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Wole Soyinka y los años de la niñez
El premio nobel nigeriano vuelve al Hay Festival de Cartagena. Este es un fragmento de su libro Aké.
La conversación de Soyinka en Cartagena de será el 30 de enero en el Centro de Convenciones. Foto: Daniel Mordzinski
El abuelo tenía razón: en la Escuela Media de Abeokuta (EMA para casi todo Abeokuta) no todos eran hombres, pero había muchos que solo se distinguían de los profesores porque llevaban las camisas azules y los uniformes caqui de los estudiantes. En todos los demás aspectos estaban ya listos para ser cabezas de sus propias familias, y algunos de ellos ya lo eran.
Casi la mitad de mis estupendos nuevos libros de texto, cuadernos, lápices, gomas, secantes y demás materiales desapareció en la primera semana que pasé en la EMA. Sin embargo, lo que más lamenté perder fue un estuche nuevo de dibujo lineal, el primero que jamás había visto ni tenido. Abría panoramas de formas completamente nuevas de conocimientos y prometía grandes emociones. El que desapareciese antes de que yo pudiera ni siquiera comprender lo que pretendían impartir los tiralíneas, los compases, el cartabón y aquel semicírculo translúcido lleno de signos extraños me resultó mucho más doloroso que el castigo que acompañó a su pérdida. Ni siquiera su sustitución por un estuche igual de nuevo podía compensar la pérdida de aquel primer estuche metálico plano, al que tanto había reverenciado yo que hice caso omiso de todos los consejos y me negué a desfigurarlo con la inscripción de mi nombre en él. El chico mayor que me lo había robado, que todo el mundo sabía que lo había robado, y que sabía que todos lo sabíamos, ya había raspado su nombre en el estuche, por dentro y por fuera. Aquello establecía que el propietario era él y que nadie podía hacer nada, ni siquiera el profesor de la clase a quien comuniqué la pérdida y mis sospechas.
Hubo algunos actos más de iniciación en el nuevo mundo y, antes de que terminara el año, no necesitaba yo ya oír los comentarios de la Cristiana Salvaje para reconocer que ya me sentía menos inclinado a soñar despierto y respondía con un cierto entusiasmo a un medio ambiente ruidoso. El estuche de dibujo lineal me lo habían robado en mis propias narices, en plena clase. Tal acontecimiento hubiera sido inconcebible en la escuela de San Pedro. Empecé instintivamente a estudiar a mis nuevos compañeros atentamente y a idear medios de sobrevivir entre ellos. Ansiaba volver otra vez a Isara; suponía que incluso aquel anciano que lo sabía todo tendría algo que aprender acerca de los habitantes de la EMA que salían y entraban de su casa en búsqueda de conocimientos.
Cuando ingresé en la escuela, Daodu estaba de viaje. Formaba parte de un grupo de profesores seleccionados de toda África Occidental para ir a Inglaterra; en su ausencia, actuaba como director el señor Kuforiji, profesor de matemáticas. Tenía como apodo Wèé-wèé, nombre que no significaba nada hasta que se encontraba uno con aquel director interino de voz chillona y vestido con un traje de gabardina muy ajustado, con unas gafas que lo hacían mirar por encima de la cabeza de quienquiera que estuviese hablando con él, y con una forma de andar que sugería a una gallina interrumpida en el acto de picotear el maíz que le habían tirado. Cuando recorría la escuela y aparecía repentinamente en el aula, en la que se quedaba varios minutos para ver cómo iba la clase, nunca se separaba de su bastón. Aparte de la información que tuviera que impartirle el profesor de la clase acerca de la marcha y la conducta de cada uno, Wèé-wèé también hacía su propia valoración inmediata de las apariencias y la aplicación, apartaba a los que no encajaban con sus criterios y istraba el correctivo delante de toda la clase.
Portada de Aké, publicado por el sello Alfaguara.
382 páginas. Foto:Archivo particular
Incluso así, se consideraba que no era demasiado rígido. Se le podía manejar, e incluso manipular, y muchos lograban hacer con él casi lo que les daba la gana. Incluso la cumbre dramática de su carrera como interino, escándalo en el que estuvo implicado uno de los prefectos, terminó con el clímax equivocado, y ni siquiera con un susurro.
A la EMA se la calificaba, con razón, de escuela de endurecimiento, de campo de entrenamiento para sobrevivir más adelante en la vida. Muchas veces no parecía estar dirigida por los profesores, sino por una coalición de fuerzas anónimas que se hallaban en alguna parte del enorme dormitorio del pensionado, en los sótanos y los pasillos de aquella mansión llena de arcos de piedra y a lo largo del perímetro de árboles, de arbustos y de setos, que rodeaban los campos de juego. Por encima de aquellas vallas que nos separaban del mundo exterior se producían transacciones de índole misteriosa durante los periodos de juegos, durante los recreos y después de las clases. Enseguida me dio la sensación de que era allí, y no en las aulas ni en el salón de reuniones, ni en el despacho del director, donde verdaderamente se organizaba la marcha de la escuela. No existían límites de salida y entrada para algunos de los pensionistas, que habían organizado un sistema para confundir a todos los profesores de guardia que vieran, cuando hacían su ronda de noche, una cama vacía y que seguía vacía hasta la mañana. Al final de su investigación la mayor parte de las veces ya no estaban seguros de haber visto ni siquiera esa cama, ni de que la cama que habían visto tan evidentemente vacía estuviera en aquella fila concreta.
La firmeza con que manejaba la escuela estaba tan impregnada de humor que nadie le tenía mala voluntad.
No era infrecuente el ver que alguno de los chicos mayores estaba repartiendo cosas entre sus amigos; sencillamente, había roto la caja fuerte de su padre y la había vaciado. Llegaba el padre inquieto, se convocaba al futuro enemigo público número uno ante Wèé-wèé para someterlo al comienzo de un asedio moral. Cuando el padre tenía suerte, el resto de su fortuna aparecía en el colchón de su hijo, en una de las «cajas fuertes» individuales que había metidas en las paredes de los diversos edificios o enterradas en una caja a prueba de termitas debajo de un árbol en el huerto de la escuela. Una vez, desaparecieron así todos los ahorros de un cultivador de cacao. El pobre hombre llegó al borde del colapso, y hubo que llevarlo en brazos hasta la oficina del director. Al saber que su padre había llegado a la escuela, el chico se limitó a hacer la maleta y huir. Nunca volvió a la escuela y, según nos enteramos, tampoco volvió a su casa. Logró desaparecer en Lagos, obtuvo un empleo y volvió de vez en cuando a su vieja escuela, vestido a la última moda y mostrando gran generosidad para con sus antiguos condiscípulos. Un día volvió para despedirse definitivamente. Su padre había vuelto a ahorrar y ahora lo enviaba a Inglaterra a «ampliar estudios».
Pero el auténtico escándalo se produjo cuando un chico de la última clase, que era prefecto de ella, dejó embarazada a una muchacha. No era nada raro, pero sí fue la primera vez en que los padres de la chica insistieron en que al culpable se lo expulsara de la escuela. Normalmente, de esos asuntos se ocupaban los padres de las dos personas interesadas, que los resolvían. El prefecto era popular. Era cojo de una pierna, pero eso no le planteaba ningún problema. La firmeza con que manejaba la escuela estaba tan impregnada de humor que nadie le tenía mala voluntad. Siempre iba muy acicalado, incluso cuando llevaba el uniforme de la escuela, e incluso había ido creándose una forma de andar, pese a su cojera, que parecía más bien como si fuera un dandismo que un impedimento. De hecho, algunos de los chicos más pequeños trataban de imitar, de forma menos exagerada, aquel contoneo peculiar suyo cuando ascendía a la tarima y todos gritaban su apodo (A-Keenzy) para anunciar algo o para preparar a los reunidos para la llegada del director interino. Fue pura mala suerte que le tocase tropezar con una familia «importante» de Abeokuta, que exigió su libra de carne. Al señor Kuforiji no le agradaba expulsar a un estudiante y fastidiarle el historial, sobre todo en su último año, pero el delito era lo bastante grave como para merecer un castigo ejemplar. Se le ocurrió darle de palos en público, ante toda la escuela reunida. Para uno de los prefectos, aquello, incluso en la EMA, resultaba una grave humillación. Y el número de golpes carecía de precedentes: ¡treinta y seis!
La sala se sumió en un silencio que no interrumpía más que el ruido de los palos. Advertí que se estaba haciendo historia.
Se convocó una asamblea especial. El personal docente fue entrando solemnemente a la primera fila del auditorio y el señor Kuforiji ascendió a la tarima. Con los tonos formales del caso, anunció el objetivo de la reunión, expresó el escándalo de toda la comunidad académica ante el deshonor que había caído sobre nosotros y ante la deshonra que había infligido a la familia de la chica el acto irreflexivo de uno de nuestros propios . Después dijo quién era el infractor, ordenó que se levantara y que fuera a la tarima. Kuforiji se volvió hacia él y anunció que había decidido darle otra oportunidad en la vida al brindarle una opción. Podía dejar la escuela en calidad de expulsado, con su nombre manchado para siempre, o podía recibir treinta y seis palos ante la asamblea. El muchacho escogió esto último.
En la mesa estaban colocados tres palos. Se ordenó al prefecto que «se tocara las puntas de los pies» y comenzó el castigo. Se designó a uno de los profesores para que llevara la cuenta.
Wèé-wèé cambiaba de palos al final de la primera docena de golpes; A-Keenzi no movió ni un músculo. A mitad de la segunda docena, Wèé-wèé había empezado a sudar. Cuando cambió de palos al llegar a los veinticuatro, vimos que tardó algo más en volver a empezar y que sus palos habían empezado a perder fuerza. La sala se sumió en un silencio que no interrumpía más que el ruido de los palos. Advertí que se estaba haciendo historia. Todas las miradas estaban pegadas al cuerpo de A-Keenzi, sin poder creer que nadie pudiera absorber veinticuatro palos en la espalda y en las nalgas sin cambiar de posición una sola vez, sin el más mínimo movimiento visible de un solo músculo. Empecé a preguntarme si A-Keenzi se había forrado de algún modo, cuando recordé que Wèé-wèé primero le había bajado los pantalones al prefecto y había mirado para asegurarse de que no se podía hacer trampa. Kuforiji istró los seis golpes últimos por pura fuerza de voluntad. Estaba bañado en sudor. A-Keenzi se levantó tranquilo, imperturbable, hizo una inclinación con una gracia impecable y entonó la respuesta ritual a la istración de un castigo corporal:
—Gracias, director.
Y entonces el techo de la sala de asambleas resonó con un aplauso atronador. En vano golpeó el director la mesa para exigir orden, tras recuperarse de su sorpresa.
*WOLE SOYINKA
Fragmento de su libro Aké, publicado por Alfaguara.
*La conversación de Soyinka en el Hay Festival de Cartagena será el 30 de enero en el Centro de Convenciones, a las 10 a. m.