
Héroes en tiempos de pandemia


Yolima Hincapié
Enfermera

Marcela Ramírez
Aseadora de TransMilenio

Carlos Fabián Nieto
Médico urgencias
Yolima Hincapié
Enfermera"Lo veía lejano. China, el otro lado del mundo. Pero llegó. Y sentí temor. Y lo siento más ahora. Porque nos falta entender la magnitud del problema en el que estamos"
Edad:
43Vive con:
Mamá, hija y abuela.
Oficio:
Enfermera jefe de la unidad de cuidados intensivos del Hospital San RafaelEl día a día de una enfermera de frente contra el coronavirus
Yolima Hincapié trabaja en la unidad de cuidados intensivos del Hospital San Rafael atendiendo pacientes críticos con covid-19.
El despertador de Yolima Hincapié suena todos los días a las cuatro y cuarenta y cinco de la mañana. Tiene una hora para alistarse y salir a tomar el bus que la llevará desde su casa en Hayuelos, occidente de Bogotá, hasta el Hospital Universitario Clínica San Rafael. Es más o menos una hora de recorrido al que Yolima ya está acostumbrada. Desde hace veinticinco años trabaja en ese hospital, primero como auxiliar de enfermería y desde hace ocho años como enfermera jefe de la unidad de cuidados intensivos. Al recorrido ya está acostumbrada, sí. Pero otras cosas –muchas– son nuevas ahora.
–Cuando empezó todo en China pensé que nunca nos iba a tocar, que el virus no iba a llegar a Colombia, ni a la clínica –dice Yolima–. Lo veía lejano. China, el otro lado del mundo. Pero llegó. Y sentí temor. Y lo siento más ahora. Porque veo que nos falta entender la magnitud del problema en el que estamos.
Yolima da esta entrevista durante un breve descanso en medio del trabajo. Tuvo que aplazar la conversación en dos ocasiones. “Recibí el turno un poco complicado”, avisó en un mensaje. Uno de los tres pacientes probables de covid-19 que están en cuidados intensivos –probables porque aún siguen a la espera de los resultados del examen– hizo un paro respiratorio y necesitó reanimación. Los tres están intubados. Con neumonía. Dos son adultos mayores. En el hospital a ellos –y a toda persona que llega con sospecha de estar enfermos por este coronavirus– los llaman pacientes ‘Código Plata’.
–Creamos ese código para evitar la discriminación hacia ellos y hacia nosotros también. Porque uno menciona covid-19 y de inmediato aparece el rechazo: “yo por allá no entro”, “la clínica está infectada”.
En sus viajes de la casa al hospital no va con su uniforme blanco. No lleva nada que la identifique como enfermera. Es una recomendación de las directivas del San Rafael, explica Yolima, a raíz de los casos de discriminación que se han vivido en el país contra los trabajadores de la salud. Ella no lo ha sentido hasta el momento, pero prefiere evitar. Le sorprende que eso pase: “Nosotros estamos poniendo nuestra vida y nuestro conocimiento para poder salvar las vidas de los que están críticamente enfermos por este virus”. Y es cierto: en este momento médicos, enfermeras, terapeutas, camilleros, todos los que trabajen en una clínica o un hospital están en la primera línea de batalla. Para finales de marzo eran cerca de ocho mil los médicos y enfermeras contagiados en Italia, cincuenta y seis de ellos fallecidos. En España, la cifra llegaba a doce mil.
–¿Tiene miedo?
–Bastante –responde Yolima–. El hecho de saber que es un virus que se contagia tan rápido y que uno va a estar en o directo genera mucho temor. Pero cuento con la seguridad de mi formación como enfermera.
El mayor miedo lo siente cuando vuelve a casa. Por el riesgo de contagiar a su familia. Yolima vive con su hija, de 17 años, con su mamá –que es diabética y tiene antecedentes cardiacos–, y con su abuela, de 94. Cada noche, cuando acaba el turno, esa es su angustia principal: llevarles el virus. Pero no por eso ha pensado en abandonar su trabajo o en cambiar de área. “Son veinticinco años como enfermera, siempre en cuidados intensivos. Yo quiero mi unidad. Aquí me formé como enfermera –dice Yolima–. El servicio al paciente que me necesita es mi realización personal”.
Su vocación se anunció desde niña. Estudió en el Instituto Lisieux, de las hermanas misioneras de Santa Teresa de Jesús, y desde el colegio se unió como brigadista en la Cruz Roja. A la hora de elegir profesión, optó por Enfermería. Se formó como auxiliar en la escuela del Hospital San Rafael y luego estudió para ser jefe en la Fundación Universitaria del Área Andina. “Ser enfermera en una unidad de cuidados intensivos implica una gran responsabilidad, al tener al cuidado los pacientes altamente críticos”, dice Yolima, de 43 años.
Mientras da la entrevista ella tiene puesto un tapabocas quirúrgico –el convencional–, gafas y gorro. Está protegida solo así porque está fuera de la UCI. Esos no son, por supuesto, los únicos elementos que requiere cuando atiende pacientes con covid-19. A todo esto debe sumarle una careta, un tapabocas N-95 –que la protege de las micropartículas–, una bata de manga larga y doble guante. “El N-95 lo había usado antes, en los casos de posible tuberculosis, por ejemplo. Pero con el brote de este coronavirus se agregó el resto”.
En el hospital se han encargado de entrenar a todo el equipo en el uso correcto de los elementos de protección. Carmenza González, que está a cargo del departamento de Enfermería del San Rafael –que suma 634 personas–, afirma que están en la tarea de capacitación constante del grupo médico. “Buscamos que las medidas de bioseguridad se cumplan de manera estricta”, dice González, y agrega que han activado el diálogo con el área de psicología y psiquiatría por si requieren intervenciones personales o grupales.
Hasta el momento Yolima no ha sentido que el miedo o la ansiedad se salgan de control. Por causa de esta pandemia sus turnos de trabajo cambiaron y ahora no son de seis horas todos los días, sino de doce horas –de siete de la mañana a siete de la noche– en días intercalados. El tiempo de descanso en casa le permite pensar y dedicarse a otras cosas. Una de sus distracciones es dibujar. Y hacer tarjetas en papel pergamino. Eso la relaja.
A veces también le ayuda a su hija Paula en los trabajos que le dejan en las clases virtuales del primer semestre de istración de Empresas. O ven juntas una película. Pero siempre guardando la distancia, siempre con tapabocas. “Yo me siento muy orgullosa del trabajo que hace mi mamá –dice Paula–. Pero ahora veo que llega a casa estresada, como triste. Por la angustia de que nos llegue a contagiar”. Yolima hace todos los procedimientos de cuidado necesarios. Y sin embargo: está el temor. Duerme bien. Toma una ducha y a las nueve y media de la noche ya está acostada. Lista para empezar otro día.
–Cuando va rumbo al hospital, ¿ve que la gente se está protegiendo bien, o no?
–Es terrible lo que veo en el recorrido. Entiendo que hay personas que viven del día a día y necesitan salir a trabajar, pero otras lo hacen porque quieren. Y no se protegen. Uno ve a la gente con guantes, pero con los mismos guantes cogen el tubo del bus, con los mismo guantes se tocan la cara, se rascan los ojos, usan el celular. No entienden que en este momento lo único que nos salva es estar en casa.
Yolima está convencida de que la situación con el covid-19 en el país se va a complicar. En este momento el San Rafael cuenta con treinta camas en la unidad de cuidados intensivos –diez para adultos, diez pediátricas y diez neonatales– y la idea que tienen es expandirse a cincuenta. “Sabemos que va a llegar el momento en que las unidades estén totalmente llenas”, dice. El personal de enfermería en la UCI también ha aumentado. Ahora ella cuenta con tres auxiliares de planta y dos más de apoyo que se unieron por el plan de contingencia creado para el manejo covid-19.
Estos pacientes están en aislamiento en habitaciones con presión negativa, vigilados de forma permanente por medio de monitores programados para que cada cuarenta y cinco minutos les tomen los signos vitales. Las enfermeras entran con frecuencia, con el mayor cuidado y la calma posibles, para verificar que todo esté correcto. “Los tratamos como a cualquier otro paciente de cuidado intensivo. Te lo digo: la humanización que hay con ellos es muy grande. Yo le repito a cada una de las enfermeras de mi equipo: en esa cama puede estar su papá, puede estar su mamá, su hijo, su hermano, uno mismo. De esa misma manera debemos tratar a los pacientes”.
–Hoy vas a tener un turno mejor que el de ayer.
Esa es la frase que la mamá de Yolima le dice cada mañana, cuando se despide. “Así comienzo mi día: con su bendición y la de toda mi familia”. Es muy creyente. Sobre todo de la Virgen Milagrosa. Y es habitual que se encomiende a ella, pero estos días lo ha hecho con más fuerza. Siente la necesidad de orar y pedir que la proteja. “Creo que todo esto es un llamado que Dios nos está haciendo para que nos demos cuenta en qué estamos fallando como seres humanos. Un llamado a valorar cada día de vida. En esta profesión me doy cuenta. Veo a pacientes críticos y pienso: el hecho de que uno pueda levantarse y respirar es una oportunidad que tenemos que agradecer”.
El tiempo para hablar con Yolima se termina. Debe volver pronto al trabajo. No sabe cómo acabará el turno de hoy, pero está segura de que dará todo para que salga bien. Se formó como enfermera con ese objetivo: servir, cuidar. Se está exponiendo y lo sabe. En estos momentos tanto ella como todos los trabajadores de la salud en el mundo están poniendo el bienestar de los otros por encima del propio. Eso entraría en la definición de heroicidad. Pero ella no lo ve así: “Ahora sí somos los héroes, ahora sí somos los que ayudamos a salvar vidas, ahora sí. Pero entonces, años atrás, ¿qué? ¿Cuál ha sido el reconocimiento dado a nuestro trabajo? Nosotros toda la vida hemos hecho esto”. Y mañana, como siempre, ella madrugará. A seguirlo haciendo.
María Paulina Ortiz / Editora de Lecturas

Marcela Ramírez
Aseadora de TransMilenio"Me gusta esta área porque me considero muy curiosa en este tipo de temas, además de ser una oportunidad de demostrar que las mujeres podemos incursionar en lo que sea"
Edad:
31Vive con:
Sus dos hijos
Oficio:
Monitora del área de desmanchado y desinfección de TransMilenioLas manos que desinfectan los buses de TransMilenio
Buscando conquistar nuevos espacios para las mujeres, Marcela Ramírez se dedica al mundo del mantenimiento.
Colonizar espacios donde se suele ver solo a los hombres. Bajo esa premisa, Marcela Paola Ramírez decidió, desde muy joven, estudiar técnico-mecánica y una tecnológica en mantenimiento. Luego de cumplir un periodo trabajando con maquinaria industrial, se presentó a una convocatoria de empleo en TransMilenio, hace seis meses, y ahora se desempeña como monitora del área de desmanchado y desinfección del sistema.
“Me gusta esta área porque me considero muy curiosa en este tipo de temas. Además, es una muy buena oportunidad para demostrar que las mujeres podemos incursionar en lo que sea. Al tiempo, soy una madre emprendedora, como muchas en este país, que lucha día a día para sacar adelante a sus hijos”, asegura con orgullo esta bogotana de 31 años.
Si ser cabeza de familia y trabajar no ha sido tarea fácil, tras anunciarse la medida de aislamiento obligatorio en Colombia todo se ha vuelto aún más complicado: su mamá era quien le ayudaba a cuidar a su hija de 14 años y a su hijo de 13. Juntas llegaron a la conclusión de que seguir con dicho acompañamiento, por ahora, era imposible: tanto por el tema de desplazamientos como porque ella hace parte de la población vulnerable.
En consecuencia, a Marcela Ramírez le ha tocado dejar a sus hijos solos, levantarse a la madrugada para dejar listas todas las tareas del hogar y andar pendiente del celular las 24 horas para comunicarse con ellos constantemente y asegurarse de que están haciendo bien las tareas.
“Como soy monitora, llegó a mi trabajo antes (a las 8 a. m.) para alistar todo lo que mis compañeros necesitan al momento de realizar su labor; también debo estar pendiente de que toda la flota esté limpia. Después de las cinco de la tarde se entrega el resumen total de los carros, por lo que estoy llegando a mi casa tipo seis y treinta de la noche para seguir con las cosas del hogar”, describe.
Aunque el enfrentarse a contagios, enfermedades e infecciones es algo cotidiano con o sin coronavirus, últimamente, durante el trayecto que va de Arborizadora Alta (la zona en la que vive) a Patio Laguna (lugar en donde hace la limpieza de los buses) le ha sido inevitable sentir un poco de temor por la pandemia; más, cuando es consciente de estar más expuesta por dedicarse a limpiar articulados que podrían llegar contaminados.
En medio de esos pensamientos encuentra fortaleza en la gratificación que le genera estar convencida de que está haciendo lo correcto para que cada ciudadano tenga la certeza de que en el anonimato hay personas haciendo lo mejor para hacer de TransMilenio un lugar limpio. Labor que ella describe como la de “un héroe invisible”.
Especiales multimedia / EL TIEMPO

Carlos Fabián Nieto
Médico urgenicas - Clínica ColombiaLa historia del primer médico colombiano muerto por covid-19
Carlos Fabián Nieto falleció en la Clínica Colombia, donde trabajaba. Tenía 33 años. Deja a una esposa y a dos hijos pequeños.
El mamagallista, el jovial, el buen amigo y el siempre atento Carlos Fabián Nieto se convirtió en el primer médico muerto en el país por covid-19. Falleció este sábado 11 de abril luego de permanecer 12 días luchando por su vida en la unidad de cuidados intensivos de la Clínica Colombia, la misma donde trabajaba hace apenas un año.
Este llanero llegó a Bogotá hace dos años buscando un mejor porvenir. Era la cabeza de un hogar conformado por su esposa Paola y sus dos pequeños hijos, uno de un año y otra de tres, su adoración.
Nieto entró en marzo del año pasado a la Clínica Colombia. Su cargo: médico de urgencias. Allí atendía, principalmente, a los pacientes adultos. Las autoridades de salud y la propia institución estudian la forma en la que se contagió. No existe una versión oficial al respecto.
Carlos Fabián Nieto presentó sus primeros síntomas el 22 de marzo. Como tenía exposición directa a personas con enfermedades respiratorias, le hicieron al día siguiente la prueba para saber si estaba afectado por el nuevo coronavirus.
Sin embargo, el sábado 28 los síntomas empeoraron, hasta convertirse en una neumonía que progresó al punto de que el lunes 30 requirió soporte ventilatorio mecánico en la unidad de cuidados intensivos. El martes 31 llegó el resultado de la prueba: positivo para covid-19.
Sus últimos días fueron complejos. A pesar de ser un paciente joven (33 años) su estado empeoró. Y así, este sábado pasadas las 9 de la mañana en un comunicado la Clínica Colombia confirmó su muerte.
'Quería ser internista'
“Agradecemos a todas las personas que se entregaron por completo para ayudar en esta situación. Gracias de todo corazón al equipo de la clínica en un duro momento como el actual. Es un orgullo saber que hicieron todo lo que estaba en sus manos y que cada día continúan entregando su mayor esfuerzo a cada persona a la que nos debemos”, escribió la institución.
Se fue el alma de la fiesta. El hombre dicharachero que siempre le encontraba chiste a todo. El médico que tenía el sueño de ser internista. El padre de familia y el hijo que no dudaba en ayudar a sus seres queridos. Partió anticipadamente un médico valioso para Colombia, lamentablemente, la primera víctima del cuerpo médico por esta pandemia.
En la tarde de este sábado, el cuerpo del doctor Nieto, en un coche fúnebre, fue despedido entre aplausos y en medio de una calle de honor por parte de sus compañeros de trabajo.
Unidad de Salud - @SaludET / EL TIEMPO


Cristian Blanco
Mensajero

Carolina Flores
Investigadora del INS

Mercedes Pimiento
Voluntaria social
Christian Blanco
Mensajero"Yo no puedo darme el lujo de contagiarme, tanto porque mi familia sufriría como porque yo soy el sustento de mis hijas menores de edad y mis papás"
Edad:
33Vive con:
Dos adultos mayores.
Oficio:
Mensajero de la plataforma PicapLa vida de un mensajero en una ciudad confinada
En dos ruedas, Cristian Blanco va de calle en calle llevando productos de primera necesidad a los ciudadanos
De calle en calle. Del supermercado o una farmacia a su casa. Unas veces transportando objetos de primera necesidad como comida o medicamentos; otras, llevando dinero o computadoras. Cristian Blanco, bogotano de 33 años, pasó de ser despachador de aeronaves a convertirse en los pies, los brazos y los ojos de más de un capitalino durante el tiempo de cuarentena gracias a su actual trabajo como mensajero.
Desde las diez de la mañana hasta las seis u ocho de la noche sale a recorrer la ciudad haciendo servicios Pibox, de la aplicación Picap, por lo que su moto se volvió la única forma de tener una entrada para mantenerse a flote. En medio de los trayectos, lo que más le aterra es confirmar que aún hay quienes “se están tomando esto de manera deportiva”. Por eso le ruega a todos los que conoce que se tomen en serio las medidas de prevención.
“Al hacer los domicilios me doy cuenta de que hay muchas personas que salen sin protección, que no cumplen con las normas actuales de autocuidado ni con la distancia solicitada al momento de entregar un pedido o hacer las filas para adquirir los productos”, afirma.
Porta orgullosamente su carné que lo acredita como mensajero, pues asegura que le sobran palabras de agradecimiento con su trabajo. Dice que le apareció como caído del cielo luego de quedarse sin empleo tras salir en el recorte de personal de una compañía.
Además de mantener en regla sus papeles, tener al día su moto y portar casco, ahora va a todo lado con un ‘kit coronavirus’: una maleta azul oscura donde lleva tapabocas, guantes, antibacterial y alcohol en spray para desinfectar la mensajería cuando la recibe y cuando la entrega. “Yo no puedo darme el lujo de contagiarme: mi familia sufriría y, además, yo soy el sustento de mis hijas menores de edad y de mis papás, de 65 y 70 años”.
Llegar a casa es su refugio. La idea de regresar y recibir el cariño de sus padres es invaluable. Pero, al tiempo, eso le exige ser aún más estricto con los niveles de asepsia, pues ya son de edad avanzada y su mamá sufre de problemas cardiovasculares. Son población vulnerable. Para cuidarlos hace varios cambios de ropa al día, carga chaquetas protectoras que lava en alcohol a cada rato y es muy juicioso en la aplicación de antibacterial y con el lavado de manos, procurando estar extremadamente aseado antes de compartir con ellos.
Aunque aparentemente no ha vivido el encierro, siente como si una parte de él se mantuviera en aislamiento. Para no poner a sus hijas en riesgo, tomó la decisión de limitar el o con ellas a videollamadas diarias y a enviarles saludos con su expareja cada vez que acude a dejarles mercado o los materiales para las tareas.
Sus niñas lo ven como uno de esos personajes que salvan a la gente en las películas, pues saben que sale de lunes a domingo a llevarles, a desconocidos, aquellas cosas que necesitan con urgencia. Él, por ahora, cruza los dedos para que pronto la contingencia pase y pueda disfrutar de las tradicionales salidas en familia que tanto le llenan el alma.
Especiales multimedia / EL TIEMPO

Dra. Carolina Flores
Jefa de investigaciones - INS"Nuestra vida cambió totalmente desde que detectamos el primer caso. No hemos descansado un solo día, ni sábados ni domingos, y por ende hemos modificado nuestro estilo de vida y hasta nuestros propios pensamientos"
Edad:
52Vive con:
Sola
Oficio:
Microbacterióloga
Diana Walteros
Epidemióloga de campo - INS"Debemos ser muy conscientes de la situación y evitar las conductas que nos pongan en riesgo"
Edad:
38Vive con:
Sola
Oficio:
Epidemióloga de Campo FETPLas cazadoras del enemigo invisible
Carolina Flores, microbacterióloga, y Diana Walteros, epidemióloga de campo, defienden con trabajo arduo y silencioso el legado del Instituto Nacional de Salud (INS), la entidad que tiene a su cargo la atención técnica de la pandemia de coronavirus.
Atrincheradas. En máximo nivel de alerta. Con el uniforme impecable, eso sí. Carolina y Diana, así como otros 400 profesionales del Instituto Nacional de Salud (INS), libran una guerra más silenciosa de la que estamos acostumbrados los colombianos, pero no por eso menos dolorosa.
Desde el búnker en el que se ha convertido la sede de la entidad en Bogotá, tienen a su cargo la misión de capturar a ese enemigo invisible e importado que se llama SARS-CoV-2. Y si no es posible, al menos reducir sus daños.
Las dos son, en realidad, generales de tres soles en este ejército de la salud. Carolina Flores es bacterióloga, magíster en microbiología y directora de redes en salud pública, que incluye los laboratorios donde se procesan las muestras. Y Diana Walteros, médica y cirujana, magíster en epidemiología, subdirectora de prevención vigilancia y control en salud pública –el equipo de campo que rastrea casos sospechosos de covid-19–.
Llevan 23 y 11 años, respectivamente, al pie del cañón en esta autoridad guardiana de la salud pública. Con la experiencia que ostentan los que han librado mil batallas, Carolina y Diana recuerdan sacando pecho cómo el país logró superar otras amenazas en el pasado, como la tal influenza AH1N1, el impronunciable chikunguña o el temido zika.
Amenazas todas que se combatieron desde el INS con las únicas armas a las que suele acudir una de las entidades sanitarias con menos presupuesto del sector salud: rigor, ciencia, transparencia y trabajo duro. Muy duro. Como ahora en la contingencia de la covid-19.
Dormir cinco horas o cuatro, o seis. Da igual. Eso dejó de ser importante para la doctora Carolina Flores hace varias semanas. Abre el Instituto Nacional de Salud a eso de las 6 de la mañana y lo cierra hacia la medianoche. Bueno, ella y su equipo. Tienen sobre sus hombros la presión de procesar las muestras que llegan de todo el país de personas con sospechosas de contagio.
“Nuestra vida cambió totalmente desde que detectamos el primer caso. No hemos descansado un solo día, ni sábados ni domingos, y por ende hemos modificado nuestro estilo de vida y hasta nuestros propios pensamientos. Nuestro cerebro está casi al 100 por ciento buscando estrategias para responder adecuadamente a nuestro país. Nos vamos a nuestras casas y nuestras mentes siguen laborando”, responde la bacterióloga, rodeada de micropipetas automáticas, agitadores y cámaras de bioseguridad.
Su trabajo –intenta explicar– es garantizar que el laboratorio funcione, incluyendo la disponibilidad de insumos y reactivos, los mismos que escasean en el mundo.
ite sin tapujos que la covid-19 ha rebasado toda capacidad de respuesta dada la rápida transmisión y, por tanto, el crecimiento exponencial de casos o de os, lo que se traduce necesariamente en muestras para procesar. Y no obstante esa facilidad con la que los grandes volúmenes de información se transforman en cifras frías, Flores trata de mantener intacta su humanidad. Se preocupó igual cuando tuvo que confirmar el positivo de un allegado que cuando notificó las infecciones de personas jóvenes, de familias enteras o de grupos contagiados en cadena.
“Hay muchas personas que creen que esto es un juego. A ellas les diría que debemos tener respeto por los virus cuando logran escalarse a este nivel, debemos tener conciencia de que las víctimas mortales pueden ser muchas si no contribuimos a la contención. Es un trabajo de todos. Y si no quieren pensar en sí mismas, que piensen en sus familias, en si desean o no volverlas a ver o si quieren ser las culpables de infecciones que tal vez terminen en muertes”, recalca.
Incluso, antes de que el nuevo coronavirus llegara al país el pasado 6 de marzo estas mujeres y sus equipos ya marchaban sin tregua, en jornadas de 15, 16 o 20 horas. Carolina y Diana dicen, en diálogo con este diario, que para no cederle un milímetro a este villano también deben luchar contra el tiempo. Entregar el mayor número posible de resultados de las pruebas tomadas en todo el país o detectar más casos sospechosos en campo puede marcar la diferencia entre la vida o la muerte para cientos de personas, así este símil suene a cliché.
Hoy en Colombia los muertos superan las seis decenas y los enfermos los dos mil. Y detrás de esas cifras que suelen ocupar los titulares está el trabajo de ambas: más de 35.000 muestras procesadas en el INS que han permitido descartar casi 30.000 casos sospechosos. Una tarea de titanes. Y todo en poco más de un mes.
–¿Tiene miedo?
–Es un sentimiento natural y sobre todo cuando hay incertidumbre; sin embargo, en el INS hemos estudiado la situación y hemos adecuado todos los procesos y procedimientos para la investigación de los casos confirmados de forma segura para las personas, familias y para los epidemiólogos.
–¿Le da miedo, por ejemplo, poder contagiarse y contagiar a sus seres queridos?
–Debemos ser muy conscientes de la situación y evitar las conductas que nos pongan en riesgo. Para los profesionales de la salud es indispensable el entrenamiento y uso adecuado al colocarse y retirarse los elementos de protección personal, mantener la higiene de manos. Si uno tiene en mente esta situación, no debe tener miedo sino seguir las recomendaciones puntuales.
Con esa serenidad responde, a sus 38 años, Diana Walteros, una de las profesionales que a lo largo de los años en el INS se ha encargado de hacer en campo el rastreo epidemiológico de os de casos confirmados de varias enfermedades. Eso, en otras palabras, es ir puerta a puerta indagando cómo pudieron infectarse cientos de personas. Y si se quiere, plantándole cara a virus como el SARS-CoV-2 a modo de detective.
“En la sala de análisis del riesgo nacional analizamos el comportamiento de los casos confirmados, identificar las cadenas de transmisión, fuentes de contagio; y de ser necesario desplazar equipos de epidemiólogos con el fin de investigar en el campo estas características. Todo con el fin último de brindar información confiable para la toma de decisiones desde los niveles nacionales como territoriales”, describe su trabajo.
Pero no es un camino de rosas llegar a cada hogar y hacer estas investigaciones. En territorio, como ella lo llama, deben enfrentarse a la falta de empatía de la gente que muchas veces ha rayado con rechazo y discriminación cuando ven a los equipos llegar con sus trajes de protección personal. Miedo –seguramente– que entorpece la búsqueda de información epidemiológica tan importante por estos días.
La del covid-19 no es la única guerra que libran Carolina y Diana –así como miles de trabajadores de la salud– por estos días. Están, por supuesto, las internas. Estar alejadas de sus seres queridos hace varias semanas en un intento por protegerlos, soportando las angustias propias de quien está expuesto todos los días al virus.
“Y no poder abrazar ni compartir tiempo de calidad con la familia desde hace tres meses”, suelta Diana.
“Ni los acostumbrados almuerzos de domingo en casa de mi mamá, que tiene 84 años, y a quien, aunque vive aquí en Bogotá, decidí no volver a visitar desde que detectamos el primer caso en Colombia. No quiero ponerla en riesgo. Me duele no verla”, agrega Carolina.
Si bien están en áreas distintas del INS, comparten muchas circunstancias. Son profesionales que brillan desde el anonimato, comprometidas con un momento crítico en la historia del país. “No somos heroínas, solo hacemos lo que nos corresponde. Seremos héroes todos cuando hayamos ganado la batalla”, remata Carolina.
“Ya habrá tiempo de hacer los planes que tenemos pendientes, como poder viajar a ver a mi hija, que estudia en Canadá y a quien extrañamos mucho en casa”, concluye Diana.
Hablan con la confianza tan propia de los soldados más fieles: “El país ganará esta guerra”.
Ronny Suárez / Redactor de Salud

Mercedes Pimiento
Voluntaria social"No puedo descansar, ellos me tienen solo a mí"
Edad:
59Vive con:
Nieta, hermano, cuñada y sus dos sobrinos, uno de ellos está en casa junto a su esposa e hija
Oficio:
Rescatista y solidaria con los perrosEl ángel de los perritos callejeros
A Mercedes Pimiento hace tres años le diagnosticaron miastenia grave. Desde ese día vive agradecida con los animales, pues dice que han sido su terapia.
La rutina de Mercedes Pimiento no ha cambiado por la cuarentena. Todos los días hace el mismo recorrido en uno de los pocos buses que todavía transitan por la ciudad: desde el barrio donde vive (San Felipe, en la localidad de Barrios Unidos) hasta San Luis, en la vía a La Calera. Aunque está tomando todas las precauciones de higiene, lo que realmente le preocupa es la salud de su familia.
Mercedes se ha dedicado a rescatar y alimentar perros de la calle desde hace quince años. Todo empezó cuando a un sobrino suyo se le perdió una perra que ella le había regalado. Empezó a buscarla los domingos, en las calles del sur de Bogotá, poniendo anuncios y preguntando. No la encontró, pero en esa búsqueda se topó con los cientos de perros abandonados que deambulan por la ciudad.
En estos años, sola o con otros rescatistas, ha ayudado a centenares de perros que ha cuidado, alimentado y puesto en adopción. Algunos se han quedado con ella, como Negrito y Lola, que la han acompañado durante diez años porque nunca fueron adoptados. Hoy tiene bajo su responsabilidad a unos 26 perros rescatados. La mitad vive con ella en la terraza de su casa.
Hace seis meses arrendó un lote en el barrio San Luis y allí construyó un refugio propio con materiales reciclados. Se llevó una parte de los perros que estaban en otro refugio que compartía con una amiga. Trece perros la esperan ahí todos los días. Los peina, los limpia con vinagre y les da comida. Está con ellos hasta las ocho de la noche. Si tiene chance, alimenta a los perros del barrio que viven en la calle y que ella no puede acoger por asuntos de espacio.
Durante la cuarentena ha salido de su casa a la misma hora. Pero ha intentado devolverse más temprano de San Luis porque ahora las calles están más solas y eso le da un poco de miedo. Cuando se baja del bus que la deja cerca a su casa se encarga de alimentar a Manchitas, Negro y Sarita. Son tres gatos que la esperan todos los días. Después alimenta a otros 10 felinos y a un perro negro que duerme con su amo en un carro viejo y que solo le recibe comida a ella.
El sueldo de Mercedes es el que obtiene paseando perros en el barrio El Polo, cerca de su casa. Tras la llegada de la cuarentena, los dueños están aislados en sus casas y prefieren ellos mismos sacar a sus mascotas. Dice ella que ha tenido que escatimar en el mercado de su casa para comprar los bultos de comida para los perros y los gatos.
En la noche, antes de entrar a su casa, se quita la ropa que lleva y se echa alcohol en el cuerpo. Su familia entiende que ella tiene una responsabilidad. Pero todos tienen miedo de que Mercedes se contagie en el transporte público. Además de poner en riesgo a los niños y a los adultos de la tercera edad que viven en la casa, se pone en riesgo ella.
“Por estar cuidando a los perros, se descuida mucho ella”, dice su sobrina Jana. Aunque en los últimos años su salud se ha deteriorado y ha tenido que recoger menos perros en la calle, aun en cuarentena, su justificación es esta: "No puedo descansar. Ellos me tienen solo a mí".
Andrés Camilo Torres - @actorresd / Escuela EL TIEMPO


Edwin Martínez
Médico de urgencias

Iván González
Voluntario social

Tonny Sarquis
Anestesiólogo cardiovascular
Edwin Martínez
Médico de urgencias“Hay pacientes que se tienen que ir para la casa sin un diagnóstico. Los casos de contagiados, evidentemente, van a aumentar”
Edad:
39Vive con:
Su esposa, su hijo y su suegra
Oficio:
Médico, director de urgencias del hospital San RafaelEl miedo y la fe de un médico de urgencias
El boyacense Edwin Martínez trabaja en dos clínicas bogotanas. Es padre de un hijo al que no ve hace un mes. Un trabajador de la salud que explica muy bien por qué este virus es tan peligroso.
Cuando una astillita o un grano de arroz se quedan atorados en la garganta, la primera reacción del organismo es la tos. Mucha tos. Y vómito, en algunos casos: depende de si el objeto que causó el atoramiento es más grande o robusto, o de la reacción del estómago. Así que imagínense lo que puede pasar cuando una manguera de plástico —un tubo orotraqueal de entre 7,5 y 8,5 centímetros de diámetro— ingresa por la boca, atraviesa la garganta, la laringe, la tráquea y, finalmente, llega a los pulmones para llevarle respiración asistida a una persona que la necesita para no morir.
Por eso, antes de ser intubados, los pacientes sospechosos de padecer covid-19 deben estar absolutamente dormidos. O dopados, mejor. Y deben tener el estómago vacío.
Imagínense lo que podría suceder si a un paciente positivo con covid-19 le hacen ese procedimiento estando despierto y con la barriga llena. El ataque de tos y el vómito serían una peligrosísima explosión: miles y miles de partículas del virus expulsadas y estampilladas hasta en el último rincón de la sala de cirugía de un hospital; en la ropa, en la cara y en los pulmones de médicos, enfermeras y de otros pacientes, que se sumarían a esa cadena infame de propagación del nuevo coronavirus.
Por eso, el doctor Edwin Martínez tuvo que diseñar un riguroso protocolo para la atención de los pacientes con síntomas de covid-19 que entran a las urgencias del Hospital Universitario y Clínica San Rafael, donde es director. También, sustentado en los lineamientos internacionales, trabajó en la ruta de acción de las urgencias de la Clínica Shaio, donde es especialista.
El doctor Martínez sabe que él y los demás trabajadores de la salud están en altísimo riesgo. Que son el 15 por ciento de los contagiados y víctimas de esta pandemia que parece el mismísimo fin del mundo.
Como el médico Carlos Fabián Nieto, fallecido hace pocos días en Bogotá. El primer profesional de la salud que pierde la vida, en Colombia, víctima de esta pandemia. Era joven. Muy joven. Tenía 33 años. Dejó a una esposa, a unos hijos pequeños (de uno y tres años). Dejó a una familia y a unos amigos que no podrán despedirlo porque el coronavirus también nos está privando de velorios, funerales y otras actividades colectivas.
El doctor Martínez sabe muy bien todo eso. Y mucho más.
Pero su meta es salvar muchas vidas. Y sobrevivir.
Miedo. Esa es la palabra que no deja de darle vueltas en la cabeza.
Miedo a contagiarse. Miedo a contagiar a su esposa, la ingeniera de sistemas Patricia Ferreira, con quien comparte un apartamento en Bogotá, aunque él no pueda cumplir con la cuarentena.
Miedo a contagiar a su hijo Samuel, de 7 años, a quien tuvo que mandar a donde una tía en Villeta (Cundinamarca) apenas se empezó a calentar el tema del coronavirus en Colombia.
Miedo a llevarles una infección a sus padres, los profesores jubilados Félix Antonio Martínez y María Evelina Rojas, de 66 y 67 años, que viven en Tunja. Unos papás ya mayores que —bien lo sabe él— también son población de alto riesgo.
Miedo a los estragos de esta pandemia en un país —en un mundo, mejor— que no cuenta con la infraestructura necesaria para enfrentar y derrotar. Miedo a ver más muertos y más muertos. Miedo a que se muera un familiar, un amigo, un compañero de trabajo. Miedo a que la gente siga en la calle y no acate la cuarentena: la única medida que existe, por ahora, para evitar que el virus siga creciendo como una inatajable bola de fuego.
Y sí: miedo a morir. No sobra recordar que una de las primeras víctimas del coronavirus fue, precisamente, el médico chino Li Wenliang. Tenía 34 años y fue uno de los primeros en alertar sobre los riesgos de esta plaga apocalíptica nacida en un mercado de mariscos de la ciudad china de Wuhan el pasado mes de diciembre y que en menos de tres meses ya había matado a miles y miles de personas en todo el mundo. En Italia, uno de los países más afectados por la pandemia, van más de ochenta médicos muertos. Y en Ecuador, aquí al lado, diez trabajadores de la salud murieron por causa de este mal y otros 1.600 están contagiados. Es tan poderoso ese tal covid-19 que hasta a los médicos los está matando. Y nunca nos sobrará recordar al médico colombiano Carlos Fabián Nieto, quien murió el pasado sábado 11 de abril.
Su nombre completo es Edwin Fernando Martínez Rojas y una biografía suya dirá que tiene 39 años y que fue un niño muy feliz en las montañas de Socha (Boyacá), donde nació y se graduó con honores del único colegio del pueblo: el Pedro José Sarmiento, que lleva el nombre de un general de la campaña libertadora parido en esas tierras.
“Recuerde que la Campaña Libertadora con Simón Bolívar, en 1819, pasó por Socha”, dice orgulloso Martínez, graduado como médico de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Tunja (UPTC) y especialista en medicina de emergencias de la Universidad del Rosario en convenio con la Clínica Santa Fe.
Como buen hijo de educadores, creció sabiendo que la educación es la clave de todo. Sus títulos y méritos han sido suficientes para obtener los dos cargos que desempeña actualmente: es, desde hace cuatro años, el director de urgencias del Hospital Universitario y Clínica San Rafael —en el sur de Bogotá— y, desde hace seis, especialista de urgencias en la clínica Shaio —en el norte de Bogotá—. De extremo a extremo.
Y aunque si algo ha demostrado esta enfermedad es que es absolutamente democrática —ataca a un pordiosero y también al príncipe Carlos de Inglaterra—, asegura que las cosas están peor en el norte. “Los que viven en esa zona de la ciudad fueron los que estuvieron de viaje y, por tanto, tuvieron o con personas que viajan. En el sur de la ciudad, la gente es de otro perfil”, aclara.
El doctor Martínez, en pocas palabras, vive con un enemigo que le respira en la nuca. En los dos lugares donde trabaja hay pacientes sospechosos y positivos. En San Rafael hay dos confirmados —delicados ambos, uno más que otro— y nueve sospechosos, hospitalizados, en espera del diagnóstico. Los resultados, lamenta él, se están demorando mucho. “Hay pacientes que se tienen que ir para la casa sin un diagnóstico”, se queja.
El doctor Martínez casi no duerme. O duerme muy poco. Trabaja casi todo el día y nunca puede apagar el teléfono porque —además de tener dos empleos— cualquier decisión trascendental —sobre medicamentos, traslados, equipos o procedimientos con los pacientes— se le debe consultar. Y cuando llega a casa intenta desconectarse de la realidad, aunque sea difícil. No ve noticias. Cree que los noticieros no aportan mayor servicio y sí contribuyen a aumentar el pánico y la ansiedad.
Y con su esposa ve televisión o series de Netflix.
Y con su esposa llaman a diario a ese niño que los añora desde Villeta y al que ellos añoran desde Bogotá.
Y con su esposa espera que esta pesadilla termine pronto para que su familia vuelva a ser una familia feliz.
Edwin Martínez y Patricia Ferreira llevan 15 años juntos: nueve de matrimonio y el resto, de novios. Y lo que ella más ira de su marido es la vocación de servicio. No solo ahora. Siempre. “Es incapaz de soltar a un paciente así haya terminado su turno. Busca salvar vidas hasta el último momento, así tenga que sacrificar sus fines de semana y el tiempo con su familia”, dice.
Patricia sabe que los enfermos necesitan a su esposo. “Pero mi hijo y yo también lo necesitamos”.
El doctor Martínez está muy preocupado. Y aunque intenta ponerle buena actitud, las cifras de contagiados, que van en aumento, y el mal comportamiento de un alto porcentaje de la población que no cumple con la cuarentena, le hacen perder la esperanza. Eso y otros asuntos:
que el virus se propague tan fácilmente y genere un deterioro tan rápido y tan arrasador en los pulmones y en todo el organismo. Que al que no mate puede dejarlo con fibrosis quística y con problemas respiratorios de por vida, dependiendo de un tanque de oxígeno. Que una vacuna se puede demorar mucho tiempo y que no existan medicamentos o recetas que funcionen efectivamente.
Que el presupuesto para la salud sea tan escaso. Que haya médicos y enfermeras a los que no les pagan sueldo hace mucho tiempo y que aun así cumplan su labor con tanta entrega mientras otros, que deberían estar encerrados, se la pasan en la calle, exponiéndose a un contagio.
Que si la crisis sanitaria ha sido tan grande y aterradora en los sistemas de salud más sofisticados del mundo, como el estadounidense y el europeo, imagínense lo que puede pasar en un país como el nuestro. Sobre todo, en las zonas más apartadas: en el campo, en el monte, con tanta gente tan pobre y abandonada. Con tantos hospitales en la miseria. Con tantos lugares de este país que no tienen, ni siquiera, un precario centro de salud.
El doctor Martínez tiene miedo. Pero, como buen boyacense, es un hombre de fe, así sea un hombre de ciencia. Tiene fe en que esta experiencia nos dejará muchas enseñanzas sobre el valor que les damos a la vida, a nuestros seres queridos y a nuestro tiempo.
Cree que el miedo a las infecciones se nos quedará para siempre y que también nos quedarán buenos hábitos, como el uso del tapabocas y el buen lavado de las manos, así tengamos que pensar más de una vez si damos un beso o un abrazo. Así tengamos que abstenernos, durante un buen tiempo, de los besos y los abrazos. “Eso nos costará mucho a los colombianos, que somos tan afectuosos y nos gusta tanto la vida social”, dice.
El doctor Martínez tiene fe en que, muy pronto, tendrá a su pequeño Samuel en casa.
Tiene fe en que, pronto, despertemos de esta pesadilla.
José Alberto Mojica Patiño - @JoseaMojicaP / EL TIEMPO

Iván González
Voluntario social"Que el privilegio no te nuble la empatía"
Edad:
29Vive con:
Su mamá
Oficio:
ArquitectoDar de comer al hambriento
Iván González y su equipo son recordados por sus chaquetas naranjas, color de los trajes con los que salen a ayudar a la comunidad.
No todos los héroes llevan capa. Algunos salen a la calle con tapabocas y guantes. No siempre salvan al mundo de una invasión extraterrestre. Algunos van, en calles actualmente desiertas, a ayudar a aquellos que si no salen se mueren de hambre. No todos los héroes necesitan poderes sobrenaturales. A veces solo hacen falta instinto y ganas de ayudar. En Bogotá hay uno. Se llama Iván González. Y hasta el pasado 6 de abril había repartido más de 1.100 mercados y 1.800 refrigerios a población vulnerable en la capital.
Su vida antes de la cuarentena pasaba en una oficina o visitando tiendas en su rol de arquitecto. A la semana de haber empezado el aislamiento obligatorio en la capital le fue suspendido su contrato. La SOS Bogotá, como se llama la organización que fundó junto a su novia, nació por un mensaje de WhatsApp. Al principio, Iván esperaba recolectar entre 30 a 50 mercados para ayudar al “señor del semáforo, al que vende las bolsas, al que me cuida el carro”. Personas que por su situación de informalidad no pueden dejar de salir a buscar algún sustento para comer o tener dónde dormir.
“Que el privilegio no te nuble la empatía” es la frase que abandera su organización, pero también la solidaridad de Iván. En la comodidad de su casa, le costaba mucho comprender qué iba a pasar con las personas que no pueden resguardarse. A las 24 horas de haber difundido el mensaje, notó que la iniciativa estaba creciendo y que no solo iban a ser unos cuantos mercados. Empezó repartiendo, semáforo por semáforo, en las calles de Bogotá, lo que había recolectado. En el primer día ya alguien había llorado en frente de él diciéndole: “gracias”. Luego, otra persona, le dijo: “pensábamos que nos íbamos a ir sin comer hoy hasta que llegaron ustedes”. Ahí supo que no podía parar.
Dice que no tiene problema en madrugar, trasnochar o hacer esto de lunes a domingo, como lo hace desde el 16 de marzo. Pero así como cualquier héroe, tiene familia y no niega que todos los días sale muerto de miedo. Miedo al contagio y a contagiar a sus seres queridos cuando llega a su casa. Y miedo a la Policía, que al ser una iniciativa autogestionada no cuenta con el permiso de transitar por la ciudad. Como cualquier ciudadano, Iván debería estar en aislamiento en su casa. Aunque, eso sí, él sale con todas las medidas de protección necesarias.
Sus ganas de ayudar son un asunto de familia. Su abuelo fue el fundador del Cuerpo Voluntario de Bomberos de Bogotá D.C. En el colegio llegó a ir a misiones en pueblos atacados por el conflicto como Tipacoque, en Boyacá. En la universidad realizó proyectos con habitantes de Cazucá, en Soacha. Todo lo que sabe, lo aprendió de su hermana, que desde Lima (Perú) le ha enseñado a crear una organización de ayuda social.
“¿Es en serio que esto está pasando? ¿Vivo yo en una ciudad en la que a cinco kilómetros de mi casa la gente se está muriendo de hambre o la están maltratando?”, es lo que suele repetirse al llegar a su casa después de ver la precariedad en la que se encuentran muchos ciudadanos. Como aquel reciclador que un día se negó a recibirle el mercado porque en realidad no tenía dónde cocinar. O la trabajadora sexual que vive de vender dulces y cigarrillos porque fue ‘empalada’ y ahora no puede ejercer en ese gremio.
A Iván le indigna ver a grandes cadenas de supermercados botar comida que no venden cuando otras personas la necesitan. Le preocupa la situación crítica por la que pasan personas como habitantes de calle. Con ellos, ha gestionado alimentos frescos y preparados porque su condición no les permite cocinar los mercados que entregan.
Iván habla en plural todo el tiempo y cada tanto interrumpe la conversación para hablar de comida en grandes dimensiones. Comida que no es para él y que un equipo de 12 personas le ayuda a gestionar. La SOS Bogotá es un trabajo voluntario que nace de la empatía por el otro, de las ganas de pensarse más allá de la comodidad de la casa. Habla de Iván, pero también de quienes donan o trabajan con él. De las ‘Chaquetas Naranjas’, como ya los conocen.
Mariana Guerrero Álvarez / Escuela EL TIEMPO

Tonny Sarquis
Anestesiólogo cardiovascular“Interactúo con mi esposa y mis hijos desde la puerta de la habitación, conservando una distancia mínima de 2 metros con cada uno de ellos”
Edad:
47Vive con:
Su esposa y sus tres hijos.
Oficio:
Anestesiólogo cardiovascular, Clínica Shaio‘Quiero volver a arruncharme con mi familia’
Conocedor del riesgo que corre, este anestesiólogo se aisló en su casa para no afectar a sus hijos.
Tonny Alberto Sarquis Saad es anestesiólogo cardiovascular de la Clínica Shaio, de Bogotá. Pero, por ser experto en soporte de oxigenación con membrana extracorpórea (Ecmo) —una especie de pulmón artificial— está en el pelotón delantero en el combate médico contra el nuevo coronavirus.
Oriundo del Banco (Magdalena), este médico de 47 años manifiesta que a lo único que le tiene miedo, por estas épocas, es a contagiarse y a llevarles una infección a sus familiares. Esto lo ha llevado a ser extremadamente riguroso en la aplicación de las medidas de protección, tanto en la clínica como en su hogar.
Casado y padre de tres hijos, desde que el virus empezó a merodear en el país no ha podido volver a abrazar a su familia ni a tenerla a menos de dos metros de distancia. De hecho, come y duerme solo en un cuarto del que únicamente sale para ir a trabajar. Y si esto ya le causa dolor, el sentimiento se agudiza por no poder visitar a su mamá, que está convaleciente de una cirugía de columna. Al reconocer la necesidad de proteger a las personas mayores por causa de su vulnerabilidad, esta distancia también la ha aplicado con sus suegros.
Sarquis dice que la covid-19 le hizo cambiar sus rutinas y tiempos en la clínica. Se levanta a las seis de la mañana, hace una oración personal y sale a laborar. Cuenta que tuvieron que hacer ajustes con el fin de que los de su equipo pudieran alternar los periodos laborales para quedarse en casa mientras los otros trabajan. Todo, buscando protegerse entre sí.
Sabe, de sobra, que el país se enfrenta a un enemigo muy fuerte y que la única forma de responderle de manera efectiva es con el distanciamiento social, el aislamiento obligatorio y la puesta en práctica de las medidas de higiene recomendadas.
De ahí que no duda en invitar a la gente para que tome en serio esta situación y asuma su responsabilidad social con actitudes basadas en la solidaridad, la eliminación del egoísmo y “entendiendo que, al no cuidarnos y siendo portadores del virus, aun sin manifestar síntomas, se puede contaminar a muchas personas alrededor”.
Ante los aplausos que recibe su gremio, Sarquis dice que los verdaderos héroes son los que toman la decisión de asumir, de manera consciente, una actitud responsable y solidaria que beneficie a los demás: quedarse en casa y acatar las órdenes de las autoridades.
REDACCIÓN SALUD / EL TIEMPO


Carlos Álvarez
Infectólogo

Gonzalo Quiroga
Funcionario de la línea 123

María Helena Gómez
Terapeuta respiratoria
Carlos Álvarez
Infectólogo"Los médicos también nos morimos, pero a uno lo que más le genera miedo es lo desconocido y en eso tenemos una ventaja"
Edad:
49Vive con:
Su esposa y dos hijos.
Oficio:
Infectólogo y epidemiólogo‘La imprudencia siempre será el mayor de los riesgos’
El infectólogo Carlos Álvarez habla sobre el inmenso reto de desempeñar su profesión en un mundo dominado por un virus.
Corre la tarde del 6 de abril del año 2020. Y el sentimiento de incertidumbre sigue creciendo. Eran muchos los rumores sobre lo que podría pasar el 13 de abril, día en el que terminaba la medida de aislamiento preventivo obligatorio que mantenía a los ciudadanos en casa desde el pasado 25 de marzo a causa del coronavirus. No había certezas.
A eso de las seis de la tarde, la alocución del presidente Iván Duque —en la que anunció la extensión de la cuarentena hasta el 27 de abril— se tomó los televisores de todo el país. Mensaje en el que dio paso al infectólogo Carlos Álvarez para que explicara, de primera mano, la importancia de esa decisión desde el punto de vista médico. Sentado entre ministros y otras personalidades, empezó a esbozar con precisión el panorama de Colombia frente a la pandemia.
Un momento que bien podría ser evidencia de que el sueño de compartir su conocimiento para ayudar en temas de salud pública, ganarles la batalla a las enfermedades infecciosas más allá de un consultorio y repercutir positivamente en toda una comunidad es, finalmente, una realidad.
Si hay alguien que viva al día con las cifras de casos confirmados, fallecimientos y pronósticos relacionados con la covid-19 en la cabeza, ese es Álvarez: un bogotano que, a sus 49 años, además de ser el único médico de su familia, ya ostenta en su hoja de vida más de 315 publicaciones, un magíster en Epidemiología Clínica de la Pontificia Universidad Javeriana, una especialización en Medicina Tropical de la Universidad de Alabama (Estados Unidos), un máster en VIH/sida de la Universidad Rey Juan Carlos (España), entre otros estudios que lo han convertido en toda una autoridad en temas de salud en el país.
No es la primera vez que este infectólogo y epidemiólogo se enfrenta a una pandemia en el ejercicio de su profesión. Aún rememora lo que vivió en el 2009, cuando apareció el AH1N1: “En los primeros meses pensábamos que iba a ser algo como lo que estamos viviendo, pero afortunadamente no lo fue”. También ha estado involucrado en investigaciones relacionadas con la resistencia bacteriana y en la prevención y el manejo del VIH. Esa es su pasión.
Pasa las horas haciendo cuentas, socavando información que le ayude a tener cada vez más luces sobre lo que estamos viviendo como nación y en el mundo entero. Por eso, ya tiene claro que cuando se habla del coronavirus no se trata de una enfermedad de la magnitud del ébola, que mata al 70 por ciento de las personas que se infectan. Ni tampoco de algo a lo que haya que darle poca importancia, pues ya se ha confirmado que produce 100 veces más muertes —o incluso, más— que una gripa común. Y adicionalmente hace que muchos de quienes lo padecen terminen en las unidades de cuidado intensivo de los hospitales, lo que lo hace más peligroso.
“La covid-19 manda al 20 por ciento de los contagiados al hospital; de ese porcentaje, el 7 por ciento termina en cuidados intensivos y dos de cada 100 mueren, incluso, con la terapia adecuada. La cifra puede empeorar si no se tienen los recursos necesarios o cuando se trata de personas con riesgos, llevando a una mortalidad donde 10 o 15 de cada 100 fallecen”, explica Álvarez, actual vicepresidente de salud en la Clínica Colsanitas y docente titular de la Universidad Nacional.
El mundo de los infectólogos
Los médicos generales deben saber manejar agentes infecciosos. Un especialista también, pero desde su área de experticia. Pero son los infectólogos quienes dedican su vida a estudiar de cerca esas enfermedades extrañas —ya sean tropicales, procedentes de otro lado o con un patrón diferente—, de la talla de la covid-19.
Esta labor no es nada fácil, pues deben intervenir en los casos infecciosos más complicados y en los de aquellos pacientes que son inmunosuprimidos (con bajas defensas), además de encargarse de desarrollar políticas de control para evitar que se propaguen los virus.
No obstante, decir que se es infectólogo en nuestro país sigue siendo algo confuso para muchas personas: al tratarse de una profesión relativamente reciente frente a otras especialidades de la salud, todavía hay gente del común que no entiende exactamente de qué se trata.
“Seguramente hay formas más fáciles de conseguir dinero y con menos riesgo. Por eso, uno debe amar lo que hace, tener vocación de servicio. Y, al igual que un periodista, moverse en el tema de la comunicación, pues nosotros entrevistamos a las personas para hacer un buen diagnóstico”, expresa el experto, quien ite sentir fascinación por estudiar la forma como interactúan los microorganismos con el sistema de defensa del ser humano y las diferentes formas como cada uno de ellos genera una respuesta en el cuerpo.
Miedo a lo desconocido
“Sí, ya hemos tenido casos en el lugar donde yo trabajo”, responde el doctor Álvarez al preguntarle qué tan cerca ha estado de pacientes que han dado positivo a las pruebas de coronavirus.
La palabra miedo no es un problema para él. No porque no lo sienta, sino porque sabe que el estar bien informado hace que las posibilidades de contagio sean mucho más bajas en su caso. De hecho, afirma que un infectólogo, aun estando cerca de los pacientes —si se hacen las cosas bien y se cumple con el protocolo— probablemente tiene menos riesgo que alguien que está lejos haciendo todo mal, por lo que el reto también es lograr que la ciudadanía se tome en serio las medidas de protección. “La imprudencia siempre será el mayor riesgo”, dice.
“Los médicos también nos morimos, pero a uno lo que más le genera miedo es lo desconocido y en eso tenemos una ventaja: no estamos luchando contra algo que no sepamos qué es. Ya conocemos la enfermedad y esa información hay que utilizarla”, agrega.
Eso no quita que exista un margen de riesgo de contagio. Ya sea por fallas en las medidas de seguridad, porque se ignoraba el estado del paciente o consecuencia de un descuido del profesional en medio del ajetreo de la atención. Para eso también hay un protocolo que contempla el aislamiento preventivo y la prueba diagnóstica. Hasta que no se confirme que el resultado es negativo, esa persona no puede reingresar al centro médico.
Si de momentos duros se trata, pedir el aislamiento de las personas en estado crítico encabeza el listado de situaciones difíciles de afrontar. Le es inevitable pensar lo doloroso que es para estas familias acatar las recomendaciones médicas y abstenerse de visitar a sus allegados mientras viven consumidos por el temor de no saber si esa fue la última vez que vieron a su ser querido. Ponerse en esos zapatos no es sencillo para nadie. Sin embargo, es fundamental insistir en esa medida para evitar una propagación.
Algo que también le preocupa es escuchar sobre aquellas personas que están dejando avanzar sus enfermedades, incluso, terminales, porque creen que si van al hospital se van a contagiar. Idea que es muy improbable, pues durante la fase de preparación de la contingencia se tomaron decisiones sobre cómo blindar los centros médicos. “Todavía tenemos capacidad de maniobra, no estamos desbordados”, repite una y otra vez, recordando que en Colombia se hicieron simulacros durante un mes. Ver previamente lo que pasó en China ha permitido ganar tiempo.
Ante el contexto actual, las jornadas de trabajo del personal médico son cada vez más largas. Para él madrugar nunca ha sido un problema, pues tiene por costumbre estar de pie desde las cuatro o cinco de la mañana para ver noticias, escribir, leer o corregir uno que otro trabajo de sus estudiantes.
Luego, a las 6 a. m., comienzan sus actividades como médico, que varían entre el trabajo en clínicas, el desarrollo de labores istrativas, asistir a reuniones (que ahora son virtuales) y trabajar en seguir aprendiendo y haciendo pedagogía en los hospitales; por eso, aunque las clases de la universidad se cancelaron, está regresando a casa más tarde de lo normal, lo que ha implicado pasar menos tiempo con sus hijos, de 12 y 15 años, y con su esposa.
Más que aplausos
En medio de la crisis, pareciera que la profesión médica está recuperando su valor. Eso es lo que más emociona al doctor Álvarez: conocer sobre las jornadas de aplausos y leer uno que otro comentario de gratitud publicado por personas del común.
De hecho, considera que ese gesto tan gratificante se debe extender a cada persona que, desde su ámbito, desempeñe alguna tarea significativa. A todas las personas que luchan contra ese virus que llegó para enseñarnos a valorar, aún más, nuestras vidas, nuestras familias y nuestro tiempo.
Diana Ravelo Méndez - @DianaRavelo / EL TIEMPO

Gonzalo Quiroga
Funcionario de la línea 123“Sé que cuando todo esto pase nos vamos a abrazar como equipo y vamos a dar un grito de victoria porque en el anonimato fuimos unos héroes para la ciudad"
Edad:
27Vive con:
Dos amigos.
Oficio:
Operario de la línea 123 y estudianteUna línea de emergencias en plena pandemia
Gonzalo Quiroga a sus 27 años ha escuchado todo tipo de historias y tragedias atendiendo las llamadas del 123 en Bogotá
Cada turno de Gonzalo Quiroga comienza con una plegaria. Antes de comenzar su jornada laboral, le pide a Dios, primero, que le dé paciencia. Clama por salud para él, su familia, sus amigos y sus compañeros de trabajo. Y ruega para que algún científico encuentre la cura para la covid-19. Gonzalo es uno de los operarios de la línea 123, el número de emergencias de Bogotá, que es coordinado por la Secretaría de Seguridad, Convivencia y Justicia.
Desde diciembre de 2015 su misión es esa: atender el teléfono para dar una respuesta eficiente y rápida a las solicitudes de ayuda de los ciudadanos en casos en los que su seguridad esté en riesgo; llamadas que se han multiplicado en estos tiempos de pandemia.
Intenta mantener el ritmo de vida que llevaba antes de esta crisis, por lo que sigue dividiendo el tiempo entre sus cuatro días laborales, su novia y las dos carreras que cursa de manera virtual: Contaduría Pública e Ingeniería Informática.
Aunque para nadie es fácil escuchar los problemas de la gente, Quiroga afirma que un buen ambiente familiar ayuda a hacer más sencillo este oficio. Sin embargo, últimamente les han pedido tener o cero, evitando los abrazos y manteniendo largas distancias entre compañeros. “Sé que cuando todo esto pase nos vamos a abrazar como equipo y vamos a dar un grito de victoria porque en el anonimato fuimos unos héroes para la ciudad”, vaticina.
Muchas cosas han cambiado en el Centro de Comando, Control, Comunicaciones y Cómputo (C4), edificio en donde trabaja Gonzalo. La contingencia ha hecho que el número de llamadas aumente. Antes, en un día normal, recibían 30.000, pero ya van llegando a las 128.000. Dicha cifra también hizo que pasaran de un grupo de entre 30 o 35 personas a unos 60 operadores distribuidos en cinco salas.
Confiesa que no hay día en el que no se enfrente a momentos difíciles. Por ejemplo, recuerda con tristeza cuando atendió a una madre que estaba llorando desesperada porque el dueño de la casa donde vivía la iba a sacar a la calle junto con un hijo enfermo y un bebé. El hombre alegaba que no le habían pagado el arriendo; ella, en defensa, decía que era trabajadora informal y que, como no había podido salir, no tenía dinero.
Antes de la covid-19, entre el 1.° y 29 de febrero de este año, los incidentes más reportados eran riñas y accidentes de tránsito, exceso de ruido y sospechas por personas o vehículos no identificados. Ahora, la mayoría de llamadas son para informar sobre posibles pacientes enfermos de coronavirus y eventos respiratorios. Además, progresivamente ha subido el número de os por síntomas gastrointestinales y dolores torácicos.
La labor del operador es trasladar los datos a las entidades pertinentes para que sean estas quienes atiendan la emergencia. Por ejemplo, si el que está del otro lado de la línea cree que está contagiado, se le toman los datos, se le pregunta por su sintomatología y, con esos datos, se hace inmediatamente la transferencia de voz a la Secretaría de Salud, que se encarga de continuar con el proceso.
Ante la idea de un posible contagio, dice que en un caso extremo ya acordaron que dar el aviso oportuno a sus superiores es prioritario para evitar propagar el virus. Como equipo hicieron un pacto de cuidarse los unos a los otros, pues no se imaginan cómo sería ahora Bogotá si no existieran personas atendiendo las necesidades de los ciudadanos a través de la línea 123.
Especiales multimedia / EL TIEMPO

María Helena Gómez
Terapeuta respiratoria“Si la gente tuviera la mitad del miedo que tenemos nosotros, no saldría”
Edad:
Vive con:
Vive con su esposo y su hija
Oficio:
Terapeuta respiratoria, urgencias del Hospital Universitario San Ignacio‘Si la gente tuviera la mitad de nuestro miedo, no saldría de la casa’
Perteneciente a una de las profesiones con o más cercano a los enfermos de covid-19, está terapeuta respiratoria cuenta su historia
“Mi nombre es María Helena Gómez Arismendi, bogotana de nacimiento. Soy orgullosamente terapeuta respiratoria, egresada de la Fundación Universitaria del Área Andina. Una carrera invisible en su momento, pero visible y necesaria en la actualidad.
Convivo con mi compañero de vida, José Aguilar, y con mi hija Valentina. Trabajo en el Hospital Universitario San Ignacio, lugar que me abrió sus puertas desde el 2008, brindándome la oportunidad de hacer parte del grupo de terapeutas respiratorios de urgencias.
He aprendido a valorar y a apreciar cada momento de mi vida, ya sea de triunfo o de derrota, tomado los momentos difíciles como un proceso de aprendizaje que me ha permitido afianzar mis valores y principios.
Creo que nunca, nadie, imaginó una pandemia como esta. Por mi mente nunca pasó. Ahora me preocupa mi familia; me duele no poder verla, por las circunstancias actuales. Sabemos que es mejor así, por lo incierto de este virus. Tenemos protocolos de higiene, tomamos precauciones, pero también nos sobran razones para entender el aislamiento. De hecho, mucho personal asistencial ha decidido aislarse como medida preventiva para evitar o con sus familias.
En mi caso, lo he tenido que hacer desde se que inició todo esto. No he podido ver a mi familia, ni a mi mamá, pues ella es paciente oncológica. El amor, valga decir, conlleva duras pruebas. Y la idea es aislarnos hoy para que mañana podamos estar juntos. Que volvamos a tener todo lo que hasta el momento se nos ha arrebatado: el vernos, el abrazarnos o el darnos un beso. Todas esas expresiones de afecto que se han convertido en actos peligrosos.
Me duele mi hija, el ser más especial de mi vida: convivir con ella, teniéndola cerca, pero al mismo tiempo estar tan lejos por no poder tener ningún o físico. Solo espero que todo esto nos deje una enseñanza de vida.
Como todos, también siento miedo, temor de lo que pueda llegar a pasar. Lo mismo les sucede a mis compañeros, pero eso no nos impide que atendamos con amor y ética a todos los pacientes”.
REDACCIÓN SALUD / EL TIEMPO


Jayson Camilo Malagón
Profesor en aulas virtuales

Lina Saucedo
Médica intensivista
Jayson Camilo Malagón
Profesor en aulas virtuales"Ha sido una labor muy gratificante, pero difícil, porque la virtualidad no es solo usar una herramienta sino que implica cambiar cómo enseñamos y cómo aprendemos"
Edad:
35Vive con:
Esposa e hija
Oficio:
Profesor de lengua castellana e inglésEl profe que llevó la educación virtual a las fincas de Guasca
Jayson Camilo Malagón logró que los niños de una zona rural siguieran con sus estudios en cuarentena.
Cuando el Gobierno anunció la cancelación de las clases presenciales por culpa de la pandemia de covid-19, a Jayson Camilo Malagón, profesor de lengua castellana e inglés en el la Institución Educativa Departamental El Carmen, un colegio rural del municipio de Guasca (Cundinamarca), se le ocurrió una idea para que sus estudiantes pudieran seguir estudiando desde sus veredas a pesar de no contar con grandes recursos tecnológicos.
Malagón, de 35 años, en un intento por no dejar sin estudio a sus alumnos, muchos de ellos en condición de vulnerabilidad o que viven en zonas muy apartadas del casco urbano, logró crear una cultura virtual en medio de un entorno netamente rural, donde el a internet es limitado.
“Ha sido una labor muy gratificante, pero difícil, porque la virtualidad no es solo usar una herramienta sino que implica cambiar cómo enseñamos y cómo aprendemos. Pero hemos logrado que los maestros y los chicos se contagien de esto, que se ayuden, que trabajen en equipo”, asegura Malagón.
Este profesor, que también da clases virtuales en una universidad, adaptó el uso de Classting —una red social de educación— para dar clases a los alumnos de las doce veredas del municipio. Pero más allá de solo usar una herramienta, lo que hizo fue fortalecer los lazos de toda una comunidad.
“La estrategia original era dejar material en fotocopiadoras, pero eso los obligaba a salir, a andar kilómetros y ponerse en riesgo. Con un grupo de estudiantes teníamos, desde antes, un proyecto en el que usábamos esta red. Lo que hicimos fue, junto a los muchachos, capacitar a profesores, alumnos y padres de familia para usarla de manera sencilla. Y además llevamos a todos a ayudarse entre sí: desde el que tiene recursos hasta el que no tiene cómo conectarse a la red. Porque un niño sin computador no debe ser un niño sin educación”, asegura el maestro.
Malagón y los demás docentes del plantel lograron despertar un espíritu de compañerismo. De esta forma, un niño sin computador en una humilde finca dejó de ser un niño sin educación, ya que ahora puede recibir sus tareas por fotocopias, o vía WhatsApp, y luego enviar fotos con el trabajo a un compañero, quien sube el contenido a la plataforma.
“Lo que logramos es que todos se ayuden, que puedan aprender no solo el contenido de una materia sino una forma de vivir basada en el compañerismo y el uso de las nuevas tecnologías que normalmente no llegan a estas zonas rurales”, asegura.
La labor destacada de Malagón durante la cuarentena es el resultado de diez años de esfuerzo en los que también adelantó un gran proyecto de creación de medios de comunicación con los estudiantes de este colegio, con el que fue premiado para ir en 2019 a Corea del Sur a aprender competencias TIC. Su labor le permitió ganar la convocatoria ‘Maestros que dejan huella’, de la Gobernación de Cundinamarca.
El modelo de clases virtuales de Malagón ha sido reconocido por el Ministerio de Educación, entidad que busca replicar esta experiencia en otras regiones.
Mateo Chacón - @dmateochacon / EL TIEMPO

Lina Saucedo
Médica intensivista“Claro que tengo miedo. El que diga que no tiene miedo, está mintiendo”
Edad:
40Vive con:
Su hija de 3 años, con una perra y dos gatos.
Oficio:
Médica intensivista‘Estamos viviendo un ‘tsunami’ sanitario’
Como especialista en medicina crítica y cuidado intensivo, Lina Saucedo se encarga de tratar a los afectados más graves por el covid-19 en la Clínica Shaio.
“Como hago turnos de noche, a veces trabajo hasta 32 horas seguidas y eso que aún no estamos desbordados”, dice Lina María Saucedo Jaramillo, médica especializada en medicina crítica y cuidado intensivo. Ella tiene claro que, desde su trinchera tecnológica en la Clínica Shaio, de Bogotá, está en la primera línea de ataque asistencial al nuevo coronavirus.
A sus 40 años, es consciente de que escogió una de las áreas clínicas más exigentes. Y sabe muy bien que los pacientes llegan a sus manos en la última línea de la vida, con la esperanza de que su intervención los libre de la muerte. Algo que no siempre logra.
Además de intensivista —profesión relacionada con las máquinas que reemplazan funciones, equipos de monitoreo, timbres y sonidos que ella identifica a la perfección— coordina el grupo de soporte metabólico y nutricional de la clínica. Y tiene la capacidad para interpretar cualquier señal que, por mínima que parezca, demuestra alguna recuperación en sus pacientes.
Es consciente de que, por ser parte del equipo de trabajo de la Unidad de Cuidados Intensivos de Adultos, tiene y tendrá a su cargo los enfermos diagnosticados con covid-19. Una tarea que se turna con su colega Marcela Poveda.
Y frente al hecho de que los intensivistas son pocos, tiene el reto adicional de capacitar a todo el personal asistencial de la institución en el uso de elementos de protección, manejo de la vía aérea y aislamiento.
No duda, ni un instante, al ratificar que la contingencia generada por el nuevo coronavirus es de una dimensión bastante grave. Algo así como un ‘tsunami sanitario’ que ella, al igual que todos los profesionales de la salud, espera que no se desborde como ha ocurrido en otros países.
Pero, a pesar de la incertidumbre y de la arena movediza por la que transita, no deja su amabilidad y, menos, su optimismo. Quienes la conocen la califican como una caja de música: siempre dispuesta, colaboradora y, por encima de todo, entregada a sus pacientes.
Sin embargo, esas cualidades parecen ceder cuando se le pregunta si el nuevo coronavirus le produce miedo. Y ella responde, sin titubeos: sí. Y afirma que quien se atreva a decir que no lo tiene está mintiendo. Lo mismo sucede con aquellos que lo consideraron una simple ‘gripita’.
Con voz enérgica dice que quienes han menospreciado esta situación “tal vez no se han enfrentado a la tristeza y a la angustia de los pacientes que la padecen, que además de no saber cómo van a evolucionar, temen haber contagiado a sus familias”.
Salir de la casa es muy duro
Salir de su casa es un duelo al que se le suma la incertidumbre de lo que puede encontrar en las demandadas camas a su cargo. Porque sabe que las cosas pueden cambiar de un momento a otro y que en la clínica podrían quedarse sin capacidad para atender a tanta gente que podría necesitar ayuda.
Sin embargo, su mayor flaqueza aparece cuando debe cerrar la puerta de su apartamento: ese que paga con su trabajo. Eso y tener que dejar a su hija Victoria, de apenas 3 años. Le duele no poder abrazarla ni poder compartir el tiempo de calidad que ella requiere.
Pero lo que más teme es enfermarse y no poder cuidar a su familia. O no poder proveer lo que se necesite. Eso, en razón a su papel de ser cabeza de hogar. Por eso, cuando regresa, pone en práctica el protocolo más riguroso de desinfección y limpieza. Tiene la certeza absoluta de que de eso depende el bienestar de su entorno.
Claro, también sonríe cuando reconoce que el coronavirus la ha obligado a levantarse más temprano. Sonríe cuando sabe que, como su hija no va al colegio, en razón de la cuarentena, la puede ver haciendo pereza o jugando, por ahí, mientras ella arregla la casa y se organiza para salir; mientras espera a su suegra, que llega antes de las 7 de la mañana para encargarse de la niña, de la casa, de Fosca —una perra labradora color chocolate— y de dos gatos adoptados.
Por supuesto, la hora de regreso es incierta porque no tiene horario fijo de salida. Y cuando vuelve del trabajo, así, agotada, tiene que encargarse de los cuidados del hogar y de su hija, de su familia. Y como la mujer creyente que es, a diario, desde ese espacio, le pide a Dios salud para todos los suyos.
Algo nuevo
Esta caleña decidió dedicarse a la medicina porque siempre tuvo vocación de servicio. Una vocación y un reto que no pueden ceder, más, ahora, en esta emergencia histórica. Si volviera a nacer, escogería la misma profesión una y mil veces. Por eso, pese a la gravedad que ha generado el covid-19, tiene la fe bien puesta en que saldremos bien librados de esta emergencia. Y cuando eso suceda, se sentirá orgullosa de haber contribuido a una solución.
Cuando se refiere a crisis, aclara con rapidez que no es epidemióloga ni infectóloga. Pero puede decir, con toda certeza, que el manejo de una pandemia es totalmente nuevo. Es una situación inédita que puso a todos en modo aprendizaje. Por todo eso ve, con buenos ojos, que los expertos y el Gobierno estén recogiendo la experiencia de los países que van más adelante o que ya han venido avanzando en esta emergencia.
Sin embargo, le preocupa que tengamos una economía tan débil y que la gente más pobre y necesitada pueda —o siga— desobedeciendo las medidas de aislamiento con el argumento de tener que salir a la calle para buscar la comida y el sustento para la familia. “Creo que esa situación puede desencadenar violencia y otros problemas de corte social, que puedan ser tan peligrosos como el mismo virus”.
Aplausos, pero sin discriminación
Lina Saucedo agradece que la gente esté aplaudiendo a los profesionales de la salud. Pero ella preferiría, en lugar de aplausos, que no discriminen a los trabajadores de este sector bajo la falsa idea de que ellos dispersan el virus. Nadie mejor para saber cómo cuidarse, desinfectarse y proteger a los demás: fueron formados para eso.
Por supuesto, manifiesta que no pueden andar por la calle con la complicada pero necesaria vestimenta con la que deben atender a un paciente con covid-19: mascarillas, gorros, gafas, ropa especial de pies a cabeza y zapatos que nunca salen de la clínica son parte de su dotación de protección. Sabe muy bien que jamás saldrá a la calle o volverá a casa con esa indumentaria. “Protegiéndome a mí, protejo a mi familia. Y, por extensión, protejo a todos. No hay razón para temer”, dice.
Tímidamente, a pesar de estar en la cúspide de una pirámide de especialistas, se queja de la delicada situación laboral de muchos médicos en el país. Y aunque afortunadamente no es su caso, sabe que existen muchos colegas que deben sobrevivir con contrataciones desfavorables. Sin derecho a enfermarse y sin derecho a unas vacaciones y con la imposibilidad de soñar con una pensión. Por eso espera que esta visibilización que hoy tienen pueda traducirse en cuestiones mínimas de dignidad laboral.
Al hablar del sistema de salud en Colombia, es enfática al afirmar que aunque ninguno en el mundo estaba preparado para enfrentar una agresión sanitaria de estas dimensiones, aquí la ecuación, respecto a las unidades de cuidados intensivos, es desfavorable. Lo mismo que la sobreocupación de urgencias: dos factores que juegan en contra de los enfermos de covid-19. Por eso, espera que el Gobierno pise el acelerador y aumente la capacidad en estas áreas de vital importancia para la salud pública.
Cuando pase esta pesadilla, Lina Saucedo espera volver a viajar, una de sus grandes pasiones. Y sueña con volver a abrazar, sin miedo, a sus seres queridos. Pero sabe que no volverá a ser la de antes. Ni ella ni nadie. Sabe que surgirán nuevas formas para socializar y que la humanidad tendrá que cambiar, de fondo, su mentalidad.
Carlos Francisco Fernández / Editor de Salud de EL TIEMPO @SaludET
CRÉDITOS
Redacción:María Paulina Ortiz, Diana Ravelo, Carlos Francisco
Fernández, Ronny Suárez, José Alberto Mojica, Mateo Chacón, Andrés
Camilo Torres, Mariana Guerrero.
Jefe de diseño: Sandra Rojas.
Diseño digital: Juan Sebastián Forero.
Maquetación: David Rodríguez.
Fotografía: Héctor Fabio Zamora, Milton Díaz, César Melgarejo,
Mauricio Moreno, Néstor Gómez.
Editor del especial: José Alberto Mojica.
Corrección de estilo: Ángela Andrea Rodríguez, Julio Daniel Sanabria y Wilber Yesid Casallas.
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