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Así fue mi llegada a trabajar en EL TIEMPO
Esta historia hace parte del libro ‘18 de agosto’ de Gloria Pachón de Galán, editorial Planeta.
Gloria Pachón, viuda del excandidato presidencial Luis Carlos Galán. Foto: Abel Cárdenas. EL TIEMPO
Con el abrigo negro hasta el tobillo y el ridículo sombrerito de charol estilo canotier comprado en Nueva York en mi viaje de regreso a Colombia, y sin el cual era imposible presentarme, llegué acompañada por mi mamá a hablar con Calibán en su casa del barrio San Luis, donde cultivaba un jardín de rosas y escribía su ‘Danza de las horas’.
Nos recibió con esa sonrisa que describía mi papá en su crónica, y con su incomprensible lenguaje que con el tiempo aprendí a conocer e interpretar, de la misma manera como logré la habilidad para la versión mecanográfica de su columna ‘Danza de las horas’, en EL TIEMPO. Entre frase y frase entendí, en aquella primera entrevista, que debíamos hablar con Roberto García Peña, si lo que yo pretendía era trabajar en ese periódico y convertirme en periodista.
Al finalizar esa semana entré a la oficina de don Roberto con la certeza de vivir uno de los momentos más trascendentales de mi vida y me encontré con un personaje cuya primera impresión nunca podría olvidar: se balanceaba ligeramente en su silla de director y mientras me miraba por encima de sus anteojos se acariciaba la cabeza con una mano fina y delgada. “Lo siento, pero por el momento no tenemos ningún cargo de secretaria disponible”. Mi reacción fue inmediata y bastante angustiada le aclaré cuáles eran mis intenciones o, mejor, mis aspiraciones. Se le iluminaron los ojos y respondió con una sonrisa: “Bueno, eso es otra cosa: escriba un artículo y tráigamelo”. Todo fue tan rápido que salí de allí aún más desconcertada.
El 2 de septiembre de 1953 apareció en la página novena de EL TIEMPO, el artículo ‘La casa familiar’, con mi firma. Se trataba de una “obra irable” dedicada a la protección de veinte niños desamparados, y ese mismo día, a las nueve de la mañana, llegué a cumplir la cita con Enrique Santos Castillo, quien debería asignarme las tareas como aprendiz de un oficio que llevaba en la sangre, pero desconocía por completo.
La única fórmula para llegar a ser periodista consiste en escribir y escribir sin pausa ni descanso
EL TIEMPO funcionaba en un edificio diseñado, probablemente como las demás construcciones de la avenida Jiménez, alrededor del río San Francisco en el corazón de la ciudad, con un enorme espacio en la planta baja y un segundo piso con oficinas para los columnistas y los directores de las secciones especializadas. Era en cierta forma parte de la casa familiar porque a sus espaldas, en la calle Florián, había vivido el fundador Alfonso Villegas Restrepo y más tarde el mismo Eduardo Santos con su esposa Lorencita, hermana de Villegas. Allí ocurrió la muerte prematura de Clarita, la pequeña hija del matrimonio, cuya tumba en el Cementerio Central de Bogotá fue durante largo tiempo la más visitada por los capitalinos.
Al fondo del segundo piso, sobre la izquierda, tenían su oficina los columnistas y ‘materia gris’ del periódico, Ricardo Ortiz McCormick y Eduardo Mendoza Varela; en el otro costado, al final del balcón que rodeaba todo el piso, Uriel Ospina y José Ignacio Libreros. En la parte central, al subir la escalera, estaba Margot Torres de Camargo, redactora social cuyo dolor de cabeza consistía, por instrucciones de Enrique Santos, en minimizar el boato de las fiestas de presentación en sociedad, por el rechazo que aquellos despliegues provocaban en varios sectores de la sociedad. En el sótano se producía el milagro de dar vida al periódico. Agustín Cuadros era el mago de los linotipos y con el tiempo, su ayuda y la de otros colegas, como los hermanos Cuervo, logré dominar la lectura rápida sobre el revés de los lingotes de plomo y hacer las correcciones necesarias antes de llegar a la impresión.
Allí recibí las mejores clases de Emilia Pardo Umaña, amiga de mi papá y un personaje legendario en el ambiente de transición generacional del periodismo al comienzo del decenio de los cincuenta. Emilia, integrante de una de las familias más tradicionales del país, de la Doctora Kikí de los consejos sentimentales pasó a la investigación policial en su libro Un muerto en la delegación. De su tránsito por el periódico El Siglo, como la más conservadora de los periodistas de la época, se convirtió en librepensadora en EL TIEMPO y El Espectador. Aun cuando de niña la conocí en las reuniones de mi papá, nunca imaginé entonces oír sus consejos. Con su voz ronca y el imprescindible cigarrillo que montaba en un largo pitillo, me decía: “La única fórmula para llegar a ser periodista consiste en escribir y escribir sin pausa ni descanso”.
Al mismo tiempo disfrutaba de las opiniones de José Font Castro, quien cada vez que subía a zancadas las escaleras desde la armada hasta el segundo piso, aprovechaba para recordarme a mi papá por “Su estilo, su seriedad su imaginación y su amistad”. Palabras que había pronunciado en su sepelio, según aprecié al consultar el homenaje que sus colegas habían rendido a los tres periodistas desaparecidos.
En medio de mi inexperiencia pasé por todas las etapas del aprendizaje, comenzando por auxiliar de la redactora social apoyándola con sus llamadas telefónicas, mientras con mi inglés –bastante lejos de la perfección– hacía traducciones para distintas secciones del periódico. La primera, un artículo de Aldous Huxley sobre William Shakespeare, publicado en Lecturas Dominicales.
La autora del libro llegó a trabajar a este diario en el año de 1953. Foto:El Tiempo
Improvisé entrevistas y reportajes a personajes del arte, la ciencia, la política, y llegué a todo el material considerado ‘femenino’, incluyendo los consejos sentimentales de los cuales era maestra Tonny Llovel, hasta el día en que me atreví a reemplazarla e ideé el mensaje de una mujer “desesperada en su soledad”, con tan mala suerte que uno de los lectores de la columna llegó a mi oficina para pedir en matrimonio a la autora de la carta.
En estas páginas registrábamos las noticias de rigor: nacimientos, primeras comuniones, presentaciones en sociedad, matrimonios, bodas de plata, de oro, además de la moda expresada en los desfiles en el Teatro Colón y en el restaurante Temel, el más elegante del país y –según decían sus clientes habituales– “del mundo”. Una de mis responsabilidades consistía en ‘cubrir’ esos desfiles en los que brillaba la elegancia de Clemencia Calderón de Santos, esposa de Enrique Santos, modelo exclusivo de la diseñadora sa Beatrice Jencso.
Mi o periodístico con la moda pasó a otro nivel cuando apareció el joven diseñador judío y barranquillero Toby Setton, quien llegó un día a mi oficina de EL TIEMPO y sin mayor explicación sacó una enorme carpeta llena de dibujos y telas de distintos colores y texturas. Este hombre joven y dueño de un encanto personal extraordinario, pretendía cambiar la moda en nuestro ambiente tímido y tradicional. Lo que Toby Setton llevaba en esa carpeta era la imaginación recogida en los verdaderos centros de moda del mundo y la creatividad, la suya propia, reflejada en los diseños que comenzaríamos a ver pronto en Colombia.
Improvisé entrevistas y reportajes a personajes del arte, la ciencia, la política, y llegué a todo el material considerado ‘femenino’, incluyendo los consejos sentimentales
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Simultáneamente con mi llegada a EL TIEMPO regresó al país María del Rosario Ortiz Santos –hija de Ignacio Ortiz Lozano y Cecilia Santos Castillo–. Nieta, por lo tanto, de Calibán, por su inteligencia, su carácter rebelde, su simpatía y su desparpajo, muy pronto se convirtió en protagonista entre los universitarios que incursionaban en la vida social, en el campo político y como yo, en el periodismo.
Sin saber cómo me convertí en parte de ese grupo, en el que me sentía una completa intrusa. Fabio Lozano Simonelli, Diego Uribe Vargas, Miguel Santamaría Dávila, Juan Antonio Gómez, Fernando Sánchez Torres, Crispín Villazón de Armas, Gloria Bernal, el mismo José Font y Francisco Posada Díaz, estaban destinados a formar la generación del Medio Siglo o del Medio Signo. Eran los jóvenes señalados como el futuro de una nación en trance de desarrollar y ejercer la democracia.
A la Universidad del Rosario, escenario de muchas de sus reuniones, llegué una noche con mi vestido negro, después de un día de trabajo intenso en mi empeño por aprender a ser periodista. El grado de Diego Uribe Vargas era un acontecimiento importante y para mí el primer o con los amigos de María del Rosario. Sin embargo, lo que recuerdo de esa noche no fue el discurso del nuevo abogado, ni las felicitaciones de los colegas, sino la cara de Miguel Santamaría Dávila, quien me llevó en brazos porque perdí el conocimiento después de la copa de champaña con la que celebrábamos.