regresar.
La casa de Marissa colapsó, ahora sin empleo y con un hijo drogadicto, más la responsabilidad del resto de su familia. No pudo resistir el peso de todo lo que estaba ocurriendo, y un preinfarto la mandó al hospital veinte días, y al igual que a su esposo, a una UCI.
Su cuerpo batalló no solo con un corazón fracturado que tiene un marcapasos; sus riñones también fallaron. Y con esa misma fuerza que la llevó en el 96 a Estados Unidos pudo regresar a casa. “Cuando llegué quise volver a cuidados intensivos y quedarme allí –narra Marissa–. De mi casa no quedaba mucho, y de mi hogar solo podía rescatar a mis nietas menores”.
Su hijo cambió los electrodomésticos y lo que pudo por drogas. Las otras cosas se las llevaron o dañaron los amigos ebrios y drogadictos de Joseph.
Varios dominicanos, contemporáneos de Marissa, hicieron una colecta para ayudarla, pero ella solo quiere sacar a su hijo de la calle y de las garras de la pandilla que lo tiene “secuestrado”, como califica la situación.
Esa estructura, conformada en un 90 por ciento por jóvenes dominicanos entre los 15 y los 24 años, es una de las que han protagonizado algunos de los 200 tiroteos registrados en Nueva York en los últimos meses, y que dejan más de 650 muertos. Un aumento del 65 por ciento en el primer semestre de este año, según las cifras de la Policía de Nueva York.
Tiroteo en Nueva York. Foto:Kena Betancur. AFP
Así, la joven promesa del baloncesto ahora es uno de los mensajeros entre la pandilla y los jefes que están inundando de cocaína, marihuana y cristal las calles de la Gran Manzana. Le pagan con un café y una dosis que lo mantenga calmado y dócil, mientras vuelve a ser activo para el negocio, afirma su madre. Ella sabe que su hijo está muriendo lentamente.
Joseph ya no es capaz de mantener la mirada en el horizonte; solo la lleva a donde su cabeza se mueva, en medio de los devastadores efectos de los alucinógenos. Es como un muerto viviente: balbucea, se tambalea intentando estar en pie y sus manos no coordinan nada. Solo tiembla. Es aplastante ver a un joven de 1,98 centímetros de estatura reducido a la miseria humana, cuando tenía su vida en la cima antes de la pandemia.
Como él, decenas de personas deambulan por las avenidas, pero nadie hace nada. La gente simplemente los ignora, son como seres que no existen, a no ser porque causan uno que otro escándalo en medio de su alucinación.
Tal vez, anota Marissa, porque ahora hay temas más importantes como la vacunación o el resurgir de la ciudad, “solo que se les ha olvidado que en las calles ya hay una nueva pandemia”. Es la reactivación de ese narcotráfico que encontró un renovado aire en la resquebrajada salud mental de la gente.
“Hay una guerra por el control de la distribución. Son grandes jefes, pero no es mi tema”, dice Marissa. Los conoce. Son los otrora buenos vecinos del barrio y por eso es mejor dejar la charla ahí.
Solo que se les ha olvidado que en las calles ya hay una nueva pandemia
Lo cierto es que autoridades que les siguen la pista a las organizaciones que se ‘reinventaron’ con la pandemia aseguran que los territorios se dividieron, y estructuras como la pandilla Dominican Don’t Play, una organización transnacional de crimen sustentado en el tráfico de drogas y armas, les declararon la guerra a “los negros”, las pandillas de afros de Harlem y el centro del Bronx.
Es difícil de creer, pero regresaron las fronteras invisibles de la década de los 80.
El domingo pasado, un joven negro subió al metro que va al Bronx, por la línea 6. Dos dominicanos, que no pasaban los 25 años, lo persiguieron y acorralaron, vagón por vagón, para obligarlo a bajar. La Policía tuvo que intervenir y el controlado sistema de seguridad impidió que la confrontación se fuera a mayores. Pero no es lo mismo que ha ocurrido en las calles. Las balaceras van en aumento.
“No queremos volver a la guerra de 1986. Los jóvenes se perdían en el crac y todos los días teníamos un muerto para llorar. Los caídos quedaban en las esquinas, tirados, y los tiroteos eran constantes en las calles o las escuelas. Pero parece que lo peor se avecina”. Esa es la lectura que hace el viejo Cliff, un afroamericano de 80 años que nació y ha vivido siempre en Harlem, y tiene a la mitad de su familia en el Bronx.
Conoce muy bien la guerra por las drogas, las rivalidades de las pandillas, el peso de los proveedores colombianos y mexicanos... en síntesis, la otra cara de Nueva York. “Esa que no se vende en los paquetes turísticos”, anota.
Tal vez por eso el alcalde de la ciudad, Bill de Blasio, lanzó una voz de auxilio hace dos meses, pidiendo apoyo de los gobiernos federal y estatal para frenar la violencia. “Estamos haciendo lo que podemos, pero necesitamos ayuda” fue su llamado, en una rueda de prensa, tras la muerte de un niño de 10 años en medio de una balacera en Queens.
Marissa está devastada. Decidió volver a la iglesia que visitaba desde 2010 con su esposo. Quiere encontrar consuelo en algo que la despierte de la pesadilla, porque sus hijas mayores empezaron a consumir marihuana y ella no sabe cómo salvar a su familia.
Le hizo un altar a la Virgen la Altagracia en espera de un milagro, el más grande: recuperar a Joseph.
Entre tanto, colombianos y mexicanos ya plantaron el negocio con sus distribuidores. Están ávidos de entregar su mercancía, porque con la pandemia sin duda son los que más están ganando.