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Explicativo
La ley del más vivo empañó la final de la Copa América: así se vivió el caos y el irrespeto en el estadio / crónica de Diana Pardo
Una horda de fanáticos que irrumpió en el Hard Rock Stadium, en medio de evidentes errores de logística, le quitó brillo al histórico partido de la Selección Colombia. Crónica de una espectadora.
La previa de la final de la Copa América 2024 se vio empañada por los cientos de fanáticos que intentaron ingresar a la fuerza. Foto: AFP
l largo recorrido desde el estacionamiento hasta el HardRock Stadium parecía un río amarillo, lleno de colombianos vendiendo camisetas, gorras, ponchos, banderas, además de cerveza, agua, mazorcas y hasta lechona. Familias enteras que armaron su negocio en el baúl de su camioneta o bajo la sombra de un árbol, con fogones improvisados y parlantes a todo volumen por los que sonaban reguetones y salsa.
Ni en El Campín, en Bogotá, había visto tanta actividad en las afueras del estadio. Tampoco en otros eventos deportivos al que he asistido en el Hard Rock. En ese momento pensé en la habilidad que tienen los colombianos de rebuscarse la vida. Esa creatividad de estar en el momento oportuno con los artículos que la gente necesita.
Policías retienen a hinchas en la final de la Copa América. Foto:AFP
Fuimos con mi familia al estadio para apoyar a nuestra Selección en el sueño de abrazar la Copa América.
Llegamos unas tres horas antes, con la ilusión y la anticipación de lo que sería un partido memorable, a juzgar por la calidad del juego de nuestro equipo en las últimas semanas, pensando en contar con el tiempo suficiente para entrar con calma y reunirnos con otros amigos para celebrar. El fútbol es también una fiesta.
Nunca imaginamos lo difícil que sería entrar al estadio. Lo usual en este tipo de eventos es hacer una fila en la puerta, escanear la boleta y subir a las gradas a buscar las sillas asignadas. Pero aquí, para empezar, no había filas: solo una aglomeración de cientos de personas tratando de pasar como por un embudo por la puerta de entrada.
La cantidad de gente hacía difícil moverse, más aún respirar, bajo un sol de más de treinta grados centígrados y los aromas de cuerpos cercanos sudando como si estuviéramos en un baño turco.
Había jóvenes, viejos, niños en hombros de sus padres, hombres y mujeres entusiasmados de estar ahí. Sin embargo, en medio de la multitud se percibía miedo, un pánico anticipado al pensar en lo que podría llegar a suceder en espacios llenos de gente como esos. Gritos, empujones, quejas de que a alguien le robaron el celular y ahí tenía la boleta.
Cuando por fin cruzamos la barrera un oficial de mala gana me dijo que mi cartera no podía pasar, que debía devolverme al carro. Era un canguro de esos que van cruzados al hombro y adentro solo tenía mi identificación, una tarjeta de crédito, mi celular y las llaves de la casa. Comprenderán que en esa multitud era impensable devolverme, así que la otra opción era botar a la basura la cartera, como el oficial me sugirió, cosa que el tipo hizo con deleite.
Mi esposo y yo logramos entrar, pero mi hija y su esposo se quedaron atrás, y veíamos cómo la inercia misma de la multitud se los iba llevando hacia un lado, lejos de la salida del embudo. Hasta que unos minutos después lograron pasar la barrera.
Una mala organización, sin duda. Pero bueno, hasta ahí los colombianos no habíamos sido protagonistas de lo que se venía.
Una vez adentro la situación afuera empeoró. La gente empezó a desesperarse, a empujar más, a exigir que los dejaran entrar. Vimos desde arriba cómo la gente trataba de entrar como fuera posible: hasta saltando la valla, si era necesario. La mayoría vestía con camisetas amarillas, por lo que no es difícil colegir que se trataba de colombianos.
En la fila donde yo estaba con mi familia, una hilera de tan solo unas veinte sillas, vimos al menos tres colombianos que tuvieron que levantarse cuando los que tenían boleta reclamaron su puesto.
La gente empezó a desesperarse, a empujar más, a exigir que los dejaran entrar. Vimos desde arriba cómo la gente trataba de entrar como fuera posible: hasta saltando la valla si era necesario
En un momento oí que una mujer de camiseta amarilla, minifalda negra, y sombrero vueltiao le decía a su acompañante: “Hagámonos los maricas, sentémonos por aquí”. Otro tipo ocupaba cualquier espacio que veía vacío y les suplicaba a los vecinos que lo dejaran estar ahí hasta que llegara el dueño de la silla, que seguramente se había parado unos minutos a comprar algo. Salir al baño era una hazaña por la cantidad de colados que había en los pasillos. Ninguna autoridad poniendo orden.
Desde afuera nos llegaban videos de amigos que esperaban en medio del caos poder entrar, con imágenes de personas colándose por el ducto del aire acondicionado. Y ver la sonrisa de toda esa gente: como si burlar las normas fuera un logro.
Era tal el desorden que los organizadores decidieron cerrar las grandes puertas negras que daban al estadio. Más rabia le dio a la gente.
El partido estaba a punto de comenzar, y amigos que habían llegado más tarde que nosotros no habían podido entrar. Hasta que la fuerza de la multitud y su furia tumbaron una de las compuertas y así entraron miles de personas como en una avalancha, con o sin boleta. La gente lloraba, se caía al piso, gritaba. Y además estaba esa sensación de falta de seguridad, porque si al comienzo cuando yo entré estaban revisando carteras, ya en ese punto nadie revisaba nada.
Los oficiales mismos grababan videos en lugar de controlarla situación. Se les había salido de las manos. En el Hard Rock no estaban preparados para una situación como esa. Quizá la experiencia del domingo sirva de plan piloto para que se preparen mejor para ser anfitriones del Mundial, en el que se tiene planeado celebrar siete partidos en ese mismo estadio.
Aficionados esperan a las afueras del estadio Hard Rock previo al partido final entre Argentina y Colombia de la Copa América. Foto:AFP
Cuarenta y cinco minutos después de la hora prevista para comenzar el partido, salieron los jugadores colombianos, liderados por el gran Néstor Lorenzo. Entonces nuestros sentidos se enfocaron en ese momento, en apoyar a nuestro equipo, ajeno a todo lo que había pasado unas horas antes en la entrada del coliseo.
Y cantamos el himno, y vimos a la Selección darlo todo en esa cancha. Y nos sentimos agradecidos por estar ahí, por las alegrías que nos han dado, por llenarnos de esperanza, porque ellos encarnan lo mejor de nuestro país.
La escritora Sara Jaramillo escribió su última columna sobre el hecho de que los colombianos son atropelladores. Su texto hace énfasis en el aspecto de movilidad, en la manera como los carros se les echan encima a los peatones, una metáfora que se extiende a otras esferas de la vida cotidiana. Horas después de leer la columna, fui testigo en el Hard Rock de actos que confirmaban sus palabras. ¿Por qué los colombianos seguimos protagonizando escenas como las vividas el domingo en Miami? ¿Por qué prevalece la ley del más vivo en nuestra cultura? Es cierto que un puñado de vándalos no nos representan. Pero su actuación proyecta una muy mala imagen ante el resto del mundo. Una sociedad se mide no por sus individuos más talentosos, sino también por la forma como nos comportamos. Podremos tener una selección de lujo, pero el comportamiento de la hinchada es una vergüenza.