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Rafa, el hombre a quien su esposa, también contagiada, no ha despedido
Ella sobrevivió al coronavirus pero no ha podido recoger las cenizas de su cuerpo por la cuarentena.
Rafael Antolinez, primera victima de covid-19 en Pereira Foto: Archivo particular
Cuando el horno crematorio se encendió, Luz Marina Betancourt acababa de ser internada en un hospital de Pereira.
Ese martes 31, el último día de marzo, fue también el último día de su esposo, Rafael Darío Antolínez Muñoz.
Llevaban 28 años juntos y el coronavirus, que los atacó a los dos casi en simultánea, se lo llevó a él y le negó a ella incluso la oportunidad de despedirse de ese cuerpo de 182 centímetros y 124 kilogramos antes de que fuera transformado en cenizas.
“Lo que tenía ‘Rafa’ de tamaño, lo tenía también de corazón y buenos sentimientos. Era un tipo muy colaborador. De alguna forma, eso le causó la muerte”, dice Jairo Restrepo, concuñado y amigo cercano de Rafael.
A mediados de marzo, una vecina del conjunto llegó de Estados Unidos, les entregó unos llaveros de recuerdo y le pidió a Rafael que le hiciera unas carreras en su Hyundai Atos rojo. Dos días después se empezó a sentir mal y, luego, su esposa percibió los síntomas.
Martha, su vecina, les sugirió que se tomaran las pruebas. En menos de una semana les confirmaron que ambos eran casos positivos de covid-19, el mal que ya ha matado a más de 180.000 personas en el planeta.
Rafael Antolinez, primera victima de covid-19 en Pereira Foto:Archivo particular
Rafael fue el primer fallecido a causa del nuevo coronavirus en Risaralda. Sesenta y un años y cinco meses antes, el 19 de octubre de 1958, nació lejos de estas tierras sembradas de café y plátano, en Cúcuta, aunque pasó la mayor parte de su vida en Bogotá.
Alto, trigueño, rollizo y con el pelo ya casi blanco, era uno de esos hombres que no tienen profesión, sino olfato para los negocios: vendió máquinas de escribir, juguetes y relojes, montó una empresa de reciclaje, manejó taxi, labró la tierra de una finca en el eje cafetero y hasta se fue a probar suerte en Estados Unidos con su esposa apenas arrancó este siglo.
A ella la conoció en esos andares, en Bogotá, a mediados de la década del 80, y trabajaron codo a codo hasta sus últimos días. “Es que esos 28 años permanecimos juntos casi las 24 horas. En el último año vendíamos productos odontológicos por los pueblos: nos íbamos a Santa Rosa, Dosquebradas, Pueblo Nuevo, Cartago”, cuenta Luz Marina, de 62 años, con un acento paisa que no le borraron varias décadas viviendo en el centro del país.
No tuvieron hijos, pero familia les sobraba. “A mi Rafa le fascinaba hacer visita. Ese era el plan de todos los fines de semana. El sábado íbamos a misa por la mañana y, después, arrancábamos para donde algún pariente. Hasta empacábamos pijama por si se nos daba por quedarnos donde alguno de ellos”, recuerda Luz Marina.
¿Para dónde podía coger si yo también tenía el bendito coronavirus ese?
“Dicen que los gordos somos simpáticos y él lo era de sobra, le sacaba gusto a todo”, cuenta Jairo. Y Luz Marina lo reafirma: “Era un hombre muy conversador. Tenía el chip de hacer reír”. A eso se le sumaba lo solidario: “el acogió a una familia muy necesitada, les compró la lista de útiles a tres niños y cada semana le llevaba un mercadito a una familia”, recuerda Luz.
Unas horas antes de nuestra conversación, la llamaron a confirmarle que la covid-19 había desaparecido de su cuerpo. Convivió casi un mes con ese virus, el culpable de que ahora tenga que aprender a convivir con la soledad.
En Colombia, la tasa de letalidad por el nuevo coronavirus es del 4,7 por ciento. Eso implica que de cada 100 pacientes contagiados, 95 sobreviven. Y Luz Marina hace parte de ese grupo. Pero Rafael, ‘su Rafa’, hace parte del otro desolador conteo.
La madrugada del 31 de marzo, su última madrugada juntos, decidieron llamar a una ambulancia para que llevara a Rafael al hospital. Desde el inicio, los síntomas de la pareja parecían distintos a los que han establecido como comunes para esta enfermedad.
Ninguno tuvo fiebre ni tos. Se les fue el apetito y uno que otro malestar estomacal se asomaba de vez en cuando, pero habían podido llevar la enfermedad desde casa hasta ese día.
Rafael Antolinez, primera victima de covid-19 en Pereira Foto:Archivo particular
“Él estaba como con falta de oxígeno, por eso pensamos que era mejor que lo atendieran en la clínica”, cuenta Luz Marina. Antes de que llegara la ambulancia, Rafael tomó caldo, aguadea con leche y galletas.
Su esposa le empacó una maleta con ropa, un cepillo de dientes nuevo y un pedido que mostraba la convicción de Rafael de volver a casa: “Mor’, métame el aparato que compramos para medir la tensión, a ver si allá me lo enseñan a manejar”, le dijo.
Bajó las escaleras por su cuenta, se agachó para acostarse en la camilla –que pusieron al nivel del piso–, lo cubrieron, recibieron el morral que Luz Marina le preparó, y se lo llevaron para la Clínica los Rosales, en el centro de Pereira.
No pasaron ni siquiera dos horas cuando sonó el teléfono. “Me llamó un doctor y me dijo que con quién vivía. Cuando le dije que sola con mi esposo, que estaba allá internado, me insistió en que necesitaba que ara a un familiar”. La noticia que estaban por darle la estremeció: Rafael había muerto.
“Pero cómo, cómo, le preguntaba yo al médico. Cómo que muerto, si lo acababa de despachar de aquí. Yo no sabía qué hacer, ¿para dónde podía coger si yo también tenía el bendito coronavirus ese?”.
Esa noche, Luz Marina pidió que la internaran en la clínica, más por el dolor del fallecimiento de Rafael que por los malestares que le causaba la enfermedad.
Estoy pensando en el hoy, no el ayer ni el mañana. Me tengo que ayudar: ¿para qué me meto ideas, si me quedé sola?
Su sobrino Jorge Luis, quien todavía la atiende mientras termina su cuarentena tras superar la covid-19, se encargó de hacer las diligencias para cremar el cuerpo de Rafael.
De eso han pasado más de tres semanas, y las cenizas todavía permanecen en la funeraria. “Yo quiero hacerle algo bonito, porque se lo merece. Dicen que todo muerto era bueno, pero es que yo en serio no tenía queja de ese hombre. Mi Rafa no era tomador, no era celoso, no buscaba pelea, estaba muy pendiente de su familia. No me quedan sino buenos recuerdos”.
Luz Marina espera el fin del aislamiento para poder, al menos, recoger la urna que contiene los restos pulverizados de su esposo, quien en octubre cumpliría 62 años.
Hace poco una prima le preguntó qué pensaba hacer ahora. Ni siquiera le respondió: “Yo estoy pensando en el hoy, no quiero que me pregunten por el ayer ni el mañana, solo el ahora. Me tengo que ayudar: ¿para qué me meto ideas, si me quedé sola?”.