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‘Romaña’, el ‘Paisa’ y ‘Santrich’ revivieron los pasos de los jefes paramilitares desmovilizados

Tras salir desde Urabá, 'Otoniel' llegó en la noche del 23 de octubre a la base antinarcóticos de la Policía, en Bogotá.

Tras salir desde Urabá, 'Otoniel' llegó en la noche del 23 de octubre a la base antinarcóticos de la Policía, en Bogotá. Foto: Policía

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El sangriento fin, en cuestión de seis meses, de ‘Santrich’, el ‘Paisa’ y ‘Romaña’, y la caída de ‘Otoniel’ son las grandes noticias que en materia de orden público y seguridad deja este 2021.
Cada uno de ellos llevaba décadas en el mundo de la violencia y el narcotráfico. Puestos fuera de combate en circunstancias bien diferentes –‘Otoniel’, tras una persecución sostenida de siete años; los jefes de las disidencias, en territorio venezolano y a manos de actores no plenamente establecidos–, sus nombres están asociados sin duda a la peor etapa de la violencia en el país.
Pero su final muestra también cómo en las últimas dos décadas se desmoronó el entorno de sangre, corrupción y físico miedo impuesto a pueblos enteros que por años blindó a los jefes de las guerrillas y los antiguos grupos ‘paras’.
‘Romaña’, el ‘Paisa’ y ‘Santrich’ revivieron, literalmente, los pasos de los jefes paramilitares que se desmovilizaron entre 2004 y 2006. Como Vicente Castaño, ‘don Mario’ o ‘los Mellizos’, los jefes de las disidencias de las Farc le jugaron doble a la paz y decidieron seguir en el narcotráfico. Y como ellos, no duraron más de tres años en ese ‘alargue’ criminal después del pitazo final que en su momento marcaron para las Farc y para las Auc los procesos de paz negociados por los gobiernos Santos y Uribe, respectivamente.
Vicente Castaño, el gran cerebro homicida detrás de los paramilitares, terminó asesinado en ‘vendettas’ internas. Uno de los ‘Mellizos’ murió en una operación de la Policía en el 2008, y el otro, como ‘don Mario’, terminó en una cárcel de Estados Unidos.
La razón de fondo para esta situación es que desde comienzos de la década del 2000, el Estado colombiano se volvió mucho más eficiente en la guerra y en la cacería de sus principales ‘enemigos públicos’. Y también hay más controles internos que hacen más difícil –no imposible– que se repita la historia de la connivencia de oficiales de la Fuerza Pública con grupos ilegales como las antiguas autodefensas.
Pero el otro factor fundamental es que no es lo mismo tener un ejército ilegal con decenas de anillos de seguridad y centenares de informantes alrededor, como sucedía con las Farc y los grandes grupos ‘paras’, que algunas decenas de escoltas de integrantes de bandas criminales y disidencias que, en esencia, son lo mismo: bandas criminales. Escoltas que, además, viven constantemente tentados por las millonarias recompensas que penden sobre las cabezas de sus jefes.
Los tiempos en los que los capos de los grupos armados se morían de viejos o en ‘vendettas’ internas después de décadas de terror pasaron. El desmonte de las grandes marcas criminales a través de procesos de negociación ha contribuido a esa situación, así como el poder de persecución del Estado que fuerza a los ilegales a esas negociaciones. Y esos efectos se están sintiendo incluso al otro lado de la frontera, en Venezuela, donde jefes de disidencias, Eln y bandas encontraron refugio en los últimos años y donde, como lo demuestra el fin de ‘Romaña’ y sus socios, ya no están seguros.
JHON TORRES
Editor de EL TIEMPO
En Twitter: @JhonTorresET

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