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‘Yo soy una nea con expresiones forajidas’: Gilmer Mesa

Gilmer Mesa es uno de los autores colombianos más potentes de la última década.

Gilmer Mesa

Gilmer Mesa Foto: Instagram: gilmermesalectores

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En las lomas de Medellín, encasquetado entre el verde de las montañas y el naranja de los ladrillos, existe un lugar llamado Aranjuez. Un amasijo de calles inclinadas, de jardines ralos, de casas y casuchas que componen junto al tropel de los buses, busetas y motos un barrio cualquiera de una comuna cualquiera del valle de Aburrá. Lo conozco personalmente: después de todo nací y crecí allí.
Por eso, me es fácil imaginar lo que me cuenta Gilmer Mesa al otro lado de la pantalla, entre el humo de cigarrillo de su cuarto: su niñez ochentera era jugar a la chucha cogida, al escondite, a los policías y ladrones, pero también era ir a avistar al nuevo muerto del día. Mirar con siete u ocho años la boca torcida por el dolor, intentar contar cuántos habían sido los balazos, buscar formas de no estremecerse ante la estridencia de la sangre y su olor.
La violencia, el nombre de los muertos, el rostro de los amigos de la infancia convertidos en asesinos, las palabras de la calle, los personajes populares, todo, todo se fue sedimentando en él: al que no le interesaban los libros ni la literatura. Pero había un eco secreto que guardaba en su interior mientras crecía primero anhelando el mundo de las esquinas, luego alejándose de su magnetismo hosco y que finalmente, tras abandonar los estudios en Ingeniería Química, fue abriéndose cuando terminó estudiando Filosofía y Letras. Y, claro, el primigenio embrujo de la música que para él es fundamental: salsero de alma, corazón y cuerpo, Mesa encontró en las canciones de este ritmo no solo un modo de mover el cuerpo, sino historias que hablaban de gente como él, como sus vecinos, como los amigos que seguían vivos y aquellos que ya habían muerto.
Justamente eso, la identificación, es lo que me lleva a hablar en primera persona. Libros como La cuadra y Aranjuez (recientemente publicado) han sido para mí ver lo impensable: mi barrio, su gente, su modo de hablar y su violento encanto plasmados en la literatura. Y no cualquier literatura, una construida desde la obsesión por el lenguaje, la atención al detalle y la búsqueda del horizonte siempre inalcanzable pero necesario del arte. Crecí en el barrio en un tiempo diferente al de Gilmer Mesa, un tiempo de “paz”, pero estas páginas me permitieron entender los miedos de mis padres, obsesionados por proteger a mi hermana y a mí de los fantasmas del pasado.
Aranjuez es un libro bello, construido desde la delicadeza de la violencia y la brasa de la ternura. Es la reconstrucción de un territorio y de los personajes que lo habitan. Pero, sobre todo, es intentar ganarle un cambalache a la muerte: el padre de Mesa murió entre espasmos de olvido, con el corazón inútilmente detenido para siempre. Y así, sin saber a dónde van los muertos y sus recuerdos, el salsero, el fumador, el escritor hizo lo único que podía hacer: escribir.

Quienes crecimos en Aranjuez lo hicimos sin que nos enseñaran que el barrio o nosotros teníamos algo para contar. ¿En qué momento se da cuenta de que el barrio y sus experiencias merecían narrarse?

La pulsión que me llevó a eso fue principalmente la salsa. Yo llegué muy tarde a los libros y en lo que fui conociendo me fue molestando que casi nadie hablaba de lo que compone, en su mayoría, a las ciudades latinoamericanas: los barrios populares. Y quienes lo hacían terminaban haciéndolo desde una visión periférica y turística. Y si bien yo no creo que hable de barrios, sino de personajes populares, encontré ese tipo de narraciones en la salsa. Para mí fueron descubrimientos increíbles Roberto Revólver, de Óscar ‘Pitín’ Sánchez; Pedro Navaja, de Rubén Blades, o Juanito Alimaña, de Tite Curet Alonso en la voz de Héctor Lavoe. Estos y otros personajes barriales me hicieron ver que la salsa había hallado en lo popular un nicho increíble para encontrar historias.

¿Qué es la música para usted?

Para mí es lo más importante que hay en la vida, porque yo casi todo se lo debo a ella. Mis más grandes amigos y mis recuerdos más entrañables están conectados a la música. Esta quizá sea la predisposición original al arte que yo tenía, sin saber qué era el arte. Había algo ahí que a mí me llamaba poderosamente la atención: poníamos una grabadora destartalada con Latina Estéreo sin saber que este sería el acervo cultural que me llevaría a escribir. Para mí la música es demasiado poderosa, porque no es necesario ser estudiado para sentirla. Incluso un sordo puede ser tocado por el encanto musical a través de las vibraciones. Entonces, para mí la música es lo mejor que tiene la vida.

¿Por estos días cuál ha sido su banda sonora?

“Por estos días” es una expresión muy rara, porque puede ser los últimos cinco años o ayer. En los últimos años han sido Alcolirykoz y el rap en general, lo que me ha permitido descubrir un mundo maravilloso. Y en la última semana me invitaron a ser DJ en Latina Estéreo y también estuve en una charla hablando de salsa. Entonces, vuelve otra vez la salsa que siempre está. Yo a veces le soy infiel y me voy para otro lado, pero ella vuelve y me busca para traerme a casa.

En su literatura, la violencia y la ternura están muy presentes, me atrevería a decir que son los dos pilares fundamentales de su obra. ¿Por qué ese interés tan poderoso por estos dos temas?

Yo no creo que sean los pilares de mi obra, sino de la vida en general. La violencia y la ternura son sentimientos poderosos, que en su potencia se igualan. Lo que pasa es que la primera es mucho más ruidosa, así que estamos llenos de un montón de relatos violentos que quizá se exageran en su truculencia y queda únicamente lo truculento. Pero perdemos de vista que el amor también es violento y que la ternura puede llegar a serlo también, porque son sentimientos demasiado puros y cristalinos. La civilización, en su afán por domesticar la violencia, por contenerla, hizo que en ciertos contextos también se domesticara la ternura. Esto llevó a un maniqueísmo en el que nos han hecho creer que las manifestaciones de ternura son contrarias a las de la violencia.

En Aranjuez usted cuenta cómo su padre, para decir que lo quería, tenía que usar fórmulas en tercera persona, jamás en primera…

Ese es el resultado de la domesticación de la ternura: no se puede mostrar, no se puede ejercer porque se corre el riesgo de ser visto como débil. Pero yo creo que lo que realmente sobresale en las personas son sus actos y no tanto sus palabras. Y por más hosco o rudo que alguien se vea, sus acciones al final del día lo delatan. Eso fue algo con lo que crecí: mi papá era imposible que le dijera a uno “te quiero”. Es más, él se murió sin decirme “te amo”. Sin embargo, cada una de sus cosas me demostraban que me amaba con locura.

Su prosa tiene algo muy particular: hay una construcción muy cuidadosa de la poética, pero al tiempo hay palabras populares que se entremezclan con toda naturalidad sin desentonar ni sentirse forzadas.

Yo trabajo con las palabras porque soy un enamorado de ellas. Soy un estudioso de las expresiones más sofisticadas del lenguaje, incluso de las que ya entraron en desuso. Soy un amante de los arcaísmos: mi abuela decía “caletre”, por ejemplo. Tuve que rastrear en diccionarios muy viejos para saber que significa algo así como hacer algo con fuerza. Entonces, mi mamita decía “métale caletre” y yo de pelado pensaba “de qué mierdas me estás hablando”. Yo soy eso: un recopilador de términos y me gustan tanto los antiguos y sofisticados, como esa desviación de significados que tenemos en la lengua popular. Que un man lo vea uno estrenando unos tenis y diga: “¡Uy! ¡Qué burguesía de pisos!”. Y es algo que no me suena impostado porque hablo así. Yo con mis amigos en un momento hablo con unos términos muy elevados y luego suelto un “¡comé mierda, gonorrea!”. Yo soy una nea con expresiones forajidas.

Otra cosa de su prosa son los párrafos largos, que pueden ser de páginas y páginas. ¿Por qué ese gusto particular por los párrafos extensos?

Y eso que no son tan largos como yo quisiera: con mi segunda novela (Las travesías) mi editora me decía: “Vos no podés hacer párrafos de setenta páginas, los lectores necesitan respirar”, y yo pensaba ‘¿respirar? ¡Pa qué! No, que no respiren’. Eso viene mucho de la oralidad: cuando uno escucha a la gente hablar en las esquinas ahí no hay puntos aparte. Uno se va de chorro, incluso con historias muy güevonas. Eso sí: yo no soy ni cinco de soberbio y creo que los editores hacen un trabajo increíble, sin el cual la literatura pierde mucho. Así que les he hecho caso cuando me convencen de que es necesario un punto aparte en medio de las decenas de páginas continuas.

En la literatura hay padres despóticos como en Carta al padre, de Kafka, o dulces y entrañables, como en El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince. Usted decidió completar el relato del suyo narrando acerca de los padres de sus amigos del barrio, ¿por qué eligió este abordaje?

Inicialmente mi interés era narrar un par de historias que tenía en la cabeza, pero a medida que lo hacía me fui dando cuenta de que mi interés realmente era la figura del padre. Y era obvio el motivo: porque tenía al mío en una cama muriéndose. Pero es que también había algo que se me hacía extraño: el esguince que la sociedad hacía del padre del barrio popular. Definido como un padre borracho, maltratador y ya. Y yo crecí viendo muchos padres borrachos, pero unas chimbas de papás que se la jugaban por sus hijos. Casi que ser borracho y de barrio popular era ser una mierda de persona, y no es así.

¿Cuál es su relación actual con el barrio?

Para mí es como un noviazgo: a uno le gusta pasar tiempo con la novia, pero tiene días en que ni la quiere ver, y con el tiempo uno sabe qué aspectos buenos y malos tiene ella. Y uno se queda con ella porque priman los buenos. Eso mismo me pasa con el barrio: sé cuáles son sus oscuridades y cuáles sus partes luminosas. Hace poco me robaron una moto acá al frente de mi casa, hay que andarse con cautela… pero siempre en esta relación amor-odio prima el amor.

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