Con la misma vehemencia con la que me opuse en el gobierno anterior, me opongo hoy a que se elimine la ley de garantías, que pretende contener en algo la desvergonzada intervención de alcaldes y gobernadores (¿y del Gobierno Nacional?) en las elecciones.
De un plumazo, el Gobierno Nacional estaría borrando muchos de sus esfuerzos para garantizar la transparencia electoral si acepta y promueve que su coalición impulse un carnaval de contrataciones y pagos, en vísperas de elecciones, que enrarecería aún más el clima de garantías que deberían rodear las próximas elecciones.
Es francamente carreta que la ley de garantías afecta la reactivación económica. Si hay una adecuada planeación, los recursos se pueden ejecutar ordenadamente y sin sobresaltos, evitando que entren en la repartija politiquera. Presentar como sustento ese argumento falaz equivale a notificar de antemano que se renuncia a un manejo planificado y transparente del gasto público para andar corriendo con tarjetones a la vista en la feria de los contratos.
Juan Manuel Santos causó un daño enorme a la transparencia electoral con todas las maturrangas urdidas sobre la marcha para que se aprobara el referendo que, a pesar de todo, perdió en el voto popular. Y luego, las mayorías parlamentarias manipuladas por el Gobierno, y posteriormente la Corte, extraviada circunstancialmente de su rol tutelar, escribieron una de las páginas más tristes de la vida política colombiana al protocolizar la usurpación de las facultades del pueblo soberano y el raponeo de la atribución refrendatoria de los acuerdos de paz.
Los costos de esa usurpación los pagaremos a lo largo de mucho tiempo. Apenas comienza a vislumbrarse la tragedia democrática y jurídica que representa un acuerdo de paz repudiado por el voto directo de los ciudadanos e impuesto por componendas políticas. Ahí nacen su falta de legitimidad y la renuencia de tantos millones de colombianos a aceptar todas las prerrogativas que les fueron alegremente otorgadas a los comandantes guerrilleros de las Farc. Que a nadie le quepa duda: en reglas electorales equivocadas y manipuladas se originan los peores y más nocivos desajustes del sistema.
Y aunque la eliminación de la ley de garantías no logró pasar en comisiones, el riesgo sigue latente para plenarias, junto con una micamenta de escalofrío que están metiendo en el Código Electoral. Unos goles los han tapado. Otros, no. Nadie niega la necesidad de una actualización de aspectos puntuales de un código obsoleto. Pero, en mi respetuosa opinión, este remedio es peor que la enfermedad.
E, independientemente de nombres y apellidos de quienes circunstancialmente ocupen la cabeza de algunas entidades, no me parece sano que un intento de modernización institucional deba estar acompañado de unas extensas y atípicas facultades istrativas y de contratación.
Entre muchas alarmas que se han prendido durante el cuestionado trámite de este proyecto, la mayoría de ellas asociadas con extrañas modalidades de votos isibles que se prestarían para fraudes, debates y cuestionamientos, ahora aparece la sombra de una inscripción masiva de cédulas vinculadas con Venezuela, denunciada por este mismo diario.
Esta denuncia es grave. Dice textualmente la Unidad Investigativa que hay una extensa operación masiva de cedulación legal e ilegal que permitiría votar a 370.000 venezolanos. “... Se les han expedido documentos a de la Guardia Nacional Bolivariana, a fichas del Faes (la policía secreta de Maduro) y a capos de bandas delincuenciales de ese país, como alias Willy Meleán, abatido por la Policía hace 8 días”.
Ojalá los promotores de estos esperpentos a los que me he referido en esta columna corrijan el rumbo para evitarle a Colombia estos estímulos a la corrupción electoral, madre de casi todas las modalidades de la maldita corrupción que nos carcome.
JUAN LOZANO