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Joaco, el último rey payaso del barrio San Victorino
A sus 65 años hace reminiscencia de la época dorada que vivió bajo las carpas de acreditados circos.
Este artista se ha dedicado prácticamente toda su vida al espectáculo, y en la calle encontró un escenario. Foto: Cortesía David Rondón Arévalo.
“Mientras en el mundo existan niños y adultos con un corazón infantil, el payaso y el circo no morirán, porque el circo es un espectáculo donde los niños son grandes y los grandes son niños”.
Lo apostilla Joaco: de 65 años, oriundo de Santa Bárbara, Antioquia, con medio siglo invertido en las artes milenarias de la comicidad, quien se dispone a organizar su estrafalario ropero de payaso en el patio del viejo edificio del barrio Eduardo Santos de Bogotá, donde habita.
Son las 6:30 a. m. de un jueves brumoso y frío, y Joaquín Emilio Castañeda González, su nombre bautismal, se prepara para una nueva jornada de trabajo como propagandista, micrófono en mano, de varios almacenes de cacharro y piñatería en el centro capitalino.
Joaco, a la vista, es el último payaso de San Victorino, el típico cómico de indumentaria burlesca y rostro con colorines, de tantos que en el pasado (Copito, Bizcocho, Tomate) pregonaban con megáfono las ofertas del enloquecido comercio, y a mediodía los corrientazos y platos a la carta de los restaurantes de paso. Y él lo reafirma: “La figura del payaso publicitario ha venido desapareciendo porque la nueva generación de comerciantes contrata eso que ahora llaman influenciadores de marcas, jaladores de clientes, o payasos que no son payasos”.
“Quiero decir, cualquier desocupado sin preparación que se pone una bolita roja en la nariz y hace bulla. Pero ese no es un payaso, no es un payaso de tradición como yo, que he hecho el curso de toda la vida”.
La figura del payaso publicitario ha venido desapareciendo porque la nueva generación de comerciantes contrata eso que ahora llaman influenciadores de marcas.
Joaco tiene su genio y habla rápido. Doña Maritza Pavone, casera del inquilinato, en su juventud una rutilante bailarina del ballet del recordado coreógrafo y director Jaime Orozco, hoy relegada al olvido, acerca un plato con tres pocillos humeantes de café.
“Ay, qué bueno que hayan venido, y que se acuerden de los olvidados –dice Pavone–. Ahora que terminen con él, les pido el favor de que suban a mi terraza para contarles mi historia, que es parecida a la de don Joaquito. Y para que nos ayuden, porque este edificio lo van a tumbar en febrero, ya que por aquí va a pasar la primera línea del metro”.
Nos sentimos como en las entrañas del edificio donde se filmó La estrategia del caracol, mientras David, el acucioso fotógrafo, no cesa de disparar con su Nikon al rostro de Joaco, quien se maquilla frente a un espejo de mano.
“Me estoy maquillando –agrega–, porque quiero salir elegante en EL TIEMPO: como el payaso de verdad, el clásico, el rey de los payasos, protagonista de la gracia y la alegría. No me maquillaba desde antes de la pandemia, por el tapabocas”.
De pequeño, Joaco se radicó con su familia en Cali, y quedó prendado para siempre de las artes circenses cuando su padre lo llevó a la legendaria carpa de los hermanos Egred. “Si la vida es así de linda y alegre como la de los payasos –se dijo–, yo quiero ser un payaso”. Y lo cumplió.
Tal era su obsesión que renunció al colegio en segundo de bachillerato para dedicarse del todo a la actividad artística. Se las ingenió para penetrar a hurtadillas en cuanta carpa llegaba a Cali, en una época próspera del circo.
Joaco vive en un inquilinato. Su casera fue bailarina. Foto:Cortesía David Rondón Arévalo.
Joaco fue discípulo de célebres payasos como Tongorito, Pelotica, Salpicón, Machaco, Lechuga y Media Suela, y de una generación más próxima, la estelar y no menos trágica dinastía de los Noya, Pernito (padre), y sus retoños Bebé y Tuerquita, con un final dramático y desolador, producto de una vida llevada por los excesos.
“Es que en este mundo del arte uno está propenso a la rumba dura, al vicio. Ignorancia de la juventud y la fama, cuando uno cree que nunca va a llegar a viejo y no se va a morir. ¡Y tenga! Yo pasé por esas orillas, pero me escabullí a tiempo. Hace más de veinte años que no frecuento la botella, porque con la botella viene la humareda, y ahí es cuando el artista se hunde”, recalca Joaco.
A los trece años ya incursionaba en las fiestas de sociedad, en las celebraciones de familia, teatros y salones comunales. De la mano de Cascabelito, uno de sus maestros y mentores, debutó en la arena con sus luces y reflectores, las carcajadas y los aplausos de los niños, “que es el mejor homenaje que puede recibir en vida el payaso”, sostiene el veterano comediante.
De esos circos de época, Joaco resume con nostalgia los inolvidables espectáculos del Roseli, el Victoria, el Nueva Ola, el Continental, el Roland, el Román de los Reyes, el Circo de los Hermanos Domínguez, en ese tránsito lúdico y nómada de las familias circenses, de la arena al reposo de madrugada, durmiendo en contenedores vecinos de las jaulas de fieras y animales domésticos de exposición.
Y, en esa ruta, hasta que la empresa del circo se fue aminorando, testimonia Joaco, “por las altas tarifas de los impuestos, las crisis económicas, la falta de respaldo y motivación del Estado, y al artista, para no perder el impulso, le empezaron a pagar de acuerdo con el recaudo de la función. Si no había función, por escasez de público, no había paga. Y si no había paga, a rogar a Dios y esperar tiempos mejores”.
Pero no fueron “tiempos mejores”, sino oportunidades emergentes en el radar de la informalidad, como las que Joaquín encontró cuando llegó hace veintiún años a Bogotá y ancló, primero, en Chapinero, en un almacén de hilos y botones donde pagaban la hora a 500 pesos, y de ahí pasó a San Victorino, ese otro circo vocinglero y atortolante del comercio, donde aún el payaso tenía cabida como mediador publicitario.
Joaco, ya pasado de los cuarenta, y de Las cuarenta, como el bolero falaz de Rolando Laserie, lo asumió con humildad y dignidad por el oficio, mascullando la nostalgia después de la jornada, en la soledad de su habitación tachonada de marionetas y retratos de su época dorada de payaso clásico, de rey payaso, inspirador de sentidas páginas como el triste Payaso de Javier Solís, el no menos melancólico de Luis Felipe González con Nelson y sus Estrellas, o el payaso enamorado y quimérico de José José.
La soledad
Desde entonces, Joaco se mueve como pez por los recovecos de San Victorino, por las cacharrerías, piñaterías y almacenes de los antiguos centros comerciales: La Ocasión, El Ponce (cuando dejó de ser teatro), el 11-70, el pasaje Gómez, o en la 10.ª con 15, donde a la fecha le pagan a 10.000 la hora.
“Seis horas diarias me bastan para los tres golpes, y reunir lo del alquiler de la habitación. En las cuarentenas, gracias a Dios, conté con la solidaridad de los amigos y de algunos familiares. De resto salgo a trabajar todos los días, porque el día que no salga, me quedo sin sustento, y grave”.
Ríe, ríe, payaso, sigue brindando tu risa, que jamás una sonrisa recogerás con amor, porque nadie sabe que tu mueca es una queja que atormenta tu dolor.
Joaco tiene Sisbén en caso de quebrantos de salud, pero confiesa que por descuido no reparó en cotizar a su pensión. Al indagarle qué ha pensado hacer cuando ya por edad avanzada no pueda salir a conseguir el sustento, responde que ahí sí quedará en manos de la misericordia de Dios, o de una hija que vive en Europa.
Joaco termina de organizar sus trebejos en la maleta: las camisas, los chalecos, las corbatas, los corbatines y las tirantes de colorines; los trajes de payaso que él diseña: el tradicional de circo, el blanco clásico del clown inteligente, dice, y el chaquetón harapiento y remendado del payaso triste y vagabundo.
¿Con cuál de todos se identifica?, le pregunto.
“Todos están relacionados con el arte circense, y cada uno corresponde a una puesta en escena específica. Nada en el payaso es ridículo, porque con su cara pintada y su traje de colores, el payaso no intenta ser gracioso. El payaso es gracioso por naturaleza”, complementa Joaco.
Son las 8:30 de la mañana, y el cómico de marras se alista a salir a cumplir con su trabajo. Le proponemos acompañarlo para finiquitar el reportaje gráfico en plena acción. “No hay problema, vamos”, dice, y avanza al paso largo de sus enormes chagualos rojos, recitando una de las máximas que el artista ha cosechado en sus innumerables funciones:
“Ríe, ríe, payaso, sigue brindando tu risa, que jamás una sonrisa recogerás con amor, porque nadie sabe que tu mueca es una queja que atormenta tu dolor”.
Quien se ha puesto en los zapatos desfachatados de un payaso sabe de las durezas y ausencias del oficio cuando termina la función y se apagan las luces. Ahí, entre penumbras, es cuando se hace más visible la soledad del hombre.
“Por favor –remata–: llévese unas tarjetas por si a sus amigos o familiares les interesa contratarme. Ahí está mi número: 3143172901. Apoyen al artista veterano, revivan el niño que llevamos dentro, es la mejor vacuna contra la violencia. Joaco, siempre a sus gratas órdenes”.
RICARDO RONDÓN CHAMORRO - ESPECIAL PARA EL TIEMPO*