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100 años de ‘La vorágine’
Este año se conmemora el centenario de la novela de José Eustasio Rivera, la odisea de Arturo Cova.
La primera edición del clásico latinoamericano se publicó en 1924, en la Editorial Cromos. Foto: Cromos
Los andoques, conocidos también como “la gente del hacha”, son un pueblo indígena de la Amazonía colombiana asentado en los márgenes del río Caquetá. A comienzos del siglo XX cayeron en poder de la Casa Arana, la compañía que controlaba con mano criminal la explotación del caucho, y fueron sometidos a un régimen de esclavitud y torturas que redujo su población hasta el límite del exterminio. Después de sobrevivir a esta traumática experiencia, unos trescientos individuos se reagruparon un poco más al norte, junto al río Meta, donde continuaron trabajando en la extracción del látex para un antiguo empleado de la compañía cauchera –clausurada tras el escándalo que desataron en Inglaterra los informes y denuncias del diplomático Roger Casement–.
Pocos años más tarde, en vísperas de la guerra limítrofe que enfrentaría a Perú y Colombia, un destacamento militar peruano deportó a aquel reducto de andoques del río Meta, la mayoría con destino a Iquitos.
El explorador inglés Thomas Whiffen, que había viajado entre 1908 y 1909 por la región, calculaba la población andoque en unos cien mil ; tras su exterminio sistemático por parte de la Casa Arana y su deportación a Iquitos, la comunidad quedó reducida a unas pocas decenas de individuos que, pese a todo, decidieron reagruparse una vez más en el que fuera su territorio ancestral, a orillas del río Caquetá. Allí, recurriendo al uso de plantas medicinales como la ayahuasca, los andoques dieron inicio a un complejo proceso de reconstrucción de su sociedad en medio del o permanente con la “civilización”. Los andoques de hoy son, en apariencia, un pueblo que ha perdido su cultura: muchos visten con ropa occidental, usan electrodomésticos, teléfonos celulares, escuchan reguetón y están inmersos en la vida moderna. Y, sin embargo, detrás de aquellas apariencias se oculta una red simbólica tejida a partir de la mitología que lograron recomponer tras su regreso al territorio.
Entre los años 60 y 70, los investigadores Jon Landaburu y Roberto Pineda Camacho se dedicaron a recoger esos mitos y descubrieron algo fascinante: lejos de rechazar la experiencia de su o con el mundo de sus opresores, lejos de buscar su identidad en algo así como un espacio incontaminado, puro, en un pasado legendario idealizado, los andoques han incorporado en su mitología a los hombres occidentales, con todos sus peligros, sus engaños, sus enfermedades y sus pocas cosas de provecho. Escriben en libretas donde llevan sus cuentas, comercian con objetos modernos y, al mismo tiempo, tienen el conocimiento agrícola, saben cómo construir una maloca, cómo tratar la coca y el tabaco o lidiar con anacondas, aves e insectos.
Los mitos andoques son una cicatriz, una marca histórica en la que se puede leer entre líneas cómo los pueblos indígenas del bosque tropical amazónico siguen tramitando la experiencia del sometimiento y el exterminio que no cesan.
En un cuaderno de contabilidad reposa el manuscrito original de una de las obras fundacionales de la literatura colombiana, editada en 1924. Foto:Cortesía Biblioteca Nacional de Colombia
Algo similar podría decirse de La vorágine, la gran novela de José Eustasio Rivera: cicatriz mal cerrada, herida vieja que no acaba de curarse. Cuando se publicó por primera vez, en 1924, La vorágine provocó un estremecimiento. Todo en ella resultaba, para bien o para mal, chocante. Desde su estilo hasta la aventura del héroe, Arturo Cova, en su viaje al corazón de las tinieblas, las escenas de violencia épica y grotesca o los exaltados raptos poéticos en las descripciones de la selva. Las grandes novelas, y La vorágine es una de ellas, tienen todas algo de excesivo, algo inequívocamente monstruoso, deforme, asimétrico. La novela despliega sus poderes provocando un arrebato sensorial, una revolución de la experiencia del tiempo y a la vez deja entrever una delicada –muchas veces involuntaria– trama de ideas, atraídas al centro del gran remolino por la pura fuerza de su narración.
Catalogada habitualmente bajo el mote de “novela de la selva” o “novela regional”, incluso como “obra costumbrista”, La vorágine se las ha arreglado para plantarse hasta hoy, cien años después de su publicación, como una obra inclasificable, imposible de digerir, siempre abierta a nuevas claves.
En la valoración crítica de La vorágine han predominado quienes, creyendo reivindicar la pertenencia de los intelectuales latinoamericanos a la cultura occidental, miran con desdén aquellas obras que se juzgan demasiado ancladas a eso que Borges llamaba desdeñosamente “el color local”, obras donde abundan los coloquialismos, los topónimos, los nombres de plantas, árboles, animales y, en general, descripciones sobre la naturaleza y los paisajes “exóticos”.
Lo llamativo es que Arturo Cova y Alicia comienzan su viaje huyendo supuestamente de la civilización, representada en la novela por las convenciones sociales opresivas de una Bogotá que entonces no pasaba de ser un pueblo grande y, poco a poco, van entrando a un territorio con unas leyes propias donde la fiebre del caucho ha hecho prosperar un siniestro cosmopolitismo. En la primera parada del viaje, en el Casanare, los personajes hacen transacciones usando libras esterlinas y desconfían del valor de los pesos colombianos, lo que da una idea de la complejidad de unas economías que se superponían en los territorios. En la selva, por otro lado, no solo se hablan varias lenguas indígenas, también hay personajes venidos de muchos lugares del planeta, ses, italianos, judíos, árabes, capataces de Barbados y agentes internacionales que van y vienen por el río Amazonas. En realidad, Alicia y Arturo han huido de una provincia remota y parroquial –Bogotá– para sumergirse en el núcleo abyecto donde el capitalismo mundial extrae una de sus materias primas más preciadas. Creyendo escapar de la civilización, han accedido a su cuarto de máquinas secreto.
Arturo Cova se presenta a sí mismo en el texto como un poeta y los primeros compases de la novela están salpicados de escenas donde el autor exhibe una sensibilidad evidentemente cultivada en la lírica modernista que había dominado la poesía hispanoamericana durante décadas. Para la época en que transcurren las acciones de la novela, aquella estética asada, de muselinas, gasas, tonos pastel y texturas vaporosas en una naturaleza de jardín meditabundo, ya había dado claros signos de agotamiento y se encontraba en una fase de decadencia.
En el transcurso del viaje se produce una contaminación, un contagio de voces, fluctuaciones tonales y ritmos provenientes de las múltiples hablas que el poeta encuentra en el camino. Se trata de una operación poética cuyos alcances todavía no hemos valorado en toda su complejidad: retórica oficial de la ciudad letrada a la que le van creciendo unos injertos, unas plantas parásitas que alteran sus signos y sus procedimientos; aparato de dominación lingüística que se va revelando inútil en su capacidad de captura y que, inerme, acaba por ceder al contagio de los ruidos selváticos.
En ese sentido, no es de extrañar que este texto enfermo, agente patógeno en sí mismo, acabe en una confusión y sustitución de narradores que dejan al lector genuinamente perdido en medio de la pesadilla. En los capítulos finales hay varios pasajes donde no se sabe quién habla: ¿Arturo Cova? ¿La selva? ¿Clemente Silva? Difícil saberlo porque el texto es el resultado de la redacción febril de Cova, de sus transcripciones de testimonios y de su paso, como se nos advierte en la nota inicial, por las manos del editor, que no es otro que “José Eustasio Rivera”.
Novela esquizo, novela-remolino con muchos centros, La vorágine propone también el choque de al menos tres economías en pugna. Por un lado, aparece el capitalismo en su versión lumpen, esto es, un capitalismo colonial basado en la istración de la muerte y el terror, que aplica una extrema racionalidad procedimental al servicio de la irracionalidad suprema.
Por otro lado, en franca oposición a la primera forma de economía, aparece la economía de la selva. Los personajes de la novela nos recuerdan permanentemente que la selva está viva y pareciera tener algo así como una voluntad o en todo caso una poderosa agencia. En uno de los pasajes más intensos del libro, cuando Pipa ingiere el yagé alucinatorio dice ver procesiones de animales vociferantes y árboles que se quejan de su suerte.
Reconocer el papel crucial de esta segunda economía de origen biológico –la de una selva que parece devorarse a sí misma permanentemente, una selva autófaga– permite comprender mejor la forma que adopta la explotación del lumpencapitalismo cauchero. La selva no es en absoluto un ente pasivo, naturaleza virgen, materia dispuesta para las transformaciones impuestas por las demandas del mercado internacional. Extraer caucho era una labor complicada. No se podían plantar los árboles unos junto a otros porque la proximidad estimulaba el crecimiento de un hongo que echaba a perder el látex, así que era imposible crear grandes plantaciones con mano de obra fija. Los patrones debían enviar a los caucheros al interior de la selva durante semanas para que encontraran los árboles silvestres, libres del hongo, y confiar en que estos regresaran a los puntos de abastecimiento con las bolas de caucho. El uso de mano de obra esclava y la imposición de un régimen de vigilancia, delatores, informantes y castigos atroces fue un corolario de las restricciones que la propia selva impuso a la hora de entregar el preciado material. Los trabajadores, por tanto, quedaban literalmente aplastados entre las dos economías.
Por último, existe una tercera economía que la novela de Rivera solo alcanza a atisbar desde lejos. Me refiero a la economía o a las economías de los pueblos indígenas, a quienes el narrador solo ve como guías más o menos accidentales y aliados de coyuntura que no son dignos de confianza duradera. La ignorancia de Arturo Cova hacia el conocimiento que los indígenas tienen de los territorios a duras penas queda mitigada por algunos gestos de humanidad y compasión, pero nunca de gratitud. Aunque evita las declaraciones racistas, el proceder de Cova da a entender que no siente ningún respeto o interés por lo que podrían enseñarle los indígenas, ni siquiera los más hospitalarios con su expedición. Por el contrario, el héroe se muestra arrogante y torpe, casi siempre pueril en su machismo histriónico.
Esa ceguera va a ser fundamental en el desarrollo del relato, pues acaba por hundir a los viajeros en una confusión cada vez más profunda. Los indígenas son la frontera verdaderamente infranqueable, el límite de lo traducible para el poeta letrado en plena fuga, aunque en últimas la novela de Rivera sí nos permite imaginar la magnitud del genocidio de los pueblos amazónicos.