
Dos inodoros para 200 presos: ‘No se lo deseo a nadie’; así se vive en celdas de menos de 4 metros cuadrados en Cali
Los detenidos y condenados de la ciudad describen cómo es su vida en estos lugares con sobrepoblación. Crónica de una crisis sin solución.
Sobrevivir en menos de cuatro metros cuadrados en celdas de Cali
La cárcel de Villahermosa, el centro de aislamiento transitorio del barrio San Nicolás y las estaciones de Policía están abarrotadas. Los detenidos y condenados describen cómo es su vida en medio del hacinamiento. Crónica.
David Alejandro López Bermúdez
David Alejandro
López Bermúdez
Periodista de Reportajes Multimedia
(Vea en realidad virtual cómo viven los detenidos en una estación de Policía en Colombia)
—Los capturaron hace dos días. Ayer les trajimos ropa y una colchoneta porque están en el piso. El abogado nos cobra 3 millones de pesos por cada uno para que los papeles de ellos puedan ponerlos encima de la mesa del encargado de sacarlos.
Se refiere a cuatro hombres capturados por delitos relacionados a la minería ilegal en los Farallones de Cali. Están amontonados en dos colchones justo a dos metros de la reja principal del lugar: un sitio que sirvió al Icbf y se convirtió en centro de aislamiento transitorio ante el hacinamiento desbordado en estaciones de Policía.
Según la Corte Suprema de Justicia, hay 2.437 detenidos en 22 estaciones con capacidad para 481 personas, es decir, la sobrepoblación supera el 506 por ciento. Del total, hay al menos 50 condenados que no han sido trasladados a ninguna cárcel.
—No lo han querido aceptar en ninguna de las celdas —dice uno de los policías que custodian.
—¿Por qué? ¿No hay espacio? —le pregunto.
—No hay espacio ni los ‘plumas’ (las cabezas del lugar) quieren que entre. No quieren problemas —responde.
Este lugar tiene cinco celdas en el primer piso, cada una para capacidad de diez detenidos y un segundo piso para adultos mayores y quienes logran persuadir a las autoridades para que estén arriba. Pero el hacinamiento tiene abarrotados los espacios. En uno de los calabozos, que tiene dos metros de profundidad y menos de uno de ancho, se cuentan 43 personas y han tenido que improvisar hamacas para lograr estar de alguna forma cómodos. Hace una semana y media hubo un brote de tuberculosis ahí.
Nadie usa tapabocas y pocos se logran bañar. La única ducha que hay es un tubo que sobresale de una pared vieja que colinda con la reja de entrada. Alguien puso un retazo de plástico para tener algo de privacidad, pero está tan desgastado que se va cayendo de a pocos y no logra cubrir todo el cuerpo.
La jerarquía entre los presos es notoria. Cada celda tiene un jefe y todos le obedecen. “Cada esquina está controlada”, cuenta uno de los detenidos.
—¿Por qué tienen más espacio que abajo? —insisto.
—Usted sabe que hay gente mayor que necesita cuidados especiales —responde.
—¿Solo por eso pueden estar acá? No todos tienen más de 60 años —señalo a un grupo de tres jóvenes altos, de más de 1,80 metros de altura, tez negra y acuerpados; uno tiene una cadena de oro.
—Ellos son especiales. Trabajaron con la guerrilla y un cartel en Buenaventura. Están recomendados. Llevan casi año y medio aquí —dice.
El centro transitorio no tiene nada de transitorio. “Ya me condenaron, el juez ya dictó sentencia, pero no me han solucionado”, asegura uno de los tres jóvenes. Según la Corte Suprema de Justicia, en Cali, el promedio de duración de los detenidos en estaciones de Policía y URI es de cuatro años. La razón, señala el alto tribunal, es que se han aplazado audiencias por la “no asistencia de detenidos por problemas de conectividad”.
“Abajo se vive mal si se comportan mal y no siguen las reglas”, dice el hombre con el libro en la mano. “Yo vengo de El Diamante. De allá me trasladaron. Cuando llegué acá, era adicto, me hacía en esa celda —señala con su dedo índice izquierdo la esquina nororiental del lugar— y por cosas de Dios me sané; yo no veía casi la luz porque no me dejaban, pero un día, en medio del techo roto, se iluminó parte del suelo, fue una señal”.
El Diamante, la estación con cinco niveles de hamacas
Cada celda mide cuatro metros cuadrados. Hay al menos cinco niveles de hamacas entrelazadas a los barrotes y las paredes. El señor tiene entumecidas las pantorrillas y está sentado justo en la esquina entre una pared maltrecha y la reja oxidada. A su derecha, en fila, acurrucados, hay nueve hombres más, y delante otros cuatro jugando parqués. Arriba, casi rozando su cabeza, hay una cobija roja amarrada en diagonal que sirve de cama para otro detenido. El reloj marca las 11 y media de la mañana y no ha podido ir al baño.
El sitio tiene paredes de ladrillo y tejas de zinc y metálicas. Con las inclementes temperaturas, superiores a 25 grados centígrados, se convierte en un completo hervidero. En total, hay cuatro celdas. En una, hay un televisor y un ventilador de 30 centímetros de diámetro. La mayoría está sin camiseta. “Acá estamos 12 y solo hay dos planchones”, dice un detenido de nombre Pablo, de 29 años, gorra roja, que se asoma entre la reja. “Es insoportable el calor y aguantar el sudor, los malos olores. Cuando se enferma alguno es peor. Eso sí, todos tenemos que ayudar y obedecer. Hay unos que se hacen comida porque les dejan. Pero todos se ganan su lugar y no todos pueden estar en hamacas, menos los nuevos”, añade.
El hacinamiento es tal que cuando llega un nuevo detenido lo tienen que esposar a un árbol cercano o a una silla de plástico. Aunque esta última no es tan confiable: hace un par de semanas se escapó un joven que logró romper un brazo del asiento y se escabulló en un abrir y cerrar de ojos.
Y ni hablar de las enfermedades. El personero distrital, Gerardo Mendoza, alertó de la propagación de tuberculosis, sífilis, gastroenteritis y VIH: “Esto no solo afecta a los privados de la libertad, sino también al cuerpo de custodia e incluso se puede extender a familiares. El hacinamiento es un problema social con repercusiones en la salud en general”.
—El martirio ocurre en las noches. Los que están colgados (de las hamacas) tienen beneficios porque se pueden estirar y hasta tapar de los vientos. A nosotros nos toca acomodarnos como podamos. Los más altos ya tienen problemas de espalda. Imagínese cuando hay peleas o alguien roza a otro sin querer. Estar preso en Cali es una olla a presión —narra Martín, un hombre de bigote, de unos 43 años, sindicado de hurto y quien fue detenido en mayo de 2023.
Su descripción se replica entre los internos del sitio y en la mayoría de los que están recluidos en Cali, incluso lo detalla el hombre del Nuevo Testamento en el centro transitorio: “En Jamundí, en Yumbo y la cárcel la situación es peor, depende del patio en el que esté, pero es una cosa que no se la aguantan todos”.
Villahermosa, una cárcel vieja y hacinada dominada por ‘plumas’
De los 10 patios del lugar, al menos 7 están hacinados. “Ha bajado”, dice la directora del penal. Lo que muestran las cifras es que la capacidad es para 2.046 personas. En 2017, había 5.995 privados de libertad y este año, 4.060, según verificó este diario. Es decir, el hacinamiento es del 198,4 por ciento.
En 2018, se anunció un convenio entre el Ministerio de Justicia, la Alcaldía de Cali y la Gobernación del Valle del Cauca para construir tres nuevos pabellones para 1.500 personas, que para ese momento se calculaban en 16.000 millones de pesos. En 2022, el Concejo de Cali informó que se iba a “acelerar” el proceso y el año pasado hubo un intercambio de cartas entre la istración distrital y la dirección de la cárcel sobre el tema, pero hasta la fecha no se han construido.
Todos los reos están en la mitad del patio al frente de unos comedores de cemento. Parece una escena como las que el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, publica sobre sus cárceles en redes sociales: todos con una mirada penetrante, oscura, con rabia, mirando hacia los guardias, la mayoría sin camiseta y amontonados, hombro a hombro.
—Acá salen 14 celulares cada semana —dice uno de los funcionarios.
Las celdas solo las ocupan quienes pagan por ellas. Varias cuestan entre 300 mil y 500 mil pesos el alquiler. O también quienes están apadrinados. En una, por ejemplo, está en la parte superior ‘Siloé’, como la comuna 20 de Cali. Está pintada de rojo y tiene una especie de pared falsa en la que guardan objetos. Otra está nombrada como ‘AK47’ y tiene un ventilador. Y otra, la de la esquina, tiene más espacio, como si fuera celda y media, le cabe hasta una mesa y dos sillas plásticas; hay tres repisas con seis pares de tenis de marcas reconocidas, y otro estante con tres filas de camisetas, un espejo de 50 centímetros de ancho por 20 de alto, y una cama semidoble con cinco almohadas.
—Es donde duerme el ‘pluma’ —puntualiza otro guardián.
En esta cárcel, cada patio tiene un ‘pluma’ o ‘cacique’. Son los máximos jerarcas y controlan el orden y comportamiento. El carácter y la forma en la que determinan las cosas se nota desde cosas básicas como el aseo del patio, los precios del comercio interno y la cantidad de ‘carros’ —divididos entre ‘pichones’ y ‘cachorros’, son los que ejecutan las órdenes del ‘pluma’.
Uno de los presos frena el paso y dice que debe hacer una “consulta”. Al cabo de dos minutos baja un hombre musculoso, de tez morena, una cadena de oro delgada, camiseta sin mangas blanca, pantaloneta y chanclas.
—Ellos están trapeando porque les toca y ya hablamos con los guardias para que les sirva para rebajar la pena —dice mientras señala a 16 hombres con traperos casi desarmados, viejos, que parecen raspar el piso en baldosa para sacarle brillo.
—Lo hacen como trabajo social por descuento —interrumpe un dragoneante.
El tipo musculoso es el ‘pluma’. No dice su nombre pero asegura que lleva 38 meses ahí y le falta estar encerrado al menos dos veces ese tiempo. Antes estuvo en la estación de Policía de Jamundí. Está condenado por homicidio y porte ilegal de armas. Nos dice que hay que subir al tercer piso. Se abre paso entre la multitud y muchos no lo miran a los ojos o prefieren no cruzarse con él.
—¿Y quién decide qué canal poner? —intento averiguar con uno de los hombres que me dio una gaseosa fría.
—Las órdenes se dictan y se cumplen, no hay improvisaciones. Lo decide el que esté de turno o el ‘pasillero’ que esté —responde.
—¿Todos cumplen?
—Los que dicen que se hacen los locos y no hacen caso, les toca obedecer —enfatiza.
Los ‘pasilleros’ son quienes controlan cada pasillo, aunque suene redundante. Son brazos extendidos de los ‘plumas’ y tienen mando absoluto. Son quienes deciden quiénes pueden quedarse a dormir, cuántos usan colchonetas y cómo se ordenan. “Yo pagué para tener un espacio más cómodo: di unos 450 mil pesos. Usted puede ver que acá hay quienes duermen acurrucados, pero todos tienen una colchoneta. Lo que pasa es que a usted cuando llega, le dan una, pero usted usa la que le asignan adentro”, narra otro hombre, de 37 años, que está cerca de un baño.
La dormida es el momento del día en el que más se ve el hacinamiento. “Prefiero el frío que el calor. En este pasillo (que no mide más de dos metros de ancho) se estiran de a dos colchonetas. En solo una se acomodan hasta tres personas. Imagínese cuando hace calor. Se siente el sudor y la piel pegachenta por los lados, el olor de los pies, y es peor cuando hay enfermedades o alguien tiene fiebre o tos. Cuando hace frío es mejor porque uno se puede tapar”, dice el señor.
En el patio siete, a unos 200 metros de ahí, se cayó el techo del comedor central. Improvisaron con una malla negra, como las polisombras de construcción, para tapar el hueco y evitar que se moje el lugar cuando llueve.
Un hombre, de 32 años, accede a hablar después de que otro sujeto, unos años más joven, de cadena de oro, lo autorizó.
—¿Usted es el apoyo del ‘pluma’? —le cuestiono.
—Digamos que yo ayudo a que se mantenga un orden —responde y me indica que entremos a uno de los pasillos.
—¿Cuánto cuesta una llamada?
—Se vende el minuto hasta 5 mil pesos. Hay tarifas. Acá hay gente que se rebusca todo: hay quienes les lavan los tendidos y la ropa a los otros, y les cobran de a 12 mil pesos por prenda. En el pabellón LGBTIQ+ hacen uñas y también lo cobran. Hay mucho negocio, hasta peluqueadas —señala a otro preso que le está cortando el pelo a otro al lado de un arco de fútbol que sirve de tendedero de toallas.
—Una pregunta curiosa, ¿en tanto hacinamiento, cómo hacen para la visita íntima?
—Tema duro. Acá no hay lugar aparte para hacerlo. Hay que rotarse la celda. Hay algunos que cobran el alquiler.
—¿Y la droga?
—Usted sabe que la hay y que se ingresa. Eso no se lo respondo —subraya.
“Yo busco mi rincón aparte, así me toque afuera. Hay mucha gente aquí”, asegura un hombre de pantaloneta gris que está acostado sobre una plataforma desgastada a un costado del lavadero. La pared de atrás es un mural pintado de la escena de un milagro de Jesús. Él tiene una virgen tatuada en la mitad del lado izquierdo de su tórax, similar a la de la entrada de la cárcel. Está barbado y descalzo. “Sé que nunca voy a salir de aquí y me toca pudrirme. Ojalá la gente piense cuando le desea a los otros podrirse en una cárcel porque desconoce lo que hay. Solo me queda rezar y vivir”, continúa y se queda con una expresión jocosa en la cara.
Algunos ya perdieron hasta la fe en la religión. Solo se tienen a ellos mismos y a su instinto de supervivencia. Lo que se vive a diario es un juego de selección natural, donde sobrevive el que mejor se adapte, que en este caso depende de los dictámenes de la jerarquía notoria y la agobiante sobrepoblación. En Cali pareciera no haber un solo metro cuadrado más para meter a sindicados y condenados. Las planeaciones y propuestas de políticos se quedaron en anuncios y reuniones protocolarias, y el problema se lanza como un balón entre los gobiernos de turno y el Inpec. Los traslados de internos a otras regiones no han sido suficientes y las alertas de la Procuraduría y Defensoría no generan mayor repercusión. Tal como se ve en esta cárcel, cada vez más deteriorada y cayéndose a pedazos, sucede con el sistema carcelario: de no haber soluciones en el corto plazo, terminará siendo algo insostenible.
Periodista de Reportajes Multimedia
En redes: @lopez03david
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