De cárcel a museo: las huellas del bicentenario
Por David Alejandro López Bermúdez
Solo hay una entrada para visitantes. El jueves festivo 20 de
julio es uno de los días con más visitas. En la fila se
escuchan conversaciones en español, inglés, alemán y francés.
La boleta cuesta 6.000 pesos colombianos o 10 dólares para
turistas de otra nacionalidad. Una pareja de jóvenes —uno
italiano y otro irlandés— rompe el hielo con la otra pareja
que estaba perdida. “Es impresionante”, les dice uno de ellos.
En el vestíbulo del sitio, un mediador —como se les conoce a
los voluntarios, muchas veces estudiantes universitarios que
guian a las personas— les narra de entrada que el origen del
Museo fue una cárcel. Los tres extranjeros se quedan de una
pieza. “Antes esto era conocido como el panóptico de la
ciudad”, cuenta. La construcción del edificio estuvo a cargo
de Thomas Reed y comenzó en 1874. Fue la sede de la
Penitenciaría Central de Cundinamarca, el sitio al que
llevaban a delincuentes y a reos políticos, en su mayoría
liberales, aunque hay registros de presos conservadores al
comienzo del siglo XX.
– La sola estructura es una de las principales obras del museo
–sostiene la maestra Beatriz González.
Al traspasar la entrada hay dos salas, una a la derecha y otra
a la izquierda. Al frente, el arco que le da paso a la gran
cruz de la antigua cárcel. En su momento, fueron destinadas
como habitaciones del gobernador y del proveedor, cada una con
una cocina privada. En la actualidad, el primer espacio está
dedicado a las exposiciones temporales, que hoy muestra ‘El
vuelo del mochuelo’, un pabellón en madera que relata la
historia de los Montes de María —una región del Caribe
colombiano— y cómo sus habitantes han logrado recuperarse y
resistir ante los embates del conflicto armado.
La sala, donde ahora se escuchan historias de víctimas y
cantos que narran la violencia de esa zona del país, es uno de
los espacios más visitados y comentados del museo; en sus
paredes y en su espacio han estado los principales artistas de
Colombia y algunas de las exposiciones más comentadas de los
últimos tiempos.
Solo hace 17 años había una multitud para entrar. La fila de
gente le daba la vuelta a la cuadra. El calendario marcaba el
viernes 16 de junio de 2006; cientos de personas de diferentes
regiones del país habían viajado para ser testigos de un
evento inédito. Una semana antes, siete figuras de un metro
con ochenta centímetros de altura y 290 kilos de peso cada
una, junto con 66 objetos, viajaron casi 15.700 kilómetros
hasta Bogotá: desde la China habían llegado siete guerreros de
terracota originales, las míticas estatuas de Xian que
representan al ejército del primer emperador de la dinastía
Qin. “Tocó traerlas con un cuidado inimaginable”, recuerda
Elvira Cuervo de Jaramillo, entonces ministra de Cultura y
exdirectora del museo. “Fue algo maravilloso”, apunta María
Victoria de Robayo, la directora del lugar en ese momento.
Las obras llegaron a la ciudad el 7 de junio a la 1.45 de la
tarde, tras más de 24 horas en vuelos desde China, con escalas
en Pekín y Luxemburgo. “Fue un protocolo estricto de
seguridad. Se demoró algo más de una hora llevarlas desde el
aeropuerto al museo y tocaba tomar todas las calles que no
tuvieran hueco y despacio para que no fueran a dañarse”, añade
Cuervo. Una de las condiciones de los chinos había sido que
los camiones que las trasladaban no podían parar en el camino.
Maria Victoria Robayo, entonces directora del Museo
Nacional, y los funcionarios chinos, destapan una caja que
transportaba a uno de los siete guerreros.
Foto: archivo EL TIEMPO.
Durante tres meses y dos días, la sala de exposiciones
temporales recibió a 203.658 personas. Cada guerrero estaba
ubicado a una distancia de casi tres metros entre ellos, sobre
pedestales que estaban insertados en una especie de tarima
negra por la que podían caminar los asistentes, y estaban
iluminados por seis bombillos cada uno. Una sala anexa exponía
otros objetos antiguos del mausoleo del emperador chino junto
con piezas del Parque Arqueológico de San Agustín.
Esa ha sido la exposición más exitosa y con récord de
asistencia, y se dio gracias a la alianza con empresas
privadas. Algo parecido sucedió cuando se trajo la colección
Rau en 2002, o Picasso en el 2000, o Egipto en 2005, o el
tesoro de Sipán en 2007, o la conmemoración del bicentenario
en 2010, o el Botero temprano en 2018, por el que preguntan a
diario los turistas, según cuentan trabajadores del lugar.
“Queríamos traer cosas que no pueden ver la mayoría de los
colombianos”, cuenta Elvira Cuervo de Jaramillo. “Fue una
posibilidad para que todos entendiéramos que nuestra historia
está inserta en la historia universal y para atraer
visitantes”, agrega María Victoria de Robayo. Desde 2014, unas
2,8 millones de personas han visitado el Museo.
***
La segunda antesala ahora se llama auditorio Teresa Cuervo
Borda, con una capacidad para reunir a 255 personas. Entre
1874 y 1905 este lugar fue modificado para servir de espacio
de reclusión de los presos políticos. Le decían la Escuela.
Adolfo León Gómez, un jurista y periodista colombiano estuvo
preso allí. En un extenso libro, llamado ‘Secretos del
Panóptico’, describió los horrores del lugar. Contaba que la
cárcel tenía un “patio sucio, largo, mal enladrillado y
sumamente húmedo”, que en el costado occidental estaba el
“excusado, que no era otra cosa que un agujero enrejado de
hierro sobre el hediondísimo caño de desagües del edificio” y
en el lado norte había un “foco de infección completamente
descubierto (...) tenía encima las inclemencias del cielo, y
debajo el infecto vapor de tifus, viruelas, disenterías y
demás miasmas de muerte”.
VIDEO
Si las paredes hablaran y pudieran contar historias,
probablemente una de ellas estaría enmarcada en los sonidos
del cuarteto francés Modigliani Quartet, que se presentó en
2019, y relataría que el coronel Martiniano Arenas, quien
había pasado por varias cárceles a comienzos del siglo XX y se
había intentado fugar, le pidió a Jorge Pombo una navaja de
lima que tenía, pero que se rehusó a dársela y fue él quien
logró quitar dos barrotes de una reja. Con otros reos, los
convirtieron en cinceles y durante varios días intentaron
romper la piedra de la muralla. Pero fue un intento fallido.
El lugar tiene el nombre de la mujer que fue la primera
directora del Museo Nacional. Su primera misión, encomendada
en 1946 por el saliente presidente Alberto Lleras Camargo, fue
trasladarlo al Panóptico. Durante 123 años, el museo había
estado en la Casa Botánica, una habitación de la Secretaría
del Interior y de Guerra, el edificio de Las Aulas, el Pasaje
Rufino Cuervo y el edificio Pedro A. López.
Luego de remodelaciones, dirigidas por Manuel de Vengoechea y
Hernando Vargas Rubiano, la fecha de inauguración de la nueva
sede había sido establecida el 9 de abril de 1948, con motivo
de la novena Conferencia Panamericana. Pero ese día, el
asesinato de Jorge Eliécer Gaitán desató una ola de violencia
atroz: el Bogotazo. Mientras eso sucedía, Teresa Cuervo iba
llevando desde la sede del Banco de la República hasta el
museo la guirnalda de oro de Bolívar envuelta en un periódico
y a bordo de un taxi, según señalan registros y cuenta su
sobrina, Elvira Cuervo de Jaramillo: “Casi se pierde, pero
ella llegó, entró y desde las puertas del museo gritó que no
había paso hacia adentro. Protegió las piezas del lugar. A las
tres de la tarde el cielo era rojo por las quemas. Dos horas y
media después, se fue la luz en la ciudad. Nos quedamos
encerrados. Había un bufé para invitados y pregunté si podía
comer. Mi papá me dijo que nada de eso se tocaba”.
La guirnalda de Bolívar es una de las piezas más prestigiosas
del lugar. “Es como la corona de laurel de Julio César”, dice
el visitante italiano. Está exhibida en el segundo piso. Es
una corona de laurel de oro con 47 hojas entrelazadas, un sol
al frente con 60 chispas de diamante y 49 perlas barrocas a
los lados. Se la entregaron al Libertador en el Cuzco, en Perú
—o las “tierras del sur”, como las llamaba— en junio de 1825.
Había emprendido una especie de marcha triunfal hacia esa
zona. Sin embargo, nunca la usó y se la dio al mariscal
Antonio José de Sucre, quien fue el comandante que definió la
batalla de Ayacucho. Tiempo después, él se la dio al Congreso
de Colombia.
La guirnalda cívica ofrendada por el pueblo de Cuzco ha sido
catalogada como una joya de la orfebrería refinada de la
región. Foto: Museo Nacional / archivo EL TIEMPO.
***
A la entrada del primer piso, donde se ve la estructura en
cruz del panóptico, los bustos de Simón Bolívar y Francisco de
Paula Santander reciben a los visitantes. Están de frente
entre ellos a cada lado del pasillo. Ellos dos, junto con
Francisco Antonio Zea, “impulsaron un proyecto educativo para
combatir la ignorancia”, explica Alberto Escovar, exdirector
de Patrimonio del Ministerio de Cultura.
Se trataba de una apuesta por recuperar los hallazgos
científicos de la Expedición Botánica que habían sido
confiscados por Pablo Morillo durante la reconquista española.
Bolívar envió a Zea a Europa en busca de apoyo económico. Él
se reunió con el barón George Cuvier para la contratación de
una comisión científica. También se reunió con Alexander von
Humboldt y Francisco Arago. El producto de esos encuentros
terminó en la designación de Jean-Baptiste Boussingault,
Francois-Désiré Roulin, Justin-Marie Goudot y James Bourdon
para ese grupo. El peruano Mariano de Rivero fue el primer
director.
Una vez llegaron a Bogotá, el 28 de julio de 1823, el Congreso
de la República expidió una ley con la que se creó el Museo
Nacional. Sin embargo, no fue sino hasta el 4 de julio de 1824
que el vicepresidente Santander declaró la apertura del lugar
ubicado en dos salas de la Casa Botánica.
***
—¿Qué es eso? —señala el turista belga que está con la
visitante colombiana al centro del primer piso. Y lo que
indica su índice es el aerolito de Santa Rosa de Viterbo, que
fue hallado por Cecilia Corredor en Tocavita, Boyacá, el
sábado santo de 1810, luego de su travesía por el universo
para estrellarse en la Tierra. El 20 de mayo de 1823 fue
comprado a la mujer por 20 piastras (o 100 francos de la
época). Fue la primera pieza del entonces Museo de Ciencias
Naturales.
Desde ese punto central, se ven tres pasillos. En los tiempos
de la penitenciaría, estos espacios altos, con cadenas y
barrotes, eran usados para talleres de los presos. En las
cuatro esquinas, antes de pasar a cada sala, hay cuartos
pequeños que en su momento fueron para castigos, llamados
Solitarios, destinados para presos del Estado. Hoy son una
especie de bóvedas pequeñas con temáticas puntuales. Una de
ellas tiene que ver con la historia del lugar, otra con las
fiestas populares nacionales, en la que están las máscaras de
marimonda del Carnaval de Barranquilla y una guitarra roja de
Andrea Echeverri, y en otra hay una colección de piezas de
oro. Lo curioso, en este último cuarto, es que permanece el
dibujo de una flor que hizo un preso hace más de un siglo.
La sorpresa para los habitantes de Santa Rosa de Viterbo en
Boyacá tras la caída de un aerolito.
Foto: Cortesía María Elvira Escallón / archivo EL
TIEMPO
Al fondo hay un gran jarrón. Su color rojizo contrasta con los
arcos y paredes blancas. Se trata de una urna funeraria de
cerámica que data de 650 d. C. y fue hallada en la región
arqueológica Calima, en Valle del Cauca. Al frente, en el
piso, está la tumba de Justus Wolfram Schottelius, un
etnógrafo y dramaturgo colombo-alemán que fue pionero de la
antropología en el país.
En esa sala hay otro par de objetos: una máquina de escribir y
una greca de cafetería incinerados durante la Toma del Palacio
de Justicia. Según se lee, forman parte de una sección sobre
las confrontaciones a lo largo de la historia.
Entre tanto, el irlandés e italiano entran a la otra sala,
donde se cuenta la historia del museo y se muestran varias de
las piezas que fueron incluidas en el primer siglo de
existencia, cuando no había una sede permanente. En uno de los
costados está una vitrina que tiene el manto de la reina de
Atahualpa, que fue enviada por Sucre a Jerónimo Torres,
entonces director del Museo, en junio de 1825. Para verla, hay
que oprimir un botón que destella una tenue luz. —No se ve
mucho —dice uno de ellos. Caminan hacia la otra ala del lugar
y al fondo se percatan de algo que estaban buscando: “Un
Botero”. Es ‘Pedro’, el hijo del maestro que murió en un
accidente de tráfico cuando era solo un niño y que marcó la
vida del artista colombiano para siempre, la obra fue pintada
en 1971 y donada por él en 1984, año en el que entregó un
primer paquete de de donación de su producción plástica.
***
El museo fue declarado Monumento Nacional el 11 de agosto de
1975. Entre 1989 y 2001 se adelantó una restauración completa
del edificio. Durante los últimos 75 años, desde que se
instaló en su sede permanente, la organización de las
colecciones ha cambiado. “Es un museo que hoy habla con
franqueza”, puntualiza Daniel Castro Benítez, quien fue
director entre 2015 y 2021. Antes las piezas estaban
dispuestas en orden cronológico, ahora están por ejes
temáticos a partir de cuatro colecciones: arte, historia,
etnografía y arqueología.
Sin embargo, este cambio de guion, que se estructuró en 2011 y
por el que se ha basado en la última década la renovación de
15 salas del lugar (otras dos están en obra), ha causado
controversias en el sector cultural. “El mayor desafío es la
manera deficiente e inadecuada como se exhibe el arte y cómo
se organizan las piezas”, asegura Álvaro Medina, reconocido
historiador y crítico de arte. Algo en lo que coincide Beatriz
González: “Hay un descontento con el nuevo guion, sobre todo
porque guardaron muchos objetos”. Y Eduardo Serrano, crítico,
curador, gestor e historiador de arte: “El museo está
abigarrado”.
María Victoria de Robayo, quien estuvo a cargo del lugar
cuando se tomó la decisión de hacer la reorganización,
asegura: “Nos dimos cuenta que la narración cronológica de
hechos históricos, sobre todo relacionados con la política,
los gobiernos y el ejército, estaban contando solo una parte y
la parte que tenía que ver con los ciudadanos, el trabajo
cotidiano, los campesinos y procesos sociales, no tenían tanta
cabida”. Daniel Castro lo argumenta de esta manera: “Si la
sociedad cambia, el museo también; un museo que se debe a la
sociedad tiene que transformarse igual que a ella. Lo nuevo le
contesta a los principios de la Constitución del 91 y busca
reflejar una Colombia real”.
Para Juliana Restrepo Tirado, quien fue directora del museo
entre 2021 y 2022, “con el guion anterior las personas no
entendían las salas, por lo que se planteó la posibilidad de
poner a conversar a las cuatro colecciones y juntarlo con la
participación de la gente”. El actual director, William López,
lo puntualiza de esta forma: “Nos organizamos alrededor de
temas; la idea es multiplicar el pasado en mediana y larga
duración”.
En ese orden de ideas, hoy es común ver pinturas, esculturas,
objetos como máquinas de escribir, junto a vasijas
precolombinas o piezas de oro. Desde el museo plantean que el
objetivo principal es que la disposición de las obras planteen
diálogos sobre la sociedad. Y por eso el Himno nacional, en el
tercer piso, según el guion, contrasta con el sonido de las
marimbas de chonta del Pacífico.
En el segundo piso, ese ordenamiento de piezas con esa
intención, es más notoria. Una vez se suben las escaleras, hay
una especie de pared café que da la bienvenida a la sala 7 con
el nombre ‘Memoria y Nación’. Un gran muro expone al fondo
varias pinturas y algunas pantallas con videos de
representaciones artísticas. “Es el muro de la diversidad”,
dice un mediador en el lugar. La obra 29 llama la atención.
—¡Es otro Botero! —exclama el visitante italiano. Se llama
Coco y representa a tres mujeres palenqueras. Fue pintado en
1951, cuando el maestro apenas tenía 19 años.
Mientras él detalla la pieza, el irlandés y la colombiana ven
dos obras, el retrato de la emperatriz Barrera de Groot, de
1894, y la Mulata cartagenera de Enrique Grau, de 1940.
Al otro lado del lugar, hablo con el turista belga. Está
sorprendido por el David, de Miguel Ángel Rojas, una
fotografía del soldado José Antonio Ramos desnudo, quien fue
víctima de una mina antipersona y posa como el David de Miguel
Ángel Buonarotti. La imagen está al lado del cuadro San
Sebastián en las trincheras de Ignacio Gómez Jaramillo, de
abril de 1951. La pintura, en su momento, fue interpretada
como una crítica a La Violencia. En ella se ve al santo en
medio de un alambre de púas y trincheras. “La muerte, la
sangre y el conflicto ha formado parte no solo de la historia
colombiana sino del mundo”, dice el texto curatorial. A la
salida está expuesto el xilógrafo con el que se firmó la
Constitución de 1991.
A la izquierda el desnudo de una víctima de mina
antipersona, retratado por Miguel Ángel Rojas. A la derecha,
el San Sebastián de Ignacio Gómez.
Foto: Leonardo Muñoz / Efe.
***
En otra sala de la segunda planta, titulada ‘Tierra como
recurso’, se encuentra la pieza más antigua del museo: la
vasija encontrada en Puerto Chacho, cerca de Cartagena, que
data del 3.100 a. C. y es de cerámica. Arqueólogos colombianos
y ses la hallaron en 1988. En este sitio se expone la
conquista, sus implicaciones y cómo se ha venido explotando el
territorio desde hace más de 14.000 años. De hecho, al final
del recorrido está la bandera negro, azul y rojo, con la
palabra ‘Minería’ en amarillo, de Antonio Caro, el reconocido
artista colombiano, que protagonizó dos de los episodios más
potentes del la historia del Museo, en su debut como artista,
en un Salón Nacional en los años 70, inundó la sala con una de
sus piezas. Y un par de años más tarde, cuando no fue itido
por un critico en un Salón Nacional, le dio una soberbia
cachetada y creó una obra de antología: ‘Defienda su talento’.
Otro elemento no menor que se expone son las campañas
publicitarias adelantadas por el gobierno republicano a
mediados del siglo XX para disminuir el consumo de chicha e
impulsar las principales cervecerías del país. “Las cárceles
se llenan de gentes que toman chicha” y “La chicha engendra el
crimen; no tome bebidas fermentadas”, se lee en dos carteles.
Las otras dos salas son ‘Ser territorio’ y ‘Hacer sociedad’.
En la primera se exponen todas las piezas que han ayudado a
construir la identidad colombiana. Allí aparecen, por ejemplo,
la primera transmisión a color de la televisión, algunas
piezas de telenovelas, instrumentos musicales y
representaciones campesinas.
En la segunda se muestran los acontecimientos que han llevado
a consolidar la sociedad colombiana. Se incluyen los carteles
de campañas políticas como la de Luis Carlos Galán, o de la
Unión Patriótica. También un sofá incinerado del Palacio de
Justicia y armas usadas en la década de los 80 y 90 durante la
época de la violencia.
En esta sala, que fue abierta hace cuatro años, también se
disponen piezas más recientes y curiosas, como el trofeo que
le dieron a Luz Marina Zuluaga como primera miss Universo
colombiana, en 1958, la camiseta que le dieron a Lucho Herrera
como líder de montaña en el Tour de Francia de 1985, una
chaqueta de cuero de los Flippers, un traje rosado hecho por
Arturo Calle para la película Miami Vice de 1980 y la bandera
del orgullo LGBTIQ+ que perteneció a Elizabeth Castillo.
***
Del total de las piezas que tiene el Museo Nacional de
Colombia, solo se exhibe el 6,3 por ciento y el 93,7 por
ciento permanece en reserva. “Es algo aterrador”, exclama
Elvira Cuervo de Jaramillo, una reacción en la que coinciden
todos los expertos consultados para esta crónica.
Es una deuda que no se ha saldado. El Consejo Nacional de
Política Económica y Social (Conpes), en 1994, aprobó la
destinación de recursos para su ampliación. Pero desde
entonces, todo ha quedado en el aire. Los predios de atrás del
museo, hacia el costado oriental de la manzana, son de la
Universidad Colegio Mayor de Cundinamarca y el Instituto
Policarpa Salavarrieta. El acuerdo de hace casi tres décadas
establecía la reubicación de esas instituciones y la
adquisición de los terrenos necesarios por parte del
Ministerio de Educación, y a Colcultura —como se llamaba el
actual Ministerio de Cultura— que coordinara el concurso de
diseño. Pero hasta el momento, no hay una respuesta clara.
“Lo han venido aplazando y ningún gobierno ha querido
hacerlo”, dice Álvaro Medina. “Lo que se exhibe es muy poco y
eso limita hasta las donaciones”, asegura el maestro Santiago
Cárdenas. “Esto se les ha salido de las manos, el museo
reserva muchas cosas importantísimas —como el uniforme de
Simón Bolívar—, es algo que me ha dejado conmovida”, agrega
Beatriz González. Muchas otras han sido llevadas a otros
lugares, como una momia que tiene más de 800 años de
antigüedad y ahora está en la Universidad Nacional.
María Victoria de Robaya subraya otro punto: “No se trata solo
de que existan piezas en reserva, porque eso pasa en todo el
mundo, sino faltan espacios para lo que ocurre y no se ve,
como los procesos de restauración y conservación; la
ampliación ayudaría a tener un gran centro técnico”. Daniel
Castro Benítez asegura que “la obsesión por solo ampliar el
museo hacia el costado oriental no ha permitido ver otras
posibilidades a tiempo que pueden ayudar a expandir el lugar”.
Juliana Restrepo lo pone de esta forma: “No es algo que
dependa solo del Ministerio de Cultura. El museo necesita más
espacio y eso causa que no haya áreas amplias para desarrollar
actividades, no hay servicios adicionales ni un centro de
restauración”. Según William López, el actual director, “se
está cumpliendo una sentencia de un juez y estamos logrando
que haya un avalúo de variables patrimoniales tanto del lote
como del edificio”.
Eso se suma al histórico bajo presupuesto para el museo.
Alguien diría que del hilo de dinero que se le da al sector
cultural en el país, un pequeño remanente llega para los
museos. “El museo tiene que crecer y aumentar, preocuparse
cómo extiende sus colecciones y cómo las muestra”, señala
Eduardo Serrano. Y agrega: “Los museos en los países
desarrollados reciben una ayuda impresionante; aquí a la
empresa privada le dejó de interesar el arte. Los museos se
convirtieron en limosneros”.
Para Beatriz González, “los museos deben tener más dinero y
más aportes del gobierno para hacer restauraciones; no solo se
necesitan personas idóneas que lo manejen, sino dinero para
ejecutar los programas”. Algo en lo que coincide Santiago
Cárdenas: “Es una pena que el Estado contribuya muy poco. El
Museo es gracias a unas personas adictas al arte que han dado
su tiempo y su conocimiento”. Y María Victoria de Robayo
añade: “Debería haber más estabilidad presupuestal”.
William López se refiere al asunto así: “En el marco de las
asignaciones de presupuestos con la exministra Patricia Ariza
se lograron 10.000 millones de pesos para este año, algo
histórico. Además, nos dobló el presupuesto de Concertación y
Estímulos”. Datos contrastados de este diario dan cuenta que
si bien en comparación del año pasado hubo un aumento de tres
puntos porcentuales, no ha sido el de mayor asignación. En
2014 hubo uno superior a los 18.000 millones, en 2006, uno
cercano a esa cifra y en 2013, 2015, 2018 y 2021, por encima
de los 11.000 millones de pesos.
***
El tercer piso del Museo Nacional tiene una energía diferente.
Es colorido. Pero es paradójico. Hace un siglo, en ese lugar
estaban destinadas celdas de entre dos a tres metros cuadrados
para recluir a presos. Y en varias de ellas metían hasta siete
personas, según detalló en su libro Adolfo León Gómez.
En el centro, se estableció una especie de sala con la mirada
panóptica del lugar. Antes estaba allí la paloma de la paz de
Fernando Botero, pero con la llegada del presidente Gustavo
Petro, se decidió llevarla a la Casa de Nariño. Como muchas
otras piezas del museo, el objeto tiene una historia de ires y
venires.
La Naranja de Fernando Botero es una de las obras por las
que más preguntan los visitantes y ha sido exhibida desde
hace décadas en el museo. Foto: archivo EL TIEMPO
Los cuatro turistas se quedan mirando de forma fija una
pintura a lo alto en particular. Es la muerte del General
Santander, retratada por Luis García Helvia en 1841. “16
personas estuvieron con él”, dice el italiano. “Dos de
rodillas, un sacerdote y uno que se ve bastante preocupado”,
añade el irlandés. En palabras de Beatriz González: “Un cuadro
maravilloso, donde se recoge un acontecimiento histórico, con
detalles, los grandes amigos de él, un obispo y una sábana
blanca amarillenta”.
Esa obra comparte espacio con El refresco del mercado, de
Andrés de Santa María, tal vez el primer gran artista
colombiano, quien captó una escena en 1907 en el balneario de
Macuto, cerca de Caracas; el retablo de los dioses tutelares
de los chibchas, de Luis Alberto Acuña en 1938, y el Sueño
rojo de Guillermo Wiedemann.
—Vean lo que hay allá —señala con el dedo el belga y queda
hipnotizado. De frente está la sala ‘Ser y hacer’. Las otras
dos del tercer piso aún no están abiertas al público. El
hombre se refería a la imponente Naranja de Fernando Botero.
Es una pintura que hizo en 1977 y guarda un detalle: entre la
inmensidad de la fruta se asoma un diminuto gusano que se la
está comiendo. —¿Está podrida? —cuestiona el turista.
El camino que conduce a esa pintura guarda otras obras como el
Colombia Coca-Cola de Antonio Caro, su obra más
representativa. También se ven Los suicidas del sisga de
Beatriz González de 1967 y La anunciación de Andrés de Santa
María de 1934. En lo que antes eran celdas, hoy hay “obras que
cuentan historias”, explica un mediador, como la edición
príncipe de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez.
La icónica obra Colombia Coca Cola de Antonio Caro es otra
de las piezas más reconocidas expuestas en el tercer piso.
Se imprimen camisetas con ellas a la salida del recinto.
Foto: David López. EL TIEMPO
Por una de las ventanas se ve uno de los jardínes, con un Juan
Valdez, el mismo lugar que en la época del panóptico era usado
como un sitio temible de castigos. “En poste de hierro clavado
en la mitad de un patio, a flor de tierra. De la cabeza de ese
poste salen tres gruesas cadenas de hierro, y una de estas la
remachaba un herrero sobre el tobillo del preso, que
permanecía allí, según su falta o la crueldad de sus verdugos,
un día o dos, o tres o más, con sus noches, a la intemperie,
girando alrededor del poste”, reseñó Adolfo León Gómez.
La salida del museo es por la calle 29. Hay una pequeña tienda
que vende recuerdos del lugar. —Quiero la camiseta con el
Colombia de Antonio Caro —, dice el italiano. Y también las
mermeladas de frutas y las pequeñas réplicas de las obras de
Fernando Botero.
Ya sobre la esquina de la carrera séptima, el grupo de
turistas, que se había conocido en la fila de las boletas, se
despide. “Ojalá que los colombianos vinieran más a este sitio
porque es maravilloso”, asegura el belga. “Un museo es una
historia que jamás se acaba de contar”, añade el irlandés.
Y están en lo cierto. Ir a un museo es como un sorbo constante
de cultura e historia. “Un pueblo ignorante es un instrumento
ciego de su propia destrucción”, dijo Simón Bolívar. El Museo
es un patrimonio que hay que proteger.